El
capitán Kidd (no confundirlo con el escocés William Kidd) y los demás
tripulantes del barco Victoria llegaron
al puerto de Galway, a la bahía que lleva el mismo nombre, tras una penosa y
dura travesía que los había llevado a surcar las aguas más peligrosas del
hemisferio norte. Estaban cansados y desnutridos, apenas les quedaban
provisiones y las bodegas estaban llenas de ratas gigantescas. Algunos de los
marineros, en especial los grumetes, habían muerto a causa del escorbuto, y el
capitán no estaba dispuesto ni preparado para hacer frente a otro motín. De
hecho, el capitán original del barco había muerto asesinado por sus propios
marineros, que no soportaban más el hecho de tener que alimentarse a base de
pececitos y gaviotas desorientadas. Pero el capitán Kidd sabía muy bien qué era
lo que necesitaban aquellos aguerridos lobos de mar: un poco de alcohol y unas
buenas fulanas que calmasen sus ansias carnales. Tras amarrar bien el barco, se
adentraron en aquella ciudad amurallada que estaba cubierta por un denso manto
de niebla.
Eran
alrededor de las ocho de la tarde y las calles estaban casi desiertas. La quietud
de la ciudad se vio de golpe saboteada por aquellos hombres que murmuraban,
gritaban y escupían de forma ruda y violenta. Por mucho que se afanaban, no
podían ver a ninguna dama, y juraban por todos los muertos que levantarían todas las piedras de la ciudad
hasta dar con alguna. A la altura de la Iglesia de San Nicolás vieron a un
hombre totalmente borracho, que a duras penas podía mantenerse de pie, hablando
solo y gritando a alguna bestia imaginaria que veía en su mente. El capitán lo
asaltó sin piedad.
—Disculpe
buen hombre, ¿me puede indicar dónde podemos obtener un poco de ron y unas
buenas mujeres?
—Un
momentooo… espera que acaaabeeee… con este maldito animaaal… —todos los hombres vieron que el borracho
lanzaba tres puñetazos al aire. Luego, tropezó y se dio de morros contra el
suelo. Necesitaron a dos de los hombres más fuertes para volverlo a poner de
pie.
—Tranquilícese –prosiguió el capitán—, aquí no hay nada
ni nadie que quiera hacerle daño. ¿Podría decirme dónde…? —el borracho no le
dejó terminar.
—Si quiereeee… alcohol tiene varias
tabernaaaas… muy cerca del castillooo…, pero olvídese de las mujeres. En Galway
ya noooo… hay mujeres, las pocas que quedaban, murieron o se largaron a
Escociaaa...
—¿No hay mujeres? —soltó de golpe.
Aquello le era difícil de asimilar—. Entonces, ¿qué hacen aquí los hombres para
pasárselo bien?
—No hay nadaaa… mejor que una buena
botellaaaa… de licor; no protestaaa…, está fresquita y no te grita si llegas
tarde a casaaaa…
Aquello
era lo peor que podía pasarle al capitán Kidd. Si sus hombres no conseguían
mujeres, tendría problemas. Muchos problemas.
—¿Está usted seguro de que no queda
ninguna mujer en la zona?
—Prácticamente segurooo… puede
probar suerteeee… en la taberna de Billy. En el peor de los casooooos… podrán
beber roooon… del bueno…
—¿Y dónde está la taberna de Billy?
—Siga rectoooo…. por esta calle y
luegoooo… tuerza a la derecha. Cuando huela a orinaaaaa… y a excrementos de
cerdo, sabrá que ha llegadoo...
—¡Chicos!
¡Nos vamos a la taberna de Billy! —gritó el capitán.
La taberna de Billy era una local de
mala muerte. El suelo, las paredes y el techo estaban sucios, llenos de mugre,
y el olor era apestoso. Aquellos marineros que convivían juntos durante largos
meses estaban acostumbrados al olor del sudor, las heces, los vómitos… pero les
costó entrar en aquella taberna que parecía estar bañada en azufre. Billy era
un hombre muy viejo que no se inmutó al ver a aquellos rufianes que vociferaban
palabras inaudibles.
—¡Saque dos botellas de ron y vasos
para todos! –ordenó el capitán.
