Te
despiertas un domingo con resaca y te preguntas a ti mismo: ¿otra vez? La
respuesta es obvia y desgarradora. “Sí, otra vez”. La cabeza te duele una
barbaridad, pero te molesta más ver que la cartera de cuero está vacía; te has
gastado todo el dinero, quizás treinta, cuarenta o cincuenta euros en alcohol,
pensando que una buena borrachera será el salvoconducto hacia tu salvación,
pero en el fondo no te quieres engañar, sabes que echar el dinero de esa forma
es una estupidez. Pero a continuación te haces otras preguntas: ¿Qué más puedo
hacer con ese dinero? ¿Es mejor ahorrar para cuando vengan tiempos peores? ¿Es
posible que existan tiempos peores? Tan solo el hecho de pensarlo hace que la
cabeza te duela aún más. Va a explotar si no te tomas pronto una aspirina.
No
recuerdas casi nada de la noche anterior, pero te ha venido a la mente una
imagen fugaz, un impulso nervioso que te ha sacudido para llevarte al año 2002.
Has visto su pálida cara y el pelo liso, negro azabache. Su cuerpo es perfecto
(te paras dos segundos para pensar cuál es el límite, el punto donde un cuerpo
deja de ser perfecto, y vuelves a concéntrate en sus rasgos físicos) y
recuerdas también lo amable que es contigo. Y a pesar de recordar todo tipo de
detalles de su apariencia física, no te acuerdas de su nombre. ¿Se llamaba
Alicia? ¿Quizás Marta? El nombre no va a revelarse de golpe; siempre has sido
muy malo con los nombres y eso no va a cambiar. Los nombres se agolpan en tu
cabeza y decides que vas a darle un nombre cualquiera. Se llamará Marion,
simplemente porque en la pared de enfrente de tu habitación tienes un póster de
Marion Cotillard, una actriz que te gusta. ¿Y por qué te ha venido a la mente
la imagen de Marion? Porque una noche de juerga, estando de tragos con compañeros
de la universidad, se acercó para hacerte una pregunta que nadie más te ha
vuelto a repetir. Todavía lo puedes ver con claridad: con movimientos suaves,
sutiles, perfectamente estudiados, se aproxima sosteniendo un cigarro en la
mano (está permitido fumar dentro de los bares, es algo habitual) y dice:
¿puedo hacerte una pregunta? Enseguida imaginas lo peor y piensas que se habrá
enfadado porque has estado mirándole el escote toda la noche. Para tu sorpresa,
está sonriendo y no parece estar molesta. Moviendo la cabeza y sin decir una
palabra le dices que puede preguntarte todo lo que quiera. En realidad, estás
deseando que alguna chica te dirija la palabra. Va ella y dice: ¿Tú por qué
bebes alcohol? En un primer momento crees que es una pregunta absurda,
estúpida, ya que la respuesta parece evidente, pero cuando vas a responder eres
consciente de que no lo sabes. Llevas años bebiendo y no sabes por qué. Podrías
contestarle que llevas tiempo dañando el hígado por pura rutina, que es como
lavarte la cara por las mañanas. Podrías decirle que todo el mundo bebe para
olvidar, para ocultar, por momentos, las heridas que se van acumulando en
nuestro cuerpo. Pero no dices nada, te quedas con cara de tonto. Para disimular
y hacerte el gracioso (ya has quedado como un estúpido) le dices que, en
realidad, te ha formulado dos preguntas. Ella sabe que no tienes una respuesta
(ya lo sabía antes de hacerte la pregunta) e intenta que no sufras más. Vuelve
a sonreír y te pide fuego. Sacas un mechero de tu bolsillo trasero de tu
pantalón, un mechero que no sabes cómo ha llegado hasta allí, y como si fueses
un caballero de clase alta enciendes su cigarro. Ella dice “gracias” y te
preguntas por qué te ha pedido fuego a ti si tiene a veinte tíos babosos
alrededor. No será porque le hayas mirado el escote con elegancia, eso seguro. Luego,
te das cuenta de que ella está bebiendo agua, no hay ni rastro de alcohol, y
que solo fuma. Entonces pasas al ataque y le preguntas: ¿Y tú por qué fumas? Ya
tiene preparada la respuesta, lo notas en el brillo de sus ojos, en la sonrisa
burlona, en la manera provocativa que tiene de jugar con el pelo. Acerca su
boca a tu oído derecho y suelta, con total tranquilidad: “porque me gusta toser”.
