lunes, 13 de mayo de 2013

El sueño eterno, por Cyrana



Nota del autor: huelga decir a quien me conoce que carezco de toda imaginación. Por lo que se verá en las siguientes líneas mi subconsciente ha querido suplir esta deficiencia y me ha regalado un sueño.

“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.” Pedro Calderón de la Barca.

Eran las siete de la tarde. El sol se había ocultado ya y la luz del atardecer caía sobre el pueblo y lo cubría de una densa calma. Digo densa porque el día había sido caluroso, más de lo que correspondía a estas fechas, y la sensación de pesadez aún no nos había abandonado. Abrí la ventana y apoyé los brazos en el alfeizar. Observé mis manos y sonreí. Recordé a aquella amiga que quince años atrás me pidió que se las mostrara, -aún eres joven- me dijo mirándolas con detenimiento -todavía no las tienes manchadas. Ahora unas pequeñas pecas habían empezado ya a cubrirlas. Seguí divagando. Me felicité, como a diario, del acierto que había supuesto adquirir aquel apartamento. La ubicación era perfecta. Tenía vistas al norte, este y oeste, y se divisaban todas las enormes montañas que rodeaban la villa.
De repente sonó aquel terrible estruendo y el paisaje, como por arte de magia, adquirió un tono rojizo. Me abandonó la tranquilidad de la que gozaba segundos antes. Las ventanas de los edificios aledaños se ocuparon de inmediato. Aquel ruido ensordecedor había despertado la curiosidad de todos los habitantes. Además, había venido acompañado de un brusco movimiento telúrico que provocó que mucha gente saliera aceleradamente a las calles.

-¿Qué ha sido eso? –preguntó asustada mi vecina.
-No lo sé –contesté- pero pon atención, no creo que volvamos a vivir un acontecimiento similar nunca jamás -le dije señalando la humareda y los borbotones de lava que habían comenzado a asomar en las cimas de los montes.

Mis hijos, que hasta el momento habían estado viendo dibujos en la televisión, corrieron a abrazarme. Mi pequeña, asustada, insistió para que la cogiera en brazos. Mi hijo, quien con siete años se refería a sí mismo como ‘el hombre de la casa’, me agarró de la cintura.  Observamos absortos el cielo plomizo y la intensa lluvia de ceniza. Estábamos embelesados con el gratuito espectáculo que se desencadenaba ante nuestros ojos. Los primeros gritos de pánico no tardaron en oírse. Nosotros, sin embargo, seguíamos sin poder articular palabra.  La gente comenzó a hacer acopio de sus pertenencias. Como si fuera factible escapar de aquel último alarde de la naturaleza. Yo me rendí al instante. Me rendí a la evidencia. No había a dónde correr ni dónde esconderse. En poco tiempo todo habría acabado. Sólo quedaba observar y maravillarse del gran poderío que en breve terminaría con nuestras ilusiones y nuestros sufrimientos.

Alguien gritó mi nombre. Era un hombre. Llevaba las manos en los bolsillos y con paso aparentemente despreocupado se acercó al par de la ventana. Tenía el rostro de la serenidad, pero sus rasgos no estaban lo suficientemente definidos como para poder identificarle.
–Baja –me dijo con voz segura-, hay un sitio que quiero que conozcas. Lleva lo necesario para pasar esta noche.

No dudé. En cinco minutos cogí tres grandes mantas, linternas y pilas, un litro de leche, galletas, jamón, pan, chocolate, agua, Coca-Cola y la botella de Carlos I. No había vuelto a tomar brandy desde el día en que lo utilicé como anestésico del mal de amores, pensando que me ayudaría a cauterizar la herida que aún seguía sangrando. “Querido mío –escribí en aquel entonces- te mando un beso. Te pido por favor que este beso no se lo des a nadie.  Guárdalo bien. Es para ti. Para ti para siempre. Proviene de lo más hondo de mi corazón, como todo lo que yo te he dado. Te pido también que no vuelvas a buscarme....” Todavía recordaba aquel  doloroso pero necesario mensaje de despedida.

Abandoné de inmediato aquel recuerdo. Tenía que darme prisa. Pensé también que los niños necesitarían distraerse y me hice con los reproductores de DVD para el coche y varias películas infantiles. Cargué todo en mi monovolumen y aseguré a los niños. 

