viernes, 24 de mayo de 2013

Domingo de resaca



Te despiertas un domingo con resaca y te preguntas a ti mismo: ¿otra vez? La respuesta es obvia y desgarradora. “Sí, otra vez”. La cabeza te duele una barbaridad, pero te molesta más ver que la cartera de cuero está vacía; te has gastado todo el dinero, quizás treinta, cuarenta o cincuenta euros en alcohol, pensando que una buena borrachera será el salvoconducto hacia tu salvación, pero en el fondo no te quieres engañar, sabes que echar el dinero de esa forma es una estupidez. Pero a continuación te haces otras preguntas: ¿Qué más puedo hacer con ese dinero? ¿Es mejor ahorrar para cuando vengan tiempos peores? ¿Es posible que existan tiempos peores? Tan solo el hecho de pensarlo hace que la cabeza te duela aún más. Va a explotar si no te tomas pronto una aspirina.
No recuerdas casi nada de la noche anterior, pero te ha venido a la mente una imagen fugaz, un impulso nervioso que te ha sacudido para llevarte al año 2002. Has visto su pálida cara y el pelo liso, negro azabache. Su cuerpo es perfecto (te paras dos segundos para pensar cuál es el límite, el punto donde un cuerpo deja de ser perfecto, y vuelves a concéntrate en sus rasgos físicos) y recuerdas también lo amable que es contigo. Y a pesar de recordar todo tipo de detalles de su apariencia física, no te acuerdas de su nombre. ¿Se llamaba Alicia? ¿Quizás Marta? El nombre no va a revelarse de golpe; siempre has sido muy malo con los nombres y eso no va a cambiar. Los nombres se agolpan en tu cabeza y decides que vas a darle un nombre cualquiera. Se llamará Marion, simplemente porque en la pared de enfrente de tu habitación tienes un póster de Marion Cotillard, una actriz que te gusta. ¿Y por qué te ha venido a la mente la imagen de Marion? Porque una noche de juerga, estando de tragos con compañeros de la universidad, se acercó para hacerte una pregunta que nadie más te ha vuelto a repetir. Todavía lo puedes ver con claridad: con movimientos suaves, sutiles, perfectamente estudiados, se aproxima sosteniendo un cigarro en la mano (está permitido fumar dentro de los bares, es algo habitual) y dice: ¿puedo hacerte una pregunta? Enseguida imaginas lo peor y piensas que se habrá enfadado porque has estado mirándole el escote toda la noche. Para tu sorpresa, está sonriendo y no parece estar molesta. Moviendo la cabeza y sin decir una palabra le dices que puede preguntarte todo lo que quiera. En realidad, estás deseando que alguna chica te dirija la palabra. Va ella y dice: ¿Tú por qué bebes alcohol? En un primer momento crees que es una pregunta absurda, estúpida, ya que la respuesta parece evidente, pero cuando vas a responder eres consciente de que no lo sabes. Llevas años bebiendo y no sabes por qué. Podrías contestarle que llevas tiempo dañando el hígado por pura rutina, que es como lavarte la cara por las mañanas. Podrías decirle que todo el mundo bebe para olvidar, para ocultar, por momentos, las heridas que se van acumulando en nuestro cuerpo. Pero no dices nada, te quedas con cara de tonto. Para disimular y hacerte el gracioso (ya has quedado como un estúpido) le dices que, en realidad, te ha formulado dos preguntas. Ella sabe que no tienes una respuesta (ya lo sabía antes de hacerte la pregunta) e intenta que no sufras más. Vuelve a sonreír y te pide fuego. Sacas un mechero de tu bolsillo trasero de tu pantalón, un mechero que no sabes cómo ha llegado hasta allí, y como si fueses un caballero de clase alta enciendes su cigarro. Ella dice “gracias” y te preguntas por qué te ha pedido fuego a ti si tiene a veinte tíos babosos alrededor. No será porque le hayas mirado el escote con elegancia, eso seguro. Luego, te das cuenta de que ella está bebiendo agua, no hay ni rastro de alcohol, y que solo fuma. Entonces pasas al ataque y le preguntas: ¿Y tú por qué fumas? Ya tiene preparada la respuesta, lo notas en el brillo de sus ojos, en la sonrisa burlona, en la manera provocativa que tiene de jugar con el pelo. Acerca su boca a tu oído derecho y suelta, con total tranquilidad: “porque me gusta toser”. Comienzas a reírte a carcajadas, no puedes parar. Es una contestación original que no esperabas, y por eso te cae bien la chica. Sabes que la frase no es suya, probablemente la habrá leído en alguna revista, pero eso a ti te da igual. No recuerdas mucho más de aquella noche, se ve que el alcohol hizo bien su trabajo. Aunque todavía no lo sabes, no volverás a ver a Marion nunca más.  