Comienzas a reírte a carcajadas, no puedes parar. Es una contestación original
que no esperabas, y por eso te cae bien la chica. Sabes que la frase no es
suya, probablemente la habrá leído en alguna revista, pero eso a ti te da
igual. No recuerdas mucho más de aquella noche, se ve que el alcohol hizo bien
su trabajo. Aunque todavía no lo sabes, no volverás a ver a Marion nunca más.
Te
incorporas y vuelves a mirar a Marion, a la verdadera Marion que te observa con
ojos inmutables, pegada a la pared, con la expresión rígida de su cara, como si
estuviese echándote la bronca; sabe que has vuelto a llegar tarde a casa con
unas cuantas copas de más. Es la que te espía todas las noches cuando crees que
nadie te observa. Vuelves a comprobar la cartera para ver si te has confundido
y rebuscas entre los pliegues, con la vaga esperanza de dar con algún billete. Es
inútil. Está más vacío que el corazón de muchas mujeres que pululan por la
noche con la esperanza de dar con tíos de alta alcurnia. Al cuerno los mandabas a todos, pero sabes que es la envidia la que
habla por ti. Suena la cisterna del baño y te parece como si se hubiera
desbordado la presa de las Tres Gargantas. Es lo que tiene la resaca, hasta el
zumbido de una mosca te martillea el cerebro. De pronto, te engañas a ti mismo
y piensas: “es mi ligue de esta noche que se está acicalando”. Sabes que es más
probable que te toque la lotería, pero aun así, te giras sobre ti mismo para
ver si en la cama hay algún indicio que confirme tus alocadas suposiciones. ¡Maldita
sea! Has vuelto a pasar la noche solo.
Suena
tu móvil y no dudas en cogerlo. Seguro que es el Whatsapp, tus amigos estarán comentando la juerga de anoche. Te
interesa saberlo porque por mucho que lo intentes, no recuerdas nada. Bueno, en
realidad, recuerdas haberte tomado un par de birras y un chupito de vodka, pero
nada más. Cuando te adentras en tu mente, no ves nada, la oscuridad es
absoluta. Tu móvil está a punto de echar humo porque tienes ochenta mensajes sin
leer. Efectivamente, son tus amigos que no paran de recordar anécdotas. Para
cuando lees un comentario ya han llegado dos, y es imposible que te enteres de
todo. Las palabras que más se repiten son: borrachera,
birras, cubatas, guarrillas, risas, desfase y liada. No exactamente
en ese orden, pero te haces a la idea de lo que pudo haber pasado. Quieres
aportar algo interesante a la conversación y lo más original que se te ocurre
escribir es jajajajaja y la gran
frase, lo que siempre se pregunta uno cuando sale de juerga y no se acuerda de
nada al día siguiente: ¿La lie mucho
ayer? Eres consciente de que es mejor no saberlo, pero una fuerza primitiva
(quizá sea tu voz interior que vela por ti) te dice que quiere una respuesta. Tras
los típicos emoticonos (vienen muy bien cuando no sabes qué decir) llega una
avalancha de mensajes como: eres mi ídolo
o ¡eres un crack! A estas alturas
sabes que cuanto más te alaben tus amigos, más pena diste anoche. Otro dice: menudos bailoteos te pegaste. Enseguida
piensas, ¡Pero si yo no sé bailar! ¡Si cuando empiezo a moverme parece que me
estoy cagando encima! Cuando lees que te pusiste a hacer “brake dance” a tu manera decides que no quieres saber nada más y
dejas el móvil en la mesilla. Te concentras en tu cuerpo y notas que todavía te
duele la cabeza. Será mejor que te levantes y te tomes la dichosa aspirina.