Aquel hombre estaba esperándome en la puerta del garaje. Me agarró del hombro y me preguntó si estaba asustada. Negué con la cabeza. Me pareció que sonreía, aunque no podía verle los labios. ¿Cómo explicar a un desconocido lo que ni siquiera yo alcanzaba a comprender? Su mera presencia había disipado todos mis temores, me acababa de rescatar de la incertidumbre. ¿Qué hubiera hecho sin él?  Ahora teníamos un plan. Además… percibía en sus gestos algo íntimo, familiar, ¿y si no era un desconocido? Me sugirió que tomáramos el camino de la costa. Yo conducía y él me guiaba. Tampoco podía ver sus ojos, pero sabía que me estaba mirando, de reojo, intensamente, al grado que llegué a enrojecer en varias ocasiones. 
Protección civil había puesto en marcha el protocolo de emergencia. Nos paró una patrulla de policía y nos conminó a regresar a nuestra casa. Se había decretado el toque de queda.  ¡Qué tontería! -pensé- pero antes de que pudiera decir nada mi copiloto intervino:
 –Vamos a mi casa de la playa.
 -Pasen –contestó el policía- pero sepan ustedes que está carretera no se volverá a abrir hasta nueva orden. En adelante nadie podrá entrar ni salir de las zonas urbanas, solamente las poblaciones estarán protegidas y quienes decidan transitar por carreteras secundarias que, dicho sea de paso, están cuarteadas, lo harán bajo su cuenta y riesgo. Habrán observado –continuó- que la lava se acerca cada vez más a las faldas de las montañas y que los cascotes de piedra salen despedidos sin control alguno. Cabizbajo susurró: esto no tardará en…
-Discúlpeme oficial –le interrumpió mi acompañante- ¿dónde y con quién le gustaría a usted estar ahora? Piénselo, piénselo bien y rápido, y váyase. Poco va a poder ayudar usted aquí.
Dejamos la carretera general y tomamos un desvío a la derecha. Todavía había algo de luz natural y pude ver cómo descendíamos hacía el mar. Era un camino de cemento, vecinal, construido de seguro por los dueños de las pocas y dispersas casas salpicadas en aquel paraje y que desembocaba en la arena. Donde acababa el camino daba comienzo una sucesión de calas. Frené y cuando iba a apagar el motor mi guía me sugirió que continuara el trayecto por la orilla. –No te preocupes -me dijo- no creo que mañana necesites el coche para ir a trabajar. Era extraño. No le veía pero presentía sus facciones y sus gestos. Acarició mi rostro con ternura y… sus manos… aquellas manos… Sacándome de mi ensoñación dijo:
-Vamos, sigue avanzando, todavía falta un poco.
El monovolumen rodaba a duras penas, se hundía en el movedizo terreno, pero por fin llegamos. Era un lugar paradisíaco. El mar había labrado una amplia cavidad natural en una gigantesca roca. El suelo era de arena, como una continuación de la playa, y la parte superior de roca natural. El lado derecho de la pseudocueva estaba completamente cerrado por una pared vertical perfecta y el lado izquierdo tenía, producto del oleaje, una especie de ventana de dos metros de ancho por tres de largo que permitía la vista a la montaña más alta de la zona y al pueblo construido a sus faldas.    
Cayó la noche. Era un día excepcional y el cielo no se oscureció por completo. Si bien el espesor de la ceniza no dejaba ver la bóveda celeste, el trasfondo se vislumbraba rojizo, rojo color lava, rojo color fuego. Hacía calor. La arena estaba templada y completamente seca. Monté nuestro campamento. No hacía falta gran cosa. Una manta grande para sentarnos en ella, las linternas para alumbrarnos y la cena, la última cena –pensé- y me reí de mi ocurrencia. No hablamos mucho. Los niños estaban muy ilusionados con el plan surgido a última hora y jugaban como si de una excursión se tratará. Cuando hubieron cenado quisieron ir al coche para ver sus películas. Les abracé con todo el amor del que era capaz y les acomodé reclinando los asientos. Estaban relajados, tranquilos y contentos.