Te incorporas y vuelves a mirar a Marion, a la verdadera Marion que te observa con ojos inmutables, pegada a la pared, con la expresión rígida de su cara, como si estuviese echándote la bronca; sabe que has vuelto a llegar tarde a casa con unas cuantas copas de más. Es la que te espía todas las noches cuando crees que nadie te observa. Vuelves a comprobar la cartera para ver si te has confundido y rebuscas entre los pliegues, con la vaga esperanza de dar con algún billete. Es inútil. Está más vacío que el corazón de muchas mujeres que pululan por la noche con la esperanza de dar con tíos de alta alcurnia. Al cuerno los mandabas a todos, pero sabes que es la envidia la que habla por ti. Suena la cisterna del baño y te parece como si se hubiera desbordado la presa de las Tres Gargantas. Es lo que tiene la resaca, hasta el zumbido de una mosca te martillea el cerebro. De pronto, te engañas a ti mismo y piensas: “es mi ligue de esta noche que se está acicalando”. Sabes que es más probable que te toque la lotería, pero aun así, te giras sobre ti mismo para ver si en la cama hay algún indicio que confirme tus alocadas suposiciones. ¡Maldita sea! Has vuelto a pasar la noche solo.
Suena tu móvil y no dudas en cogerlo. Seguro que es el Whatsapp, tus amigos estarán comentando la juerga de anoche. Te interesa saberlo porque por mucho que lo intentes, no recuerdas nada. Bueno, en realidad, recuerdas haberte tomado un par de birras y un chupito de vodka, pero nada más. Cuando te adentras en tu mente, no ves nada, la oscuridad es absoluta. Tu móvil está a punto de echar humo porque tienes ochenta mensajes sin leer. Efectivamente, son tus amigos que no paran de recordar anécdotas. Para cuando lees un comentario ya han llegado dos, y es imposible que te enteres de todo. Las palabras que más se repiten son: borrachera, birras, cubatas, guarrillas, risas, desfase y liada. No exactamente en ese orden, pero te haces a la idea de lo que pudo haber pasado. Quieres aportar algo interesante a la conversación y lo más original que se te ocurre escribir es jajajajaja y la gran frase, lo que siempre se pregunta uno cuando sale de juerga y no se acuerda de nada al día siguiente: ¿La lie mucho ayer? Eres consciente de que es mejor no saberlo, pero una fuerza primitiva (quizá sea tu voz interior que vela por ti) te dice que quiere una respuesta. Tras los típicos emoticonos (vienen muy bien cuando no sabes qué decir) llega una avalancha de mensajes como: eres mi ídolo o ¡eres un crack! A estas alturas sabes que cuanto más te alaben tus amigos, más pena diste anoche. Otro dice: menudos bailoteos te pegaste. Enseguida piensas, ¡Pero si yo no sé bailar! ¡Si cuando empiezo a moverme parece que me estoy cagando encima! Cuando lees que te pusiste a hacer “brake dance” a tu manera decides que no quieres saber nada más y dejas el móvil en la mesilla. Te concentras en tu cuerpo y notas que todavía te duele la cabeza. Será mejor que te levantes y te tomes la dichosa aspirina.