—¡Siiiiiiii! —contestaron sus
hombres al unísono.
Mientras saboreaba el ron, el
capitán Kidd observó todos los detalles y la decoración de aquella siniestra taberna.
Había de todo: cuadros antiguos de barcos piratas, redes y todo tipo de
aparejos colgando del techo, remos de madera, ropas marineras hechas jirones,
trocitos de vela, un cacho de lo que hubo sido una mesana, botellas antiguas de
vidrio que en su momento habrían almacenado algún suculento licor…. pero allí
no había ninguna mujer, ni siquiera en alguno de aquellos innumerables cuadros.
Era algo que no podía entender. Billy podría darle más información al respecto.
—Saque otras dos botellas de ron, no
quiero que a mis hombres se les seque la boca. Y algo para comer.
—Inmediatamente —dijo Billy sin
apenas alzar la voz.
—¿Viene mucha gente por la taberna?
—preguntó el capitán sin soltar la botella de ron.
—No mucha, la verdad. Ya no llegan
tantos piratas a nuestras costas, y eso se nota. Son unos ladrones y lo
destruyen casi todo, pero también son grandes bebedores de ron y unos buenos
pagadores. El negocio ya no es el que era.
—Y las damas de compañía, ¿también
han desaparecido?
—Hay ciertas cosas de las cuales es
mejor no hablar… —Billy bajó la mirada y se fue a la otra esquina de la barra.
Los marineros siguieron bebiendo,
gritando y cantando durante varias horas. No faltaron las canciones
tradicionales, tales como A Begging I
Will Go, Saint Patrik Never Drank o
The Scotsman. A medida que se hacía
de noche, los marineros cantaban más fuerte y vaciaban las botellas de ron una
tras otra. Billy, a pesar de estar ganando mucho dinero, se estaba cansando, y
les repitió una y otra vez que se largaran. Faltaban pocos minutos para la
medianoche y era un buen momento para cerrar la taberna. Pero no le hicieron
caso. Al día siguiente no tenían intención de madrugar, y si el capitán no
ordenaba lo contrario, seguirían bebiendo y cantando hasta altas horas de la
madrugada. A las doce de la noche Billy subió al piso de arriba a descansar y
dejó que aquellos ingratos rufianes hicieran lo que quisieran. Mejor si
hubiesen seguido el consejo del pobre Billy y hubieran vuelto al barco. Ya era
demasiado tarde. Lo que ocurrió a continuación es una de las cosas más
sobrecogedoras y terroríficas que se recuerdan en Galway.
A medianoche, sonó una especie de
sirena de barco y la puerta de la taberna de Billy se abrió de un portazo,
empujada por una ráfaga de viento frío. Acto seguido, una bruma espesa entró
reptando y empapó cada recoveco de la taberna. Durante unos segundos los
marineros no pudieron ver nada (con la borrachera que llevaban tampoco es que
pudieran ver mucho) y los cantos cesaron de inmediato. El silencio se adueñó
del local y el capitán Kidd notó que el miedo se apoderaba de sus marineros. La
bruma se fue difuminando lentamente para dar paso a unas figuras humanas que
caminaban lentamente, sin hacer ruido, envueltas en unas capas con capucha.
Cuando llegaron a la altura de la barra, se detuvieron y se quitaron las
capuchas que les cubrían la cabeza y parte de la cara. Aquellas figuras
extrañas… ¡eran mujeres!
Muchos de los hombres se frotaron
los ojos antes de volver a mirar a las mujeres. Era un regalo divino, un obsequio
del Señor a modo de recompensa por todas las calamidades que habían soportado.
