sábado, 15 de febrero de 2014

Vida y Muerte



Al principio, la Tierra no era más que un cúmulo de piedras, fuego, aire y agua. El viento podía dar forma a riscos y montañas, y los terremotos no paraban de resquebrajar la tierra. La lava salía a borbotones huyendo de las profundas entrañas para formar nuevas islas y desbaratar farallones. Por todo ello, se puede afirmar que la Tierra era un lugar inhóspito y desagradable. Pero claro, eso era antes de que la vida hiciese acto de presencia. Por eso, un día (el concepto de “día” todavía no existía, pero lo pongo así para que el lector pueda llegar a entender lo que quiero decir), Vida se despertó sobre un lecho de piedras y, aunque ella todavía no lo supiese, comenzó a cambiar el devenir de la Tierra.

VIDA
            Las piedras eran puntiagudas y estaban afiladas. Vida las tocó con la mano y pudo sentir la superficie áspera que desgarraba la carne de su miembro que comenzó a escupir un líquido rojizo que le pareció extraordinario. Ella no sabía quién era ni recordaba cómo había llegado hasta allí. Tenía consciencia propia y podía moverse con total libertad, aunque a sus diez años (nótese que al igual que con la palabra “día”, la finalidad de la palabra “año” es facilitar la lectura) no había desarrollado todas sus capacidades potenciales. Miró alrededor y pudo ver montañas peladas, cuevas, precipicios y algo que bailaba rítmicamente a lo lejos. Ni lo dudó. Se levantó como un resorte y corrió a toda prisa por un caminito lleno de piedrecitas que hacían que de sus pies saliese más cantidad de aquel líquido rojizo maravilloso. Durante un buen rato se quedó de pie, inmóvil, contemplando el fluido que no se parecía en nada al que brotaba de sus pies y manos. De pronto, un deseo incontrolable se apoderó de ella y tocó con la palma de la mano aquel líquido que estaba bastante frío pero que era muy reconfortante. Así es como Vida tuvo su primer contacto con el agua. Y de esta manera, pudo ver reflejada una cara joven y risueña pegada a un cuerpo desnudo.
Vida se pasó prácticamente tres años enteros inspeccionando todo cuanto pudo. Se convirtió en una experta en piedras y gemas; logró comprender los caprichos del viento y saber cuándo salir a su encuentro o guarecerse del mismo; volvió a juntarse con el agua, la misma que cubría ríos, lagos o mares enteros. Pero por encima de todas las cosas, a Vida le fascinaba la luz, aquel ser intangible que aparecía de día y huía da noche, aquella cosa mágica que tenía la capacidad de cambiar el aspecto de todos los objetos. Bajo el influjo de la luz, una piedra común de color marrón se tornaba en una joya verde-azulada, y la cueva más oscura y terrorífica se convertía en un hogar cálido y encantador.
Cierto día, cuando cumplió los veinte años, Vida se hizo la primera pregunta clave: ¿qué era ella y cuál era su cometido? Buscó y escudriñó por todas partes durante años pero no dio con nadie como ella, y por primera vez en su corta existencia, se sintió sola. Le gustaban las piedras, el viento, el agua y la luz, pero ansiaba poder tener a alguien con quien poder compartir aquellas vivencias. Así pues, sus deseos más profundos se exteriorizaron y todo cambió. Una mañana soleada, Vida salió de su cueva y se dispuso a dar un paseo, pero dicho paseo fue totalmente distinto. Como siempre, Vida recogió piedras y se zambulló en el agua, pero de pronto, todo lo que tocó y con lo que interactuó comenzó a transformarse. Los objetos inertes, bellos pero bastante previsibles, dieron paso a todo tipo de organismos, cada cual más bello que el anterior. Así fue como la Tierra vio nacer a las plantas, los animales y todo tipo de seres vivos. Vida fue llenando cada rincón del planeta con bacterias, hongos, algas, helechos, hierba, flores, setas, zarzas, árboles, praderas, gatos, marmotas, perros, zorros, caballos, elefantes, peces, delfines, ballenas… y todo tipo de organismos que el lector pueda recordar.
Vida se sentía feliz, ya que había convertido la Tierra en un lugar extraordinario donde todos vivían en armonía. Pero había algo que hacía que se le encogiera el corazón. Ninguno de aquellos seres era como ella. Había, claro está, animales con ojos, boca, nariz, orejas y extremidades, mas la suma de aquellas partes no era suficiente como para que ella se viera reflejada. Pasaron unos cuantos años y el número total de especies aumentó de manera exponencial. Lo que en un principio fue una compañía agradable se convirtió en un claro inconveniente, porque cada vez había menos espacio sin ocupar y a Vida le costaba una barbaridad moverse con total libertad. Fue entonces cuando se hizo la segunda pregunta clave: ¿no había manera de parar aquello y obtener cierto equilibrio? Vida se había cansado… de dar vida.    

