lunes, 28 de enero de 2013

La Flecha Roja, por Cyrana y A. Waterdamp




La Flecha Roja. Así se llamaba la empresa de autobuses que su padre fundó a principios de los años sesenta. La flota había crecido considerablemente. Lo que comenzó siendo un servicio distrital, pasó a interestatal en pocos años. Lo que no había cambiado era la forma de gestionar el negocio, aunque poco a poco integró a casi toda la familia, ni tampoco el lema de la compañía: “Más vale muertos que llegar tarde”.
Conocí a Servio García de Baquedano a través de Roberto. Roberto era un brillante abogado madrileño que había decidido probar suerte lejos de su patria. Cuando digo probar suerte me refiero a vivir la vida antes de echar raíces, no propiamente a buscarse la vida. La suerte de Roberto era de la buena, desde la cuna. Provenía de una familia adinerada. Su padre era constructor, negocio redondo en el Madrid de los sesenta. Aficionado a la caza mayor y no tan mayor, paraba poco por su casa de dos pisos que había restaurado en plena Gran Vía de la capital española. Su madre era ama de casa. Una dedicada y abnegada ama de casa que cuidaba con celo de sus dos hijos. Las ausencias de su marido no parecían hacer mella en su carácter siempre alegre, pero cuando tuve el gusto de conocerla a menudo la oí decir: “No hay pena de este mundo que no la quite el chocolate de San Ginés”. La grasa de su cuerpo bailaba al son de su risa.
Roberto era delicado, el polo opuesto a su referente paterno. Admiraba la masculinidad de su padre. Asistía extasiado a aquellas sobremesas en las que caían abatidos decenas de ñus, corzos, elefantes... A las partidas interminables de cartas en el exclusivo club de La Roche  regadas con el mejor brandy francés importado del mismo Charente y servido, por supuesto,  por señoritas también exclusivas... Hasta su recurrente frase de "porque lo digo yo" de su padre tenía para él cierto atractivo. Pero todo lo que Roberto hacía por y para su padre no parecía ser suficiente. Brillante estudiante, hijo obediente, trabajaba en la empresa constructora cuando sus estudios se lo permitían y su rendimiento era admirado por todos. Aun así, había algo en él que impedía ese acercamiento con su padre que tanto le hubiera gustado. A medida que pasaban los años el distanciamiento se hacía más patente. Incluso llegó a pensar que se avergonzaba de él. Probablemente era su timbre de voz el que le delataba o quizás sus largas y curvadas pestañas. Cansado de buscar porqués, decidió comenzar una nueva vida lejos de la aprobación paterna. Recordó el feliz año en la universidad de la Sorbona cuando estudiaba el master en derecho internacional. Allí conoció a Servio. Aún se escribían. La convivencia en aquella residencia para estudiantes hubiera sido insoportable sin los continuos apuntes jocosos de su compañero mexicano. Estaba decidido. Se iría a México.
Gracias a las amistades de Servio, Roberto encontró trabajo en la notaría número 7 del Estado de México, aproximadamente a una hora del zócalo capitalino. Nos hicimos amigos en cuanto nos conocimos. 
 ­‑Tú eres española –dijo nada más verme. Su observación confirmaba mi teoría: los compatriotas en el extranjero nos reconocemos por el olor -porque yo todavía no había dicho ni una sola palabra-. Estábamos en la cantina que todos los extranjeros están obligados a conocer cuando viajan al Distrito Federal mexicano.
 -¿Ves ese agujero en el techo? -me preguntó Roberto-. Pues es de una bala disparada por Pancho Villa en un derroche de virilidad.
 -Virilidad que a ti te falta -pensé.
Me sentí tranquila en aquel ambiente. Los estrógenos primaban. Podía beber toda la botella de tequila que me entregarían sana y salva en la pensión de frau Grabbert, donde llevaba viviendo ya seis meses.
Yo había terminado mi licenciatura en derecho y esa tarde me habían expedido, por fin, la cédula profesional. Podría establecerme por mi cuenta y dejaría el pasanteo. Tendría mi despacho y litigaría mis propios asuntos. Eso merecía una celebración por todo lo alto.  Había ido sola hasta el centro de la ciudad. No es que no sintiera respeto por aquella terrible urbe pero, como el miedo no es patrimonio exclusivo de nadie, pensé que una mujer sola por las calles de aquella inmensa metrópoli podría amedrentar a los delincuentes.- Está loca o va armada –pensarían. En cualquier caso, ni en esa ocasión ni en posteriores fui agredida, intimada ni trataron de asaltarme.   