El capitán Kidd tampoco salía de su asombro; el borracho y Billy les habían
dicho que no había mujeres y que se olvidasen de ellas. Desde luego, si aquello
era una alucinación, el ron que estaban bebiendo era maravilloso. Ay, ojalá
hubiese sido una ilusión generada por sus mentes. Antes de que los marineros
pudiesen abalanzarse sobre las mujeres, éstas se pusieron a chillar
frenéticamente y, con movimientos rápidos y certeros, comenzaron a morder a los
marineros. Eran como alimañas hambrientas alimentándose de sangre y vísceras,
fueron arrancando cachos de carne de las caras, brazos y piernas y fueron
abatiendo a los marineros de uno en uno, quienes morían desangrados. El capitán
había oído historias de ultramar sobre fantasmas que aparecen en sueños para
atormentar a pecadores, asesinos y pederastas. Había escuchado canciones que
hablan de bestias marinas de grandes ojos y afiladas garras que devoran barcos
enteros y los hacen desaparecer en la inmensidad del mar. Pero nunca había oído
ni visto nada igual. Aquellas mujeres, arpías o lo que fueran, devoraban y
desgarraban sin compasión, se alimentaban de los hombres y parecían disfrutar
con ello. Era una venganza en toda regla, pero el capitán Kidd no podía
encontrar ninguna razón para tal despropósito. Y menos ahora que tenía a tres
de ellas acorralándole.
—¡Por todos los diablos! ¡No dejéis
que os muerdan en el cuello! —bramó el capitán, mientras forcejeaba con
aquellas bestias con forma de mujer.
Los marineros seguían cayendo uno
tras otro; la suciedad del suelo de la taberna se fue cubriendo con un gran
charco de sangre y los gritos seguían en aumento. El capitán deseaba que Billy
bajara de un momento a otro y empezara a matar a las mujeres, mas sabía que eso
no iba a suceder. Una de ellas le pilló desprevenido y le mordió en el brazo
izquierdo, casi a la altura del codo. Pudo ver cómo aquella alimaña se tragaba
el trozo de carne y volvía a la carga. Si no hacía algo, todos morirían. Fue
entonces cuando se acordó de los remos de madera que colgaban de una de las paredes.
No lo dudó ni un segundo.
Es increíble cómo revientan las
cabezas humanas si se las golpea con un objeto lo suficientemente duro. El
capitán Kidd repartió cuatro o cinco remos entre los marineros que aún seguían
con vida y comenzaron a machacar a las mujeres rabiosas. Los cachitos de
cerebro saltaban y se pegaban por todas las ropas, los cráneos crujían como
nueces, los huesos se partían en mil pedazos, las tripas se salían de las
cavidades internas…
Poco a poco los hombres fueron
ganando terreno y aquellas alimañas desgarradoras de carne padecieron toda la
furia de los cabreados marineros. Sólo habían pasado diez minutos desde la
medianoche, pero la montonera de cadáveres era impresionante, marineros y
arpías yacían inertes compartiendo un mismo espacio, la taberna de Billy se
había convertido en un horrendo sepulcro donde la muerte no paraba de cobrarse vidas
humanas. Cuando el capitán Kidd golpeó a la última de aquellas bestias, se
desplomó a causa del cansancio acumulado.
Cuando abrió los ojos, dos de sus
marineros estaban limpiándole la frente con un paño húmedo. Bostezó y pidió un
vaso de ron para aclararse la garganta. Tras recobrar la compostura quiso
observar a las mujeres muertas que habían osado atacarle a él y a sus compañeros,
mas no pudo verlas. Se habían esfumado de manera misteriosa, de la misma forma
que habían entrado en la taberna. Los únicos cadáveres que seguían donde los
había dejado eran los de sus marineros. Se hubiese echado a llorar, pero no
derramó ninguna lágrima porque era el capitán. La taberna de Billy se había
cobrado la vida de aquellos valerosos marineros. Y no hay cosa más deshonrosa
para un marinero que perder la vida en tierra. Por eso, decidió que llevaría
los cuerpos al barco para arrojarlos después al mar.
El capitán kidd soltó amarras y dejó
el puerto de Galway a bordo del Victoria
junto a otros cinco marineros malheridos que habían logrado sobrevivir. Cuando
se giró, pudo ver toda la bahía, donde las afiladas rocas de la costa
soportaban los violentos golpes de las olas. Luego, comenzó a arrojar los
cadáveres por la borda y se preguntó por qué habían sido atacados por aquellas
mujeres. Quizá se habrían aburrido de aguantar a los hombres, de los gritos,
las borracheras, las violaciones y los saqueos de los piratas.
Pero… ¿acaso la mujer necesita una
excusa para hacer daño a un hombre?
No hay comentarios:
Publicar un comentario