Nota del autor: huelga
decir a quien me conoce que carezco de toda imaginación. Por lo que se verá en
las siguientes líneas mi subconsciente ha querido suplir esta deficiencia y me
ha regalado un sueño.
“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una
ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida
es sueño, y los sueños, sueños son.” Pedro
Calderón de la Barca.
Eran
las siete de la tarde. El sol se había ocultado ya y la luz del atardecer caía
sobre el pueblo y lo cubría de una densa calma. Digo densa porque el día
había sido caluroso, más de lo que correspondía a estas fechas, y la sensación
de pesadez aún no nos había abandonado. Abrí la ventana y apoyé los brazos
en el alfeizar. Observé mis manos y sonreí. Recordé a aquella amiga que
quince años atrás me pidió que se las mostrara, -aún eres joven- me dijo mirándolas
con detenimiento -todavía no las tienes manchadas. Ahora unas pequeñas pecas habían
empezado ya a cubrirlas. Seguí divagando. Me felicité, como a diario, del
acierto que había supuesto adquirir aquel apartamento. La ubicación era
perfecta. Tenía vistas al norte, este y oeste, y se divisaban todas las enormes
montañas que rodeaban la villa.
De
repente sonó aquel terrible estruendo y el paisaje, como por arte de magia,
adquirió un tono rojizo. Me abandonó la tranquilidad de la que gozaba
segundos antes. Las ventanas de los edificios aledaños se ocuparon de
inmediato. Aquel ruido ensordecedor había despertado la curiosidad de todos los
habitantes. Además, había venido acompañado de un brusco movimiento telúrico
que provocó que mucha gente saliera aceleradamente a las calles.
-¿Qué
ha sido eso? –preguntó asustada mi vecina.
-No
lo sé –contesté- pero pon atención, no creo que volvamos a vivir un
acontecimiento similar nunca jamás -le dije señalando la humareda y los
borbotones de lava que habían comenzado a asomar en las cimas de los montes.
Mis
hijos, que hasta el momento habían estado viendo dibujos en la televisión,
corrieron a abrazarme. Mi pequeña, asustada, insistió para que la cogiera en
brazos. Mi hijo, quien con siete años se refería a sí mismo como ‘el hombre de
la casa’, me agarró de la cintura.
Observamos absortos el cielo plomizo y la intensa lluvia de ceniza. Estábamos
embelesados con el gratuito espectáculo que se desencadenaba ante nuestros
ojos. Los primeros gritos de pánico no tardaron en oírse. Nosotros, sin embargo,
seguíamos sin poder articular palabra.
La gente comenzó a hacer acopio de sus pertenencias. Como si fuera
factible escapar de aquel último alarde de la naturaleza. Yo me rendí al
instante. Me rendí a la evidencia. No había a dónde correr ni dónde esconderse.
En poco tiempo todo habría acabado. Sólo quedaba observar y maravillarse del
gran poderío que en breve terminaría con nuestras ilusiones y nuestros
sufrimientos.
Alguien
gritó mi nombre. Era un hombre. Llevaba las manos en los bolsillos y con paso
aparentemente despreocupado se acercó al par de la ventana. Tenía el rostro de
la serenidad, pero sus rasgos no estaban lo suficientemente definidos como para
poder identificarle.
–Baja
–me dijo con voz segura-, hay un sitio que quiero que conozcas. Lleva lo
necesario para pasar esta noche.
No
dudé. En cinco minutos cogí tres grandes mantas, linternas y pilas, un litro de
leche, galletas, jamón, pan, chocolate, agua, Coca-Cola y la botella de Carlos
I. No había vuelto a tomar brandy desde el día en que lo utilicé como
anestésico del mal de amores, pensando que me ayudaría a cauterizar la herida
que aún seguía sangrando. “Querido mío –escribí en aquel entonces- te mando un
beso. Te pido por favor que este beso no se lo des a nadie. Guárdalo bien. Es para ti. Para ti para
siempre. Proviene de lo más hondo de mi corazón, como todo lo que yo te he
dado. Te pido también que no vuelvas a buscarme....” Todavía recordaba
aquel doloroso pero necesario mensaje de
despedida.
Abandoné
de inmediato aquel recuerdo. Tenía que darme prisa. Pensé también que los niños
necesitarían distraerse y me hice con los reproductores de DVD para el coche y
varias películas infantiles. Cargué todo en mi monovolumen y aseguré a los
niños.