Roberto llenaba mi copa una y otra vez. La conversación fluía con naturalidad y me sentía realmente a gusto. No sé en qué momento, Servio, que no había dejado de moverse por el local durante toda la noche, se sentó en nuestra mesa.
-Mira, ya está aquí la guindilla esta -dijo Roberto-. Lola, te presento a mi room mate Servio. 
Me sorprendió su pequeña estatura. No medía más de metro sesenta. Tenía cara simpática y colorada y la circunferencia de quien no conoce de privaciones. Habló y habló, sin reservas, como si retomara una antigua amistad, no como si nos acabáramos de conocer. En un momento supe, entre otras muchas cosas, dónde había conocido a Roberto, la universidad en la que había estudiado, dónde y con quién vivía, a qué se dedicaba, su afición por el golf, su predilección por el tequila Don Julio reposado y que era capaz de matar por un plato de chiles en nogada. De la misma manera correspondí a su indiscreción. Le conté cómo había llegado a México, dónde había estudiado, en qué consistía mi trabajo, dónde vivía, quiénes eran mis amigos y, bueno, básicamente, respondí a todo lo que me preguntó. Cuando me dejaron en la pensión, Servio me pidió mi número de teléfono y quedamos de vernos el viernes siguiente.  Como les había hablado de mi mejor amiga, Vanessa, me dijeron que la invitara a ella también y que nos divertiríamos un rato. Ciertamente, la diversión estaba garantizada. Roberto era un gran conversador y Servio era un loco de la vida. Hacen una gran pareja –pensé. Salimos ese viernes y muchos otros más.
Servio y Roberto vivían juntos en una casa en Lomas de la Herradura, uno de los lugares más exclusivos del Estado de México. Vivía con ellos un chico de Tijuana, Rafael González, que estaba aprendiendo a gestionar el negocio de la familia García de Baquedano. -La familia ha crecido -decía el pater familias- y ahora debe crecer la empresa. Los autobuses La Flecha Roja eran ya conocidos en todo México, pero el objetivo era copar las estaciones de todos los estados y constituir un monopolio. De hecho, el padre de Rafael había vendido su flota, sus hangares y sus rutas a los García de Baquedano a cambio de una importante suma de dinero y de que su hijo ocupara la dirección de la empresa en su ciudad natal.
Llegó un momento en que yo pasaba más tiempo en casa de Servio que en la pensión. Incluso me quedaba a dormir allí algunos fines de semana. Tenía mi propio cuarto que Roberto había decorado con mimo, un vestidor que desocuparon expresamente para mí, mi kit de emergencia en el baño y un pijama buzo de la pantera rosa que, haciendo la gracia, me regaló Servio. Me sentía como en casa. Eran mi familia de México. La casa era enorme. Cada quien ocupaba un cuarto y, cuando yo no estaba, quedaban cuatro habitaciones libres. No tardaron en proponerme que me trasladara a vivir con ellos. Compartiríamos gastos de comida pero todo lo demás correría a cargo de Servio. Así era como él quería que fuera y así fue mientras compartimos techo.
Nos llegamos a conocer bien y nos respetábamos. Por ejemplo, yo sabía que aun siendo la única mujer de la casa no debía comportarme como tal. Jamás se me ocurrió cambiar el agua de las flores que adornaban los jarrones repartidos todas partes, ni podar los rosales y buganvilias que crecían en el jardín, ni sugerir la mejor colocación de un cuadro, ni tratar de superar las recetas de pasta al pesto, carbonara o boloñesa. Esa era labor de Roberto. Cuando alguien llegaba a casa y exclamaba: -¡Cómo se nota que aquí vive ya una mujer!-, indignado replicaba: -No creeréis que Lola ha tenido algo que ver con la disposición de los centros florales, ¿no? De hecho creo que ni los ha visto. Entonces yo contestaba: -Toby, ya te he dicho que están preciosos y que si algún día me caso tú te encargarás de todos los arreglos, incluido el mío personal-. Mis respuestas le llenaban de satisfacción. En cuanto a Servio, su lidia era más difícil.  Era un empresario de pies a cabeza. Su carácter desenfadado desaparecía cuando le llamaban por teléfono desde la compañía. Se había especializado en derecho penal y su labor en la empresa consistía en llegar, como fuera, a acuerdos con los perjudicados por el mal funcionamiento de las líneas y en pelear la no responsabilidad de la empresa en caso de accidentes en los que estaban involucrados los autobuses de la compañía. En general, debía solucionar todos los conflictos que pudieran significar un menoscabo en el patrimonio de La Flecha Roja, bien por indemnización a terceros o por multas por parte de la Administración del Estado. Por si eso fuera poco, siempre estaba innovando. Un día me comentó que las estaciones de autobuses le parecían frías, desangeladas.
