viernes, 10 de mayo de 2013

Toda una vida



Para las ocho de la mañana Faustino llevaba un par de horas despierto. Estaba tumbado en la cama escuchando la misa matinal cuando recordó que ya había pasado un año entero. Cuando terminó la misa, el locutor de la radio, en un acto de complicidad y para que la frágil memoria de Faustino no lo olvidara, lo dijo alto y claro: hoy, 3 de agosto, el sol nos acompaña. ¡Es día de playa!
“¡En Madrid no hay playa, majadero!”, pensó Faustino, aunque dada su avanzada edad tampoco habría podido ir. Y es que a los ochenta y dos años ya no hay muchas cosas que uno pueda hacer; es importante no dejar los deberes para el final, porque los sueños que uno no cumple a tiempo se tornan en suspiros de impotencia. Movió las mantas que lo cubrían, se levantó a duras penas y buscó con pulso tembloroso su bastón de madera, el punto de apoyo que le conectaba al mundo. El bastón era casi tan antiguo como él, y al igual que el tronco de un árbol, si el médico de cabecera le cortase su atrofiada cadera, podría contar los anillos de toda una vida llena de alegrías y penas. Pero el 3 de agosto era un día alegre, de celebración, y se vistió tan rápido como pudo. Emocionado, salió de su habitación y enfiló la puerta de salida.
-¡Cariño, voy a hacer la compra! ¡Enseguida vuelvo! –gritó tan alto como pudo.
Caminar por las abarrotadas calles de una gran ciudad es complicado si uno ya ha abrazado la senilidad; un quilombo, como le recordaba su amigo “El argentino” cada vez que se cruzaban en el portal del edificio. Suerte que el mercado de toda la vida seguía en su sitio, dos calles más allá, aguantando de manera impasible los ataques de la globalización y el libre mercado, donde los ultramarinos dejan paso a los chinos de todo a cien, y donde las tabernas oscuras de paredes confidentes se convierten en boutiques para niñas pijas.
Faustino llevaba apuntadas en un papel rugoso las tres cosas que debía comprar en el mercado. Tampoco necesitaba apuntarlas, ya que era una rutina que repetía todos los años, pero le gustaba el hecho de sacar el papel y observar el fino trazo de su pluma. La primera parada era el puesto de las flores de la señora Hortensia. “Un nombre adecuado para un oficio respetable”, solía pensar Faustino. La señora Hortensia lo recibió con una sonrisa en la boca.
-¿Ya ha pasado un año, señor Pereda? –preguntó por inercia, a pesar de que ya sabía la respuesta.
-Así es. Le he arrebatado un año más a la muerte.
-Lo tiene usted atemorizado. ¿Va a comprar lo mismo de siempre? Si quiere, tengo unas bonitas violetas a buen precio. O si lo prefiere puedo hacerle un descuento por las petunias.  
-No, no, con las rosas rojas será suficiente. Son las que a mi mujer le gustan –respondió Faustino con orgullo.
-De acuerdo. Tenga cuidado con las espinas, no se haga daño –dijo Hortensia mientras introducía las rosas, cuidadosamente, en una bolsa de plástico.
-Las espinas de una rosa no hacen daño. Las espinas que uno se va encontrando en la vida sí que hacen daño.
-Tiene usted razón.
-Pero en ambos casos, aquel que sortea las espinas obtiene una gran recompensa. Yo lo he logrado.
-De eso no hay duda. Hasta el año que viene, señor Pereda.
-Volveré a engañar a la muerte.
Faustino sujetó con firmeza la bolsa que contenía las flores y buscó con la mirada la siguiente parada: el puesto de vinos. Se sintió un poco confundido porque no dio con su amigo Javier a la primera, el mejor experto en vinos no solo del mercado, sino de todo Madrid; las cataratas de sus ojos eran un verdadero problema a la hora de ver bien, no le permitían diferenciar entre el puesto de verduras y la casquería. Pero las cataratas eran también la excusa perfecta para evitar ver lo que no quería. Para ello podría también cerrar los ojos, pero Faustino sabía que cualquier día de esos cerraría los ojos y que no volvería a abrirlos nunca más. Recordó la frase que dice: la vida se ve de distinta manera dependiendo de la lente con la que se mire. “Lo que no dicen es si merece la pena arreglar una lente que está estropeada”, se dijo a sí mismo.   
Tras avanzar unos pocos metros, allí vio a su amigo barrigudo, dando voces y limpiándose los morros con un trapo oscurecido por los restos del vino tinto. Agarró con fuerza el bastón y se acercó lentamente. Se le iluminaron los ojos cuando le llegaron los aromas de los vinos.
-¡Maldito canalla! No te bebas el vino que tienes que venderme –le dijo cariñosamente.
-¡Para venir una vez al año exiges demasiado! –le contestó mientras le guiñaba un ojo.
Faustino dejó la bolsa en el mostrador y le dio un buen apretón de manos a Javier. Si un buen caldo mejora con los años, lo mismo se podía decir de la relación que ambos mantenían. Habían intercambiado opiniones sobre vinos durante años, sobre todo antes de que una angina de pecho afectara a Faustino cinco años atrás,    y ya eran casi como hermanos, como dos camaradas que luchan ante los peligros del mundo. Javier se rascó su prominente barriga y dijo:
-Amigo mío, ¿esta vez qué va a ser? ¿Quieres algún reserva que haga honor a tu nombre?     
-¿Un Faustino? ¿Es que quieres matarme? Hace tiempo que lo que venden es puro veneno. Una única gota podría matar a todas las ratas del barrio.
Los dos se rieron a carcajadas. A ambos les gustaban más los vinos franceses, y eso que no apreciaban a los franceses. “Es lo único bueno que han aportado los gabachos a este mundo”, solía repetir Javier. “Eso y las mujeres bohemias de la Belle Époque”, solía contestarle Faustino.  
         -Entonces, ¿qué vas a llevarte este año?
         -Déjame pensar… -alzó la vista buscando inspiración divina- quizás algún Burdeos… no, espera. ¿Tienes algún Borgoña interesante que no se lleve toda mi pensión?
         -Pues tengo un crianza a buen precio, un Volnay del 2010 que por ser tú te lo puedo dejar en quince euros.  
-Perfecto. Ponme una botella –soltó Faustino para darle, acto seguido, un billete de diez euros y otro de cinco.
Javier metió la botella de vino en una bolsa de tela donde introdujo, a su vez, la bolsa de plástico que contenía las rosas. Luego soltó con sorna:
-¿Podrás con todo el peso? Ya no estás para demasiados trotes.
-¡Aunque soy casi veinte años mayor que tú, todavía puedo patearte el culo! -le contestó medio cabreado.
-Y lo más importante, no te emborraches.
-Ya estoy borracho de amor, idiota.
-Hasta el año que viene amigo mío.
-Sí, sí…
Con esa apatía abandonó Faustino el puesto de vinos de Javier. No porque estuviese deseando largarse de allí, sino porque la bolsa pesaba más de lo que hubiese admitido delante de su amigo. Debía darse prisa si no quería volver demasiado tarde a casa. Ya sólo le quedaba una única parada: el puesto de dulces. A su mujer y a él les encantaban los pasteles, las tartas y los dulces en general. Con la edad, a medida que se hace uno viejo, las papilas gustativas se vuelven caprichosas y no disfrutan tanto de todos los sabores. El azúcar todavía los volvía locos. A los treinta segundos estaba ya observando los ojos verdes de Julia, una mujer que por carácter se asemejaba más a una pescadera.    
-Si está aquí el chico más guapo de Madrid –dijo con una voz grave.
-Dejé de ser un chico a los ochenta años. Ahora soy un hombre.
-ja ja ja –se rio Julia-. De acuerdo. Entonces, está aquí el hombre más guapo de Madrid.
-ja ja ja –le devolvió la carcajada-. ¿Este año también está intentando ligar conmigo?
-No sé quién intenta ligar con quién. Es usted el que viene aquí todos los años.
-Vengo aquí porque vende los mejores dulces de Madrid.
Julia sonrió al oír aquel cumplido. Aunque no era la mejor repostera, sí que mantenía una clientela fiel que apreciaba su buen hacer.     
-¿Le pongo lo de siempre?
-Por supuesto. Deme una docena de panecillos de San Antón para mi mujer.
-Ahora mismo. Como cada año…
“Lo dulce para la más dulce”, dijeron casi al unísono.