Él estaba de pie, mirando el mar. Encendió un cigarrillo. Yo le observaba. Conocía aquellos gestos, su forma de llevarse el tabaco a los labios, de atusarse el pelo, de ladear la cabeza para comprobar si yo seguía con atención sus movimientos, su manera de auscultar mi silencio mientras se tocaba la barbilla… Nada de aquello era extraño para mí. Me acerqué, le ofrecí una copa de brandy y recorrimos la gruta a lo largo de su orilla. Cuando llegamos al extremo izquierdo vimos que el pueblo estaba prácticamente invadido por la lava y la gente, algunos por pánico y otros por hallarse envueltos en la viscosa magma, saltaba al mar.  Cuando regresamos al coche los niños estaban dormidos. Instintivamente les tapé aunque no era en absoluto necesario dada la elevada temperatura.
Sacudí la manta que habíamos utilizado para el picnic y cuando iba a sentarme sobre ella el testigo de mis últimos momentos me agarró de la cintura y me atrajo hacia él. Me abrazó con fuerza, como si me hubiera extrañado, como si de veras hubiera sufrido mi ausencia, como si me quisiera con todo su corazón, como si, por fin, pudiera estar conmigo por siempre. Con la cabeza apoyada en mi cuello no dejaba de acariciar mi pelo. Olía mi piel como si quisiera recordar su aroma eternamente y la besaba con delicadeza en un recorrido que repetía desde el hombro hasta el comienzo de mi mandíbula. Hice el amago de separarme, quería mirarle a los ojos, pero estaba aferrado a mí con tal necesidad que no quise privarle de su momento. Era tierno, maravilloso, perfecto. Conseguí deslizar mis manos debajo de su camisa y recorrí su espalda lentamente. El ambiente estaba cargado y era casi imposible sortear el olor a azufre que emanaba del mar a ratos tranquilo y de repente extrañamente bravo, escupiendo agua y rocas a modo de geiser. Sin embargo, con mi nariz contra su pecho conseguí recuperar aquel olor suyo a madera y a fuego bajo que siempre me había cautivado. Ese 'siempre' retumbó en mi cabeza.
Nos tumbamos en la manta y cogimos la otra para taparnos. Pensé que podíamos pasar sin cubrirnos pero era friolero. Yo llevaba un vestido blanco ibicenco que, aunque de verano, no quise dejar sin estrenar. Él una camisa de cuadros y un pantalón vaquero. Se quitó la ropa y cuando iba a imitarle bromeó: -No te lo quites -dijo- recuerda que siempre he soñado con subirte la falda -y repitió adrede la palabra siempre. Yo sonreí. Acercó sus labios a los míos y por primera vez pude ver sus ojos. Eran azules, rasgados y no perdían detalle –es un depredador -pensé-, pero los abrió un poco más y me concedió el privilegio de atravesar las puertas de su alma. Yo ya había estado allí antes. 
-¡Eres tú! -exclamé emocionada. Le abracé con todas mis fuerzas, besé sus labios, su cara, sus manos e inconscientemente lloré de alegría.
-¿Decepcionada? –dijo conociendo de antemano la respuesta mientras apartaba la tela blanca de mi vestido.
Sus rasgos ahora eran nítidos. Le podía ver perfectamente. Veía sus labios besando los míos, sus manos acariciándome sin rumbo fijo, sus fuertes hombros… y le sentía, le sentía en mi cuerpo, en mi corazón y en mi alma. Nunca antes de conocerle percibí esa sensación de unidad.
-Muchos hubieran sido los inconvenientes si hubiéramos decidido vivir juntos pero nadie nos puede impedir morir abrazados –me dijo sin dejar de besarme.
-Te quiero. Siempre te he querido –contesté-. Además, ¿qué son unos años si puedo tenerte por una eternidad?
Nos quedamos en silencio. Se oían explosiones a cada rato. Me levanté para ver a mis hijos que seguían plácidamente dormidos. Regresé rápidamente a su lado y me acurruqué contra su cuerpo. Pensé que estaba dormido cuando vi acercarse lentamente hacia la cueva una ola de aproximadamente quince metros de altura y curiosamente roja. Tal y como lo podíamos entender, nuestro final había llegado.
-Tranquila -me dijo-. Te querré por siempre y no nos volveremos a separar.
-Estoy tranquila -contesté-. Estás aquí conmigo y no te irás nunca. Eso me tranquiliza muchísimo –bromeé- y nos fundimos en un beso eterno.   

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