-Si los viajeros no conocieran su destino no sabrían si se están apeando en Rusia, en Australia o en Querétaro -dijo.
Quince días después todas tenían hilo musical. Lucha Villa, José Alfredo Jiménez, Amalia Mendoza –atendiendo mi sugerencia- Vicente Fernández y Lola Beltrán, entre otros, animaban el vaivén de los viajeros. Mandó también construir unas carretas en madera y las adornó con alebrijes, para después vender en ellas dulces típicos mexicanos. La idea, además de decorativa acabó siendo muy lucrativa. La recaudación de las ventas la llevaba a cabo personalmente cada dos días y no ingresaba en las arcas de la compañía. 
La Flecha Roja era una empresa familiar. La dirigía el padre de Servio. Su hijo mayor, Manuel, gestionaba los medios materiales y personales. Rosalva, la hermana menor, trabajaba en la oficina. Se encargaba de las nóminas y de los papeleos con Hacienda y la Seguridad Social. Varios tíos y primos ocupaban puestos de responsabilidad en diversas estaciones repartidas por todo el territorio mexicano. Los autobuses eran el presente, el futuro y también el pasado de Servio, un pasado que se esforzaba en enterrar pero que regresaba una y otra vez a modo de boomerang. Cuanto más se afanaba en el rechazo y en el olvido, más patentes y dolorosos eran los recuerdos. Una noche llegó a casa y me invitó a cenar. Roberto estaba de vacaciones en Madrid y me pidió que le acompañara a El Candelero, un lujoso restaurante del sur de la ciudad, conocido además de por su exquisita cocina por la variedad de tequilas que en él se pueden degustar. Entre tequila y tequila me abrió su corazón. Tenía una herida profunda. 
Toda su vida giraba en torno a la compañía. La Flecha Roja le había dado todo cuanto tenía pero le había arrebatado a su madre y a un sobrino recién nacido. Cuatro años atrás los trabajadores de la empresa habían ido a la huelga para pedir mejoras de sus condiciones laborales. Se establecieron unos servicios mínimos que resultaron imposibles de cumplir dada la presión de los piquetes. La policía cargó en varias ocasiones contra quienes no permitían la salida de los autobuses de las estaciones y de los hangares, pero los huelguistas no cedían ante la presión policial. Tenían muy poco que perder. Servio y su familia, dando ejemplo a los pocos trabajadores obligados a prestar servicios, acudían todos los días a la empresa y, llegando a duras penas a la oficina, no se movían de allí en todo el día.
El vigésimo octavo día de parón los trabajadores que estaban haciendo piquete parecían más exaltados de lo normal. Era viernes y posiblemente habrían comido en alguna cantina de mala muerte y bebido mezcal del barato. Manuel fue el primero en salir de la empresa. En su coche iban su mujer, Alejandra, en el asiento delantero, y su madre y su hijo recién nacido en el asiento trasero. Los piquetes comenzaron a zarandear el auto y a golpear los vidrios. No le dejaban avanzar. Manuel se sintió acorralado y el pánico se apoderó de él. Aceleró a fondo. El coche lanzó por los aires a dos muchachos que formaban parte del piquete y, chirriando llanta, salió en dirección a las vías. La Estación del Norte del Distrito Federal, donde estaba situado el centro neurálgico de la empresa, era un lugar estratégico para el trasbordo de viajeros.  Quedaba justo al lado de la estación de tren. Los piquetes les perseguían para cobrarse el atropello de sus compañeros. Manuel no vio que las barreras bajaban. Las ruedas traseras del coche se quedaron atascadas en la vía. El tren pitó en varias ocasiones pero, inevitablemente, arrolló el coche en el que viajaban. Lo partió en dos. Manuel y Alejandra resultaron ilesos, pero su madre y el bebé murieron en el acto. Servio salió de la oficina como loco y cuando llegó a la barrera perdió el conocimiento.