Faustino emprendió el camino de vuelta a casa con el bastón en la mano derecha, y  las flores, el vino y los panecillos en la mano izquierda. Notó que estaba comenzando a nublar e intentó apresurar el paso. No quería llegar a casa mojado y dejarlo todo perdido. Unos chavales que jugaban con el balón le devolvieron a su infancia, a una época donde los balones se fabricaban con trapos viejos y donde no existían algunas palabras modernas como estrés, Friki o internet. De hecho, en el fútbol casi nunca se utilizaba lo de “fuera de juego”. Toda la vida se había dicho orsai, por lo menos en su barrio, y por mucho que “El Argentino" le dijese que aquella era una palabra que los españoles habían arrebatado a los argentinos, Faustino sabía que era casi tan suya como el toro de Osborne. Recordaba su juventud con agrado; su madre solía preparar sopa de ajo todos los domingos mientras su padre se iba a la taberna con sus amigos del trabajo. Sus hermanas mayores, cuando no estaban chinchándole o burlándose de él, tejían horribles tapetes que repartían por toda la casa. Él, por su parte, se imaginaba que era un piloto de avión, un héroe de guerra que debía luchar para salvar a gente inocente. Lo que no pudo imaginar fue la maldita Guerra Civil que unos años más tarde mancharía con sangre aquellos gratos recuerdos. Lo demás es historia. Después de la contienda y tras pasar unos cuantos meses en un campo de concentración en Cádiz, volvió a Madrid y conoció a María, con quien se casaría un año más tarde. Trataron de tener hijos pero no lo consiguieron. Su sueño de ser padres no se cumplió.
A sus ochenta y dos años lo que más le costaba a Faustino era subir las escaleras hasta el segundo piso, y más con una bolsa pesada en las manos. Pero no le importaba. Sus músculos eran viejos y estaban desgastados, pero no así  los ojos: desprendían una luz cándida, tenían el brillo característico de quien se siente muy orgulloso de la vida que ha llevado.
Estaba jadeando cuando llegó a casa. Nada más abrir la puerta profirió un “¡ya he llegado! y se dirigió al comedor para preparar la mesa. Se tomó su tiempo; primero cogió tres platos, uno para María, otro para él y el tercero para colocar los panecillos de San Antón. Luego, rebuscó entre los cajones hasta que dio con un sacacorchos visiblemente oxidado. Sufrió bastante hasta que logró quitarle el corcho a la botella. Tras colocar un par de copas de cristal de Bohemia, sirvió un poquito de Volnay en cada una de ellas. Seguidamente, colocó el ramo de rosas en mitad de la mesa. Por último, se sentó en su silla, observó la foto en blanco y negro del día que se casaron, y levantando la copa de vino, miró a la silla que tenía en frente, la misma que llevaba vacía ocho años desde la muerte de su mujer, y dijo:      

-Feliz aniversario, cariño.


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