MUERTE
            El fétido olor llenaba cada rincón de aquel inmundo valle. El ambiente estaba cargado por sulfurosos vapores que salían de aquellas grietas que se acumulaban en las crestas de los montes, y millones de hormigas, ciempiés, gusanos, arañas y escorpiones correteaban en hileras imperfectas. Buitres, cuervos y lechuzas vigilaban los cielos, y las hienas y los leones luchaban por hacerse un hueco para beber el agua del río que estaba sucia porque el caudal era mínimo. Pero eso a Muerte no parecía importarle, puesto que todos los seres que tenía alrededor evitaban cruzarse con él. Llevaba unos diez años deambulando por aquel valle y nunca había tenido que preocuparse por nada. Aunque no le desagradaba caminar de día, lo que más le gustaba era dar una vuelta cuando las estrellas y la luna daban paso a la noche. Era en la oscuridad más cerrada donde se sentía más libre, y se pasaba largas horas correteando de un lado para otro entre la hierba mecida por el viento. Era como una sombra etérea, un espectro que titilaba bajo el influjo de la luna y que se desvanecía al instante.
            Llegado el momento, se hizo también la inevitable pregunta: ¿cuál era su cometido? Salir de noche y descansar de día estaba bien, pero su cuerpo le pedía algo más, necesitaba abrir su mente a otras experiencias para poder compartirlas. Por eso, decidió que se acercaría a los otros seres para intentar comunicarse con ellos, y si estos huían, los perseguiría sin descanso para que viesen que no tenían nada que temer. Los seres que salen de noche son por su propia naturaleza muy escurridizos, y por mucho que Muerte intentase llegar hasta ellos, siempre se escabullían sin dejar rastro. Durante meses, todas las noches abandonó su morada y guiado por la compañía de la luna se aproximó a mapaches, murciélagos, zorros, luciérnagas, cucarachas… pero todos ellos eluyeron su compañía. No obstante, una noche muy fría, Muerte se topó con una comadreja que, para su asombro, se le acercó sin ningún temor. Hablaron largo y tendido y Muerte comprendió que al fin, había hecho un amiga. Pero las alegrías siempre vienen acompañadas por algún contratiempo, y cuando Muerte tocó a la comadreja para darle calor, ésta cayó fulminada al instante y no volvió a respirar. Muerte tardó varios días en reponerse, pero enseguida llegó a una clara conclusión: los seres de la noche son distintos a los que salen de día y no se las puede tocar. Aquellos que caminan al amparo del sol son fuertes como rocas y resisten todo tipo de inclemencias. Por lo tanto, Muerte comenzó a salir de día y descansó durante las noches. Y su alegría fue mayúscula, porque de día se pueden ver muchos seres. Al principio, todos ellos se escapaban, pero poco a poco muchos de ellos se le acercaron, en especial los mamíferos más grandes. Le contaron que la hierba que crece cerca de los riachuelos es más sabrosa que la hierba que se seca en las laderas que dan hacia el sur, y también le confesaron que la comida había comenzado a escasear por culpa de la superpoblación. Cuando Muerte les abrazó para mostrarles su afecto, todos ellos se desplomaron. Esto le sumió en una profunda tristeza. Pero fue en ese instante, y no antes, cuando Muerte comprendió cuál era su tarea. Debía asegurarse de que los demás seres tuviesen suficiente comida, y por ello comenzó a perseguirlos y tocarlos día tras día.
            Toda tarea, cuando se vuelve repetitiva, acaba siendo muy aburrida. Muerte se tomó tan en serio su trabajo que en un par de años el valle quedó casi vacío, y empezó a echar en falta a los árboles, perros, gatos, caballos… y a muchos otros seres que durante años habían evitado cruzarse con él. Esto hizo que se preguntara: ¿es posible poblar las cuevas, los ríos, los nidos y los pantanos con nuevos seres?  Al final, Muerte decidió largarse del valle porque se había cansado de dar… muerte.

Un poquito de agua es vital para la vida, pero el exceso pude causar la muerte. El viento es capaz de mecer las hojas y acariciarte de forma suave, pero también puede destruir montañas y pueblos enteros. Todo es necesario, pero en su justa medida. La clave está en buscar el equilibrio. Y hasta que Vida y Muerte no encontraron ese equilibrio, no consiguieron darle sentido a su existencia.
Vida estaba jugueteando con unos pinzones cuando una gran estampida llamó su atención. Corzos, tigres y antílopes corrían despavoridos y los elefantes estaban visiblemente aterrados. Vida pudo sentir que una fuerza extraña se acercaba y eso la puso en alerta.
Muerte era más feliz a cada paso que daba, ya que la cantidad de animales y plantas era mayor. Incluso había seres que le eran totalmente extraños. Por eso, como es lógico, los animales corrían montados a lomos del viento. Cuando llegó a una zona arenosa junto al mar (lo que ahora denominaríamos playa), sus ojos vieron a otro ser totalmente distinto a los demás. Era muy parecido y también caminaba sobre dos patas.
Vida lo vio y un sentimiento de felicidad la embargó. Por fin, había dado con un semejante, otro ser con el que podría entenderse mejor que con cualquier otra especie.
Ambos se acercaron espoleados por una fuerza incontrolable, y cuando se tocaron mutuamente, la alegría fue tremenda. No hubo ningún cambio o desmayo, fue algo totalmente asombroso. De esta forma, Vida y Muerte encontraron el equilibrio y su lugar en la Tierra.
Todos los hombres y mujeres que habitamos en este mundo somos hijos e hijas de Vida, y Muerte es nuestro último confidente. Son los que dan sentido a nuestra existencia y eso algo inevitable. Lo que está en nuestras manos es qué hacer desde que nos despedimos de Vida hasta encontrarnos con Muerte.  
    

   


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