Aquel
hombre estaba esperándome en la puerta del garaje. Me agarró del hombro y me
preguntó si estaba asustada. Negué con la cabeza. Me pareció que sonreía,
aunque no podía verle los labios. ¿Cómo explicar a un desconocido lo que ni
siquiera yo alcanzaba a comprender? Su mera presencia había disipado todos mis
temores, me acababa de rescatar de la incertidumbre. ¿Qué hubiera hecho sin
él? Ahora teníamos un plan. Además… percibía
en sus gestos algo íntimo, familiar, ¿y si no era un desconocido? Me sugirió
que tomáramos el camino de la costa. Yo conducía y él me guiaba. Tampoco podía
ver sus ojos, pero sabía que me estaba mirando, de reojo, intensamente, al
grado que llegué a enrojecer en varias ocasiones.
Protección
civil había puesto en marcha el protocolo de emergencia. Nos paró una patrulla
de policía y nos conminó a regresar a nuestra casa. Se había decretado el toque
de queda. ¡Qué tontería! -pensé- pero
antes de que pudiera decir nada mi copiloto intervino:
–Vamos a mi casa de la playa.
-Pasen –contestó el policía- pero sepan
ustedes que está carretera no se volverá a abrir hasta nueva orden. En adelante
nadie podrá entrar ni salir de las zonas urbanas, solamente las poblaciones
estarán protegidas y quienes decidan transitar por carreteras secundarias que, dicho
sea de paso, están cuarteadas, lo harán bajo su cuenta y riesgo. Habrán
observado –continuó- que la lava se acerca cada vez más a las faldas de las
montañas y que los cascotes de piedra salen despedidos sin control alguno.
Cabizbajo susurró: esto no tardará en…
-Discúlpeme
oficial –le interrumpió mi acompañante- ¿dónde y con quién le gustaría a usted
estar ahora? Piénselo, piénselo bien y rápido, y váyase. Poco va a poder ayudar
usted aquí.
Dejamos
la carretera general y tomamos un desvío a la derecha. Todavía había algo de
luz natural y pude ver cómo descendíamos hacía el mar. Era un camino de
cemento, vecinal, construido de seguro por los dueños de las pocas y dispersas casas
salpicadas en aquel paraje y que desembocaba en la arena. Donde acababa el
camino daba comienzo una sucesión de calas. Frené y cuando iba a apagar el
motor mi guía me sugirió que continuara el trayecto por la orilla. –No te
preocupes -me dijo- no creo que mañana necesites el coche para ir a trabajar.
Era extraño. No le veía pero presentía sus facciones y sus gestos. Acarició mi
rostro con ternura y… sus manos… aquellas manos… Sacándome de mi ensoñación
dijo:
-Vamos,
sigue avanzando, todavía falta un poco.
El
monovolumen rodaba a duras penas, se hundía en el movedizo terreno, pero por
fin llegamos. Era un lugar paradisíaco. El mar había labrado una amplia cavidad
natural en una gigantesca roca. El suelo era de arena, como una continuación de
la playa, y la parte superior de roca natural. El lado derecho de la
pseudocueva estaba completamente cerrado por una pared vertical perfecta y el
lado izquierdo tenía, producto del oleaje, una especie de ventana de dos metros
de ancho por tres de largo que permitía la vista a la montaña más alta de la
zona y al pueblo construido a sus faldas.
Cayó
la noche. Era un día excepcional y el cielo no se oscureció por completo. Si
bien el espesor de la ceniza no dejaba ver la bóveda celeste, el trasfondo se vislumbraba
rojizo, rojo color lava, rojo color fuego. Hacía calor. La arena estaba
templada y completamente seca. Monté nuestro campamento. No hacía falta gran
cosa. Una manta grande para sentarnos en ella, las linternas para alumbrarnos y
la cena, la última cena –pensé- y me reí de mi ocurrencia. No hablamos mucho. Los
niños estaban muy ilusionados con el plan surgido a última hora y jugaban como
si de una excursión se tratará. Cuando hubieron cenado quisieron ir al coche
para ver sus películas. Les abracé con todo el amor del que era capaz y les acomodé
reclinando los asientos. Estaban relajados, tranquilos y contentos.