Roberto llegó de Madrid ansioso por contarnos su viaje y organizó una cena al efecto.  En el avión de ida había conocido a una chica, Ana, que también vivía en México. En Madrid quedaron varias veces. Se le veía entusiasmado.
 -Estamos saliendo –nos dijo.
 Servio y yo nos quedamos de una pieza pero celebramos su alegría. La noticia no se correspondía con la idea que nos habíamos hecho respecto a su orientación sexual, pero, como sucede muchas veces cuando se prejuzga, nos habíamos equivocado. Servio aprovechó el momento para proponerme, a su juicio, un buen negocio. 
-Lola, ¿sabes que los autobuses La Flecha Roja suponen el treinta y tres por ciento de todos los autobuses que circulan por el territorio nacional?
-Desconocía el dato.
-¿Sabes cuántos muertos y heridos contabilizamos mensualmente como resultado de accidentes en los que están involucrados nuestros autobuses?
-Ni idea, nunca lo he pensado.
-Alrededor de doscientos. Pagamos a nuestras aseguradoras sumas anuales millonarias y de todos los perjudicados por nuestros autobuses solo la sexta parte reclama una indemnización a la compañía. Se me ha ocurrido que tú podrías visitar a las familias de los accidentados y proponerles que insten la reclamación. De lo que obtengas del seguro, vamos a tercias.
-¿A tercias? –pregunté extrañada.
-Sí, a tercias. Un tercio para el asegurado, un tercio para ti y el otro para mí, ¿qué dices? Tendrás que recorrer kilómetros pero sacarás una lana. 
Era la primera vez que me enfrentaba abiertamente a Servio. Su mentalidad empresarial había traspasado la frontera de la ética. Imaginé a toda esa pobre gente que viaja en autobús, pobres todos, indudablemente, porque en México solo los pobres viajan en autobús. Familias completas cargadas con bolsas conteniendo sus pocas pertenencias y algo de comida para aguantar hasta su destino –si llegan –pensé. Y me puse realmente furiosa. 
-Si quieres yo reclamo a los seguros y me quedo con un quinto de lo que obtenga –propuse tratando de contener mi ira-. El resto para las familias. Accedo a hacer una valoración de la subida anual de precio de los seguros teniendo en cuenta el incremento de los partes y echamos cuentas.
-Lola, me estás ofendiendo.
-No, te estoy salvando de cometer un delito. ¿No te das cuenta? Los intereses de la compañía y los tuyos propios no pueden estar por encima de las necesidades y del padecimiento de esa pobre gente. No te reconozco. Tú que has sufrido pérdidas irreparables a causa de la compañía deberías ser más empático con el dolor ajeno. 
-Eres una tonta –me insultó-. Es un gran negocio.
-No. Así no lo quiero. Y tú… tú piénsatelo. No olvides que el que a hierro mata a hierro muere. Deberías saberlo ya.
Esa noche nos acostamos todos temprano. No pude conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada. Nunca había tenido una discusión con Servio y estaba disgustada. Había sido muy dura con él. Además, me sentía desconsiderada hacia Roberto. Con lo contento que estaba al comenzar la velada… bueno –pensé- mañana trataré de arreglarlo. Y me dormí. Desperté sobresaltada. Mi cama se movía bruscamente. Me levanté y corrí al cuarto de Servio. Estaba dormido y le desperté.
-Está temblando –le dije- mi cama se está moviendo.
 Tranquilamente, se incorporó, cogió un rociador y entró en mi habitación. Roció la cama con su contenido y levantó el colchón para acomodar un crucifijo tejido con juncos que –según dijo- debía haber estado colocado en el centro de la cama y se había desplazado. 
-¿Qué es eso? –pregunté señalando el recipiente. 
-Agua bendita –respondió. Y regresó a su cama. 
Traté de racionalizar lo que acababa de suceder. La santería y las supersticiones sugestionan a quienes creen en ellas y no estaba dispuesta a padecer por contagio. -Mañana pondré las noticias y oiré que un terremoto ha sacudido la Ciudad de México –pensé. A la mañana siguiente ningún medio de comunicación decía nada sobre el temblor de la noche anterior. Servio se levantó de un humor excelente. Como a mí, le encantaban los viernes. Le abracé. Mi cariño por él estaba muy por encima de los intereses de la compañía o de los suyos propios.