Cuando
ves tu meada mañanera describiendo una semiparábola piensas en todo el dinero
que se está yendo por el inodoro. Miras en el espejo al señor de cara acartonada
que tienes en frente (son los estragos de la resaca) y abres el armario de las
medicinas: tiritas, esparadrapos, algodón, medicinas caducadas… y la caja de
aspirinas infantil. Sacas tres, te las metes en la boca y acercas el morro al
grifo. Las tragas con dificultad y arrastras tus pies hasta la cocina (es mucho
más difícil entrar en la cocina con dignidad). Necesitas comer algo pero tus
papilas gustativas están de huelga, la resaca también les afecta. No sabes si
quieres algo dulce o salado; abres el frigorífico y el espectáculo es
desolador: dos yogures a punto de caducar, turrón del blando que lleva ocupando
tu nevera más de cinco meses y que nadie quiere comer, un cacho de tortilla de
patatas y el limón pocho que lleva acampado semanas, como un indignado más. Lo
único decente es la carne sin cocinar, pero sabes que es para la noche y que si
la tocas tu padre te deshereda al instante. Además, tampoco quieres ponerte a
cocinar. Cierras el frigorífico y abres la despensa.
Te
encanta lo clásico, sabes que no te va a fallar. Coges el Cola Cao y las galletas y las dejas en la mesa. Vuelves a abrir el
frigorífico y coges la leche. Lo llamas leche por decir algo. No sabes por qué,
pero a tu madre le ha dado por experimentar, ahora ya no le basta con comprar
la leche entera o semidesnatada como toda la vida. Ahora trae ese líquido con
trazas de soja que en lo único que se parece a la leche es que viene envasado.
A los diez minutos te estás zampando las galletas de tres en tres y hojeando la
revista dominical, hojas llenas de anuncios donde de vez en cuando aparece
algún artículo; que sea interesante o de tu agrado es otra cosa. Tampoco estás
como para leer las chapas de Coelho, un tío dotado para hablar de vivencias y sensaciones pero
limitado a la hora de escribir literatura con mayúsculas. Casi al final de la
revista te llama la atención un titular: España
supera los 6 millones de parados. En vez de quedarte con lo importante de
la frase, con la gravedad de la situación, te haces más preguntas absurdas:
¿Cómo sacarán esas estadísticas? ¿Van llamando a todas las casas una por una? “Pues
a mí no me han llamado. Si lo hacen ahora les diré que estoy trabajando,
trabajando para no vomitar todas las galletas que he comido”.
Decides
aprovechar el domingo, aunque sea para escribir algún relato. No tienes el
cuerpo para ir a dar una vuelta (ya saldrás a la tarde a tomar un café con tus
amigos), por lo que vuelves a tu cuarto. Huele fatal, es como si una familia
entera de mofetas viviese bajo tu cama. Subes le persiana, abres la ventana y
enciendes el ordenador, la máquina que utilizas básicamente para escribir, ver
series y chatear por internet. Bueno vale… a veces incluso entras en alguna
página pornográfica (es que las ventanas aparecen por arte de magia en tu
navegador y no lo puedes evitar), pero solo como unas cinco o seis veces por
semana. Cuando aparece el escritorio en la pantalla, buscas el acceso directo
del Word y le das con el puntero del
ratón; ahí está, la página en blanco. Tu mente está en negro y la página en
blanco, tienes que trasladar tus ideas desde la oscuridad hasta la luz. No es
fácil. A pesar de que las aspirinas te han hecho efecto, no encuentras la
inspiración. Abres tu libreta donde anotas todas tus ideas y vas leyendo
posibles títulos para el relato: El cura
que se casó con un cocodrilo, El
pezón que ganó el Premio Nobel, Noticia
de última hora: ¡hay vida inteligente en la Tierra!, Los dinosaurios no se extinguieron, están de juerga en Ganímedes… No
te convence ninguno de ellos.
De
golpe, te ha venido a la cabeza un título sugerente. Lo tienes claro. Acercas
los dedos al teclado y escribes: Domingo
de resaca. ¿Será un relato de ficción o una reflexión basada en vivencias
propias? Qué más da, tus lectores son lo suficientemente inteligentes como para
hacer dicha distinción. Te conocen muy bien. Luego, te lanzas con la primera
frase: Te despiertas un domingo con
resaca y te preguntas a ti mismo: ¿otra vez?
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