Él
estaba de pie, mirando el mar. Encendió un cigarrillo. Yo le observaba. Conocía
aquellos gestos, su forma de llevarse el tabaco a los labios, de atusarse el
pelo, de ladear la cabeza para comprobar si yo seguía con atención sus
movimientos, su manera de auscultar mi silencio mientras se tocaba la barbilla…
Nada de aquello era extraño para mí. Me acerqué, le ofrecí una copa de brandy y
recorrimos la gruta a lo largo de su orilla. Cuando llegamos al extremo
izquierdo vimos que el pueblo estaba prácticamente invadido por la lava y la
gente, algunos por pánico y otros por hallarse envueltos en la viscosa magma,
saltaba al mar. Cuando regresamos al coche
los niños estaban dormidos. Instintivamente les tapé aunque no era en absoluto
necesario dada la elevada temperatura.
Sacudí
la manta que habíamos utilizado para el picnic y cuando iba a sentarme sobre
ella el testigo de mis últimos momentos me agarró de la cintura y me atrajo
hacia él. Me abrazó con fuerza, como si me hubiera extrañado, como si de veras hubiera
sufrido mi ausencia, como si me quisiera con todo su corazón, como si, por fin,
pudiera estar conmigo por siempre. Con la cabeza apoyada en mi cuello no dejaba
de acariciar mi pelo. Olía mi piel como si quisiera recordar su aroma
eternamente y la besaba con delicadeza en un recorrido que repetía desde el
hombro hasta el comienzo de mi mandíbula. Hice el amago de separarme, quería
mirarle a los ojos, pero estaba aferrado a mí con tal necesidad que no quise
privarle de su momento. Era tierno, maravilloso, perfecto. Conseguí deslizar
mis manos debajo de su camisa y recorrí su espalda lentamente. El ambiente
estaba cargado y era casi imposible sortear el olor a azufre que emanaba del
mar a ratos tranquilo y de repente extrañamente bravo, escupiendo agua y rocas
a modo de geiser. Sin embargo, con mi nariz contra su pecho conseguí recuperar
aquel olor suyo a madera y a fuego bajo que siempre me había cautivado. Ese
'siempre' retumbó en mi cabeza.
Nos
tumbamos en la manta y cogimos la otra para taparnos. Pensé que podíamos pasar
sin cubrirnos pero era friolero. Yo llevaba un vestido blanco ibicenco que,
aunque de verano, no quise dejar sin estrenar. Él una camisa de cuadros y un
pantalón vaquero. Se quitó la ropa y cuando iba a imitarle bromeó: -No te lo
quites -dijo- recuerda que siempre he soñado con subirte la falda -y repitió
adrede la palabra siempre. Yo sonreí. Acercó sus labios a los míos y por primera
vez pude ver sus ojos. Eran azules, rasgados y no perdían detalle –es un depredador
-pensé-, pero los abrió un poco más y me concedió el privilegio de atravesar las
puertas de su alma. Yo ya había estado allí antes.
-¡Eres
tú! -exclamé emocionada. Le abracé con todas mis fuerzas, besé sus labios, su
cara, sus manos e inconscientemente lloré de alegría.
-¿Decepcionada?
–dijo conociendo de antemano la respuesta mientras apartaba la tela blanca de
mi vestido.
Sus
rasgos ahora eran nítidos. Le podía ver perfectamente. Veía sus labios besando
los míos, sus manos acariciándome sin rumbo fijo, sus fuertes hombros… y le
sentía, le sentía en mi cuerpo, en mi corazón y en mi alma. Nunca antes de
conocerle percibí esa sensación de unidad.
-Muchos
hubieran sido los inconvenientes si hubiéramos decidido vivir juntos pero nadie
nos puede impedir morir abrazados –me dijo sin dejar de besarme.
-Te
quiero. Siempre te he querido –contesté-. Además, ¿qué son unos años si puedo
tenerte por una eternidad?
Nos
quedamos en silencio. Se oían explosiones a cada rato. Me levanté para ver a
mis hijos que seguían plácidamente dormidos. Regresé rápidamente a su lado y me
acurruqué contra su cuerpo. Pensé que estaba dormido cuando vi acercarse
lentamente hacia la cueva una ola de aproximadamente quince metros de altura y
curiosamente roja. Tal y como lo podíamos entender, nuestro final había
llegado.
-Tranquila
-me dijo-. Te querré por siempre y no nos volveremos a separar.
-Estoy
tranquila -contesté-. Estás aquí conmigo y no te irás nunca. Eso me tranquiliza
muchísimo –bromeé- y nos fundimos en un beso eterno.
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