-¿Has descansado? –preguntó.
-Divinamente –mentí.
-Es que a veces mi mamá me echa de menos y viene a jalarme de las patas. Antes de que ella muriera yo dormía en la que hoy es tu cama.
-Ah –mascullé- fingiendo entender y dando por válida su explicación.
El domingo siguiente Servio amaneció pletórico. Quería a toda costa que Vanessa y yo le acompañáramos a la conocida Feria del Caballo de Texcoco. Una hora y media de trayecto separaba Texcoco de nuestra casa de Lomas de la Herradura. Me hubiera encantado poder ir con él. Ese lugar me recordaba mi patria. Sus montañas, lo que queda del conocido Lago de Texcoco que en una época no tan lejana cubría gran parte del Valle de México, los canales que rodean el municipio y que aún no se han desecado y los arroyos de Cozcacuaco, Chapingo y San Bernardino me inducían a la nostalgia. Pero no podía acompañarle. Estaba estudiando un master en derecho administrativo y el jueves tenía un examen. Llamé a Vanessa para preguntarle si le apetecía salir de la rutina dominguera pero también estaba ocupada ese día. 
-¡Mujeres! –exclamó-. Siempre tenéis algo mejor que hacer que acompañar a un galán como yo en sus excursiones. Estoy infravalorado. No importa, ¿verdad que estoy guapísimo? –me preguntó entrando en mi habitación mientras se tiraba encima medio frasco de Issey  Miyake (todavía puedo olerlo).
-Sí, estás guapísimo -contesté.
Llevaba unos pantalones vaqueros azul claro y una camisa de lino blanca con un dibujo bordado a modo de cadena en color azul añil. ¿Qué chaqueta llevas?
-No sé. Préstame una. 
-¡Chulo! Que sepas que llevas 200 dólares adornando tu lindo cuerpecito –dije acomodándole una vaquera de Banana Republic de color azul claro y con cuello de cuero blanco que me había regalado mi hermano por mi cumpleaños-. No la pierdas al tercer tequila.
  -¿Ves cómo sí está hecha la miel para el hocico de asno? -dijo mirándose en mi espejo, carcajeándose de su comentario-. ¡Me encanta! Bueno, guapa, me voy. Acaba de llamarme Rodrigo Gómezperalta y dice que viene conmigo. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Roberto se quedará hoy también en casa de Ana -dijo con retintín.   
Salió de mi habitación y regresó con un paquete que metió en mi armario.
-¿Qué es eso? –le pregunté sin poner demasiada atención.
-Es dinero. Te lo dejo por ahí. Ya lo cogeré cuando vuelva. Está más seguro en tu armario que en mi habitación, no vaya a ser que en una de sus crisis de aburrimiento a Rosalva se le ocurra hacernos una visita y… ¡Para qué te cuento!
Me dio un beso de despedida. Salió cantando la canción “Mi tierra” de Gloria Estefan. Seguro que también en su coche sonó ese compacto durante el viaje. Ese día era un hombre realmente feliz. Me encantó verle tan despreocupado y alegre.
Servio no regresó a dormir esa noche. No llamó para avisar pero no vi en ello motivo alguno para preocuparme. -Es el dueño de su empresa, tiene dinero y un amigo que tampoco tiene grandes responsabilidades laborales. Seguro que van camino a Acapulco para tomarse un banana frozen daiquiri. Ya llamará –pensé.
El lunes, alrededor de las ocho de la noche, Manuel telefoneó preguntando por su hermano. No había ido a trabajar y tampoco se había comunicado a la oficina. Estaba ansioso. Quería conocer al detalle los planes de Servio para el domingo: con quién salió, si pensaba regresar pronto…
-Servio jamás ha dejado de llamar a la oficina bajo ninguna circunstancia. Tenemos que encontrarlo -dijo.
 Al de dos horas estaba en la casa de Lomas de la Herradura con tres trajes perfectamente colgados en sus perchas y un neceser con lo imprescindible para dos o tres días. Vivía en Querétaro y no pensaba regresar a su casa hasta que apareciera Servio. Llamó a casa de Rodrigo Gómezperalta. Su madre tampoco tenía noticias de él desde la tarde del domingo y, según pudo percibir Manuel, estaba nerviosa. Después llamó a Roberto. Yo también le había llamado un par de horas antes. No sabía nada de Servio desde el domingo por la mañana. Había tratado de hablar con él pero no contestaba el móvil.
