Para
las ocho de la mañana Faustino llevaba un par de horas despierto. Estaba
tumbado en la cama escuchando la misa matinal cuando recordó que ya había
pasado un año entero. Cuando terminó la misa, el locutor de la radio, en un
acto de complicidad y para que la frágil memoria de Faustino no lo olvidara, lo
dijo alto y claro: hoy, 3 de agosto, el
sol nos acompaña. ¡Es día de playa!
“¡En
Madrid no hay playa, majadero!”, pensó Faustino, aunque dada su avanzada edad
tampoco habría podido ir. Y es que a los ochenta y dos años ya no hay muchas
cosas que uno pueda hacer; es importante no dejar los deberes para el final,
porque los sueños que uno no cumple a tiempo se tornan en suspiros de
impotencia. Movió las mantas que lo cubrían, se levantó a duras penas y buscó
con pulso tembloroso su bastón de madera, el punto de apoyo que le conectaba al
mundo. El bastón era casi tan antiguo como él, y al igual que el tronco de un
árbol, si el médico de cabecera le cortase su atrofiada cadera, podría contar
los anillos de toda una vida llena de alegrías y penas. Pero el 3 de agosto era
un día alegre, de celebración, y se vistió tan rápido como pudo. Emocionado,
salió de su habitación y enfiló la puerta de salida.
-¡Cariño,
voy a hacer la compra! ¡Enseguida vuelvo! –gritó tan alto como pudo.
Caminar
por las abarrotadas calles de una gran ciudad es complicado si uno ya ha
abrazado la senilidad; un quilombo, como le recordaba su amigo “El argentino”
cada vez que se cruzaban en el portal del edificio. Suerte que el mercado de
toda la vida seguía en su sitio, dos calles más allá, aguantando de manera
impasible los ataques de la globalización y el libre mercado, donde los
ultramarinos dejan paso a los chinos de todo a cien, y donde las tabernas
oscuras de paredes confidentes se convierten en boutiques para niñas pijas.
Faustino
llevaba apuntadas en un papel rugoso las tres cosas que debía comprar en el
mercado. Tampoco necesitaba apuntarlas, ya que era una rutina que repetía todos
los años, pero le gustaba el hecho de sacar el papel y observar el fino trazo
de su pluma. La primera parada era el puesto de las flores de la señora
Hortensia. “Un nombre adecuado para un oficio respetable”, solía pensar
Faustino. La señora Hortensia lo recibió con una sonrisa en la boca.
-¿Ya
ha pasado un año, señor Pereda? –preguntó por inercia, a pesar de que ya sabía
la respuesta.
-Así
es. Le he arrebatado un año más a la muerte.
-Lo
tiene usted atemorizado. ¿Va a comprar lo mismo de siempre? Si quiere, tengo
unas bonitas violetas a buen precio. O si lo prefiere puedo hacerle un descuento
por las petunias.
-No,
no, con las rosas rojas será suficiente. Son las que a mi mujer le gustan
–respondió Faustino con orgullo.
-De
acuerdo. Tenga cuidado con las espinas, no se haga daño –dijo Hortensia
mientras introducía las rosas, cuidadosamente, en una bolsa de plástico.
-Las
espinas de una rosa no hacen daño. Las espinas que uno se va encontrando en la
vida sí que hacen daño.
-Tiene
usted razón.
-Pero
en ambos casos, aquel que sortea las espinas obtiene una gran recompensa. Yo lo
he logrado.
-De
eso no hay duda. Hasta el año que viene, señor Pereda.
-Volveré
a engañar a la muerte.