Cuando ves tu meada mañanera describiendo una semiparábola piensas en todo el dinero que se está yendo por el inodoro. Miras en el espejo al señor de cara acartonada que tienes en frente (son los estragos de la resaca) y abres el armario de las medicinas: tiritas, esparadrapos, algodón, medicinas caducadas… y la caja de aspirinas infantil. Sacas tres, te las metes en la boca y acercas el morro al grifo. Las tragas con dificultad y arrastras tus pies hasta la cocina (es mucho más difícil entrar en la cocina con dignidad). Necesitas comer algo pero tus papilas gustativas están de huelga, la resaca también les afecta. No sabes si quieres algo dulce o salado; abres el frigorífico y el espectáculo es desolador: dos yogures a punto de caducar, turrón del blando que lleva ocupando tu nevera más de cinco meses y que nadie quiere comer, un cacho de tortilla de patatas y el limón pocho que lleva acampado semanas, como un indignado más. Lo único decente es la carne sin cocinar, pero sabes que es para la noche y que si la tocas tu padre te deshereda al instante. Además, tampoco quieres ponerte a cocinar. Cierras el frigorífico y abres la despensa.      
Te encanta lo clásico, sabes que no te va a fallar. Coges el Cola Cao y las galletas y las dejas en la mesa. Vuelves a abrir el frigorífico y coges la leche. Lo llamas leche por decir algo. No sabes por qué, pero a tu madre le ha dado por experimentar, ahora ya no le basta con comprar la leche entera o semidesnatada como toda la vida. Ahora trae ese líquido con trazas de soja que en lo único que se parece a la leche es que viene envasado. A los diez minutos te estás zampando las galletas de tres en tres y hojeando la revista dominical, hojas llenas de anuncios donde de vez en cuando aparece algún artículo; que sea interesante o de tu agrado es otra cosa. Tampoco estás como para leer las chapas de Coelho, un tío dotado  para hablar de vivencias y sensaciones pero limitado a la hora de escribir literatura con mayúsculas. Casi al final de la revista te llama la atención un titular: España supera los 6 millones de parados. En vez de quedarte con lo importante de la frase, con la gravedad de la situación, te haces más preguntas absurdas: ¿Cómo sacarán esas estadísticas? ¿Van llamando a todas las casas una por una? “Pues a mí no me han llamado. Si lo hacen ahora les diré que estoy trabajando, trabajando para no vomitar todas las galletas que he comido”.    
Decides aprovechar el domingo, aunque sea para escribir algún relato. No tienes el cuerpo para ir a dar una vuelta (ya saldrás a la tarde a tomar un café con tus amigos), por lo que vuelves a tu cuarto. Huele fatal, es como si una familia entera de mofetas viviese bajo tu cama. Subes le persiana, abres la ventana y enciendes el ordenador, la máquina que utilizas básicamente para escribir, ver series y chatear por internet. Bueno vale… a veces incluso entras en alguna página pornográfica (es que las ventanas aparecen por arte de magia en tu navegador y no lo puedes evitar), pero solo como unas cinco o seis veces por semana. Cuando aparece el escritorio en la pantalla, buscas el acceso directo del Word y le das con el puntero del ratón; ahí está, la página en blanco. Tu mente está en negro y la página en blanco, tienes que trasladar tus ideas desde la oscuridad hasta la luz. No es fácil. A pesar de que las aspirinas te han hecho efecto, no encuentras la inspiración. Abres tu libreta donde anotas todas tus ideas y vas leyendo posibles títulos para el relato: El cura que se casó con un cocodrilo, El pezón que ganó el Premio Nobel, Noticia de última hora: ¡hay vida inteligente en la Tierra!, Los dinosaurios no se extinguieron, están de juerga en Ganímedes… No te convence ninguno de ellos.
De golpe, te ha venido a la cabeza un título sugerente. Lo tienes claro. Acercas los dedos al teclado y escribes: Domingo de resaca. ¿Será un relato de ficción o una reflexión basada en vivencias propias? Qué más da, tus lectores son lo suficientemente inteligentes como para hacer dicha distinción. Te conocen muy bien. Luego, te lanzas con la primera frase: Te despiertas un domingo con resaca y te preguntas a ti mismo: ¿otra vez?

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