El martes a la mañana llamé a mi despacho. No podía ir a trabajar porque la policía se había presentado en casa a primera hora de la mañana. Necesitaban hacerme algunas preguntas. Se daba la coincidencia de que una semana antes había sido deportado un terrorista de la banda armada ETA que tenía mi mismo apellido. -El Sr. Servio  García de Baquedano pertenece a una familia adinerada y no podemos descartar la posibilidad de que haya sido víctima de un secuestro –dijo el inspector de policía-. Tampoco podemos descartar el robo –continuó-; antes de desaparecer el Sr. Servio había hecho la ronda de recaudación de las carretas de dulces por todas las estaciones de la ciudad y, seguramente, llevaba encima una cantidad considerable de dinero-. Dicho esto me confiscó mi forma migratoria, sin la que no podía abandonar el país, y se fue. Manuel me miraba desconfiado. ¿Cómo podía pensar que yo tenía algo que ver con la desaparición de su hermano? Cada vez que sonaba el teléfono mi corazón daba un vuelco y corría a cogerlo esperando que fuera él y que completamente borracho desde algún lugar de la República me invitara a unirme a su desmadre. Ni podía ni quería pensar que algo malo le había sucedido.
Al anochecer, Rodrigo, Manuel, y yo visitamos el Semefo, Servicio Médico Forense. No sé de quién fue la idea pero seguro que no fue mía. Estaba completamente segura de que no lo íbamos a encontrar allí. Nos dividimos. A cada uno de nosotros nos asignaron un funcionario para ayudarnos en la búsqueda. El lugar se dividía en cámaras: Las cámaras de refrigeración, para los cadáveres que iban llegando, y las de congelación, en las que los cadáveres no reclamados podían permanecer hasta tres meses.
 -No es necesario que visite usted la cámara de congelación -me dijo el funcionario- el cadáver que busca, dada la reciente fecha de desaparición, no puede estar ahí todavía.
 Me distraje por un instante con el comentario del funcionario – ¿visita? –pensé- yo no he venido de visita, nunca vendría aquí de visita, además, no sé qué hago aquí no busco ningún cadáver -me dije a mi misma-. La temperatura del recinto no superaba los ocho grados centígrados. Olía a alcohol, probablemente a formol. En las paredes podían distinguirse manchas de sangre seca. Yo no vi cadáveres. Los cadáveres –a decir de mi acompañante- no suscitan sentimientos. Yo vi treinta personas muertas. Personas que habían amado, odiado, reído, llorado, que habían vivido y que tenían a sus familias y amigos esperándolos en algún lugar. Pasé cerca de la sala de autopsias y mi guía se empeñó en mostrármela. Las mesas de autopsia estaban ocupadas –están trabajando- me dijo- y pude ver cómo los funcionarios, bajo mi mirada incrédula, engullían a toda prisa unos tacos de pollo con guacamole. No encontramos a Servio.
–Habrá que buscar en otra parte –dijo Manuel aliviado.
Cuando salimos de allí vomité hasta que no quedó nada en mi estómago.
Seguía sin dar señales de vida. Ya era miércoles y no sabíamos nada de él.
–En cuanto aparezca le mató –le dije a Roberto.
-¿Has considerado la posibilidad de que no aparezca? ¿Y si está muerto?
Me eché a llorar. Lloré toda la tarde. Lloré de preocupación, de pena, de nervios. La situación se estaba volviendo insostenible y además era todo aquello tan surrealista… Yo era una de las principales sospechosas en el expediente de desaparición.
Al día siguiente, Roberto y Ana vinieron a buscarme a la Universidad. Había tenido un examen y, aunque apenas había estudiado, me presenté. Estaban esperándome. Habían encontrado a Servio.  Roberto me abrazó y.... un escalofrío me atravesó el cuerpo. Al instante, supe que no volvería a ver a Servio con vida.   
-Lo siento mucho Lola…
-¡No! ¡No puede ser! –grité con todas mis fuerzas.
-Servio y Rodrigo están muertos. La policía ha encontrado los cuerpos semienterrados, a kilómetro y medio del Lago de Texcoco.
-¿Están seguros? Quizás se hayan equivocado y… -me desmayé antes de terminar la frase.