Faustino
sujetó con firmeza la bolsa que contenía las flores y buscó con la mirada la
siguiente parada: el puesto de vinos. Se sintió un poco confundido porque no
dio con su amigo Javier a la primera, el mejor experto en vinos no solo del
mercado, sino de todo Madrid; las cataratas de sus ojos eran un verdadero
problema a la hora de ver bien, no le permitían diferenciar entre el puesto de
verduras y la casquería. Pero las cataratas eran también la excusa perfecta
para evitar ver lo que no quería. Para ello podría también cerrar los ojos,
pero Faustino sabía que cualquier día de esos cerraría los ojos y que no volvería
a abrirlos nunca más. Recordó la frase que dice: la vida se ve de distinta
manera dependiendo de la lente con la que se mire. “Lo que no dicen es si
merece la pena arreglar una lente que está estropeada”, se dijo a sí mismo.
Tras
avanzar unos pocos metros, allí vio a su amigo barrigudo, dando voces y
limpiándose los morros con un trapo oscurecido por los restos del vino tinto.
Agarró con fuerza el bastón y se acercó lentamente. Se le iluminaron los ojos
cuando le llegaron los aromas de los vinos.
-¡Maldito
canalla! No te bebas el vino que tienes que venderme –le dijo cariñosamente.
-¡Para
venir una vez al año exiges demasiado! –le contestó mientras le guiñaba un ojo.
Faustino
dejó la bolsa en el mostrador y le dio un buen apretón de manos a Javier. Si un
buen caldo mejora con los años, lo mismo se podía decir de la relación que ambos
mantenían. Habían intercambiado opiniones sobre vinos durante años, sobre todo
antes de que una angina de pecho afectara a Faustino cinco años atrás, y ya eran casi como hermanos, como dos
camaradas que luchan ante los peligros del mundo. Javier se rascó su prominente
barriga y dijo:
-Amigo
mío, ¿esta vez qué va a ser? ¿Quieres algún reserva que haga honor a tu
nombre?
-¿Un
Faustino? ¿Es que quieres matarme? Hace tiempo que lo que venden es puro
veneno. Una única gota podría matar a todas las ratas del barrio.
Los
dos se rieron a carcajadas. A ambos les gustaban más los vinos franceses, y eso
que no apreciaban a los franceses. “Es lo único bueno que han aportado los
gabachos a este mundo”, solía repetir Javier. “Eso y las mujeres bohemias de la
Belle Époque”, solía contestarle Faustino.
-Entonces, ¿qué vas a llevarte este
año?
-Déjame pensar… -alzó la vista buscando
inspiración divina- quizás algún Burdeos… no, espera. ¿Tienes algún Borgoña
interesante que no se lleve toda mi pensión?
-Pues tengo un crianza a buen precio,
un Volnay del 2010 que por ser tú te
lo puedo dejar en quince euros.
-Perfecto.
Ponme una botella –soltó Faustino para darle, acto seguido, un billete de diez
euros y otro de cinco.
Javier
metió la botella de vino en una bolsa de tela donde introdujo, a su vez, la
bolsa de plástico que contenía las rosas. Luego soltó con sorna:
-¿Podrás
con todo el peso? Ya no estás para demasiados trotes.
-¡Aunque
soy casi veinte años mayor que tú, todavía puedo patearte el culo! -le contestó
medio cabreado.
-Y
lo más importante, no te emborraches.
-Ya
estoy borracho de amor, idiota.
-Hasta
el año que viene amigo mío.
-Sí,
sí…
Con
esa apatía abandonó Faustino el puesto de vinos de Javier. No porque estuviese
deseando largarse de allí, sino porque la bolsa pesaba más de lo que hubiese
admitido delante de su amigo. Debía darse prisa si no quería volver demasiado
tarde a casa. Ya sólo le quedaba una única parada: el puesto de dulces. A su
mujer y a él les encantaban los pasteles, las tartas y los dulces en general.
Con la edad, a medida que se hace uno viejo, las papilas gustativas se vuelven
caprichosas y no disfrutan tanto de todos los sabores. El azúcar todavía los
volvía locos. A los treinta segundos estaba ya observando los ojos verdes de
Julia, una mujer que por carácter se asemejaba más a una pescadera.
-Si
está aquí el chico más guapo de Madrid –dijo con una voz grave.
-Dejé
de ser un chico a los ochenta años. Ahora soy un hombre.
-ja
ja ja –se rio Julia-. De acuerdo. Entonces, está aquí el hombre más guapo de Madrid.
-ja
ja ja –le devolvió la carcajada-. ¿Este año también está intentando ligar
conmigo?
-No
sé quién intenta ligar con quién. Es usted el que viene aquí todos los años.
-Vengo
aquí porque vende los mejores dulces de Madrid.
Julia
sonrió al oír aquel cumplido. Aunque no era la mejor repostera, sí que mantenía
una clientela fiel que apreciaba su buen hacer.
-¿Le
pongo lo de siempre?
-Por
supuesto. Deme una docena de panecillos de San Antón para mi mujer.
-Ahora
mismo. Como cada año…
“Lo
dulce para la más dulce”, dijeron casi al unísono.
Faustino
emprendió el camino de vuelta a casa con el bastón en la mano derecha, y las flores, el vino y los panecillos en la
mano izquierda. Notó que estaba comenzando a nublar e intentó apresurar el
paso. No quería llegar a casa mojado y dejarlo todo perdido. Unos chavales que
jugaban con el balón le devolvieron a su infancia, a una época donde los
balones se fabricaban con trapos viejos y donde no existían algunas palabras
modernas como estrés, Friki o internet. De hecho, en el fútbol casi nunca se utilizaba lo de “fuera
de juego”. Toda la vida se había dicho orsai,
por lo menos en su barrio, y por mucho que “El Argentino" le dijese que
aquella era una palabra que los españoles habían arrebatado a los argentinos,
Faustino sabía que era casi tan suya como el toro de Osborne. Recordaba su
juventud con agrado; su madre solía preparar sopa de ajo todos los domingos
mientras su padre se iba a la taberna con sus amigos del trabajo. Sus hermanas
mayores, cuando no estaban chinchándole o burlándose de él, tejían horribles
tapetes que repartían por toda la casa. Él, por su parte, se imaginaba que era
un piloto de avión, un héroe de guerra que debía luchar para salvar a gente
inocente. Lo que no pudo imaginar fue la maldita Guerra Civil que unos años más
tarde mancharía con sangre aquellos gratos recuerdos. Lo demás es historia.
Después de la contienda y tras pasar unos cuantos meses en un campo de concentración
en Cádiz, volvió a Madrid y conoció a María, con quien se casaría un año más
tarde. Trataron de tener hijos pero no lo consiguieron. Su sueño de ser padres
no se cumplió.
A
sus ochenta y dos años lo que más le costaba a Faustino era subir las escaleras
hasta el segundo piso, y más con una bolsa pesada en las manos. Pero no le
importaba. Sus músculos eran viejos y estaban desgastados, pero no así los ojos: desprendían una luz cándida, tenían
el brillo característico de quien se siente muy orgulloso de la vida que ha
llevado.
Estaba
jadeando cuando llegó a casa. Nada más abrir la puerta profirió un “¡ya he
llegado! y se dirigió al comedor para preparar la mesa. Se tomó su tiempo; primero
cogió tres platos, uno para María, otro para él y el tercero para colocar los
panecillos de San Antón. Luego, rebuscó entre los cajones hasta que dio con un
sacacorchos visiblemente oxidado. Sufrió bastante hasta que logró quitarle el
corcho a la botella. Tras colocar un par de copas de cristal de Bohemia, sirvió
un poquito de Volnay en cada una de
ellas. Seguidamente, colocó el ramo de rosas en mitad de la mesa. Por último,
se sentó en su silla, observó la foto en blanco y negro del día que se casaron,
y levantando la copa de vino, miró a la silla que tenía en frente, la misma que
llevaba vacía ocho años desde la muerte de su mujer, y dijo:
-Feliz
aniversario, cariño.
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