Cuando desperté, estaba tendida sobre una sucia camilla de la Comisaría de Policía de Huixquilucan. No podía moverme puesto que estaba atada de manos y pies, y cuando pedí explicaciones, un policía corpulento y con bigote me dijo:
-Señora Gorrotxategi, está usted arrestada por el asesinato del señor García de Baquedano y el señor Gómezperalta.      
-¿Cómo? Es evidente de que se trata de un error. Si me suelta, podremos aclarar todo este entuerto –no podía creer lo que me estaba pasando.
-Será mejor que se quede tranquila. En breve, cuando vuelvan mis compañeros de su casa, la soltaré y procederemos con el interrogatorio.
-¿Mi casa? ¿Qué interrogatorio?
-Tenemos orden de registrar su casa. Se le acusa de doble asesinato, además de colaborar con la banda armada ETA.
No me sirvió de nada explicarle al policía que era abogada y que estaría en graves problemas si no me soltaba de inmediato. Sonrió unas cuantas veces y se dirigió a su mesa, donde bebió abundante tequila mientras veía la tele. Dejó de prestarme atención. A medida que pasaron los minutos me sentí más angustiada. Las lágrimas comenzaron a empapar mi cara. ¿Dónde estarán Roberto y Manuel? –me dije. No tardé mucho en obtener la respuesta, ya que aparecieron los dos en comisaría, acompañados por dos policías trajeados.
            -¡Suéltenla de inmediato! Esta no es forma de tratar a una abogada –vociferó Roberto.
            -De acuerdo. Soltadla y traedla a la sala de interrogación –contestó uno de los policías trajeados.
            La sala de interrogación no era en realidad una sala, era un espacio que habían habilitado al fondo de la comisaría, usando para ello un par de biombos de madera; había una mesa y cuatro sillas. Los dos policías trajeados me miraron fijamente y esperaron a que me sentara. A Roberto y Manuel no les dejaron acercarse, tuvieron que esperar junto al policía bigotudo. Me sentía como si estuviese desnudándome en público.
            -Antes de comenzar con las preguntas, señora Gorrotxategi, ¿tiene algo que alegar? –preguntó uno de ellos.
            -Soy inocente. Yo no he matado a nadie. Si creen que confesaré un delito que no he cometido, se equivocan.
            -Todos los que se sientan en esa silla dicen lo mismo –soltó el otro.
            Le habría dado una torta si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo.         
-Quiero que Roberto se siente junto a mí. Puesto que tengo derecho a un abogado, será el quien me defienda.
          -Eso no va a suceder. Roberto era compañero de Servio y hasta que cerremos el caso es un sospechoso, por lo que no podrá defenderla, aunque dadas las pruebas que tenemos contra usted, en breve podrá pedirle consejo. Se pasará una buena temporada a la sombra.
           -¿Pruebas? ¿Qué pruebas? –en el fondo de mi ser deseaba que fuese todo un sueño, una vívida pesadilla.
            -Antes de mostrarle las pruebas, quiero que vea estas fotos –abrió una carpeta y desparramó unas cuantas fotografías por toda la mesa-. ¿Puede identificar los cuerpos?
            Con manos temblorosas, fui observando aquellas desagradables imágenes y me puse a llorar. Echaba de menos a Servio. Nuestra relación había sido corta pero intensa.
-Sí, son ellos…
-Muy bien. Pasemos ahora a las pruebas –llamó al policía bigotudo para que trajese una caja de cartón. Sacó una prenda de vestir y me miró con cara de perro. ¿Es suya esta chaqueta vaquera? La llevaba encima en señor García de Baquedano cuando lo desenterramos.
Reconocí de inmediato la chaqueta Banana Republic de color azul claro y con cuello de cuero blanco que le había prestado. Tendrían que enseñarme algo más convincente para poder encerrarme.
            -Es mía, se la presté a Servio antes de que se marchara de casa.
            -¿Le prestó una chaqueta suya al señor García de Baquedano? ¿Acaso no tenía él ninguna? –dijo uno.
            -¡Esa chaqueta demuestra que estaba usted con él cuando lo asesinó! –vociferó el otro.
            -¡Yo no he asesinado a nadie!
          -Calma clama… aún hay más –se apresuró a decir el primero-. El registro que hemos llevado a cabo en su casa ha sido muy interesante… –carraspeó ligeramente antes de continuar- ¿qué me dice de esto? –metió la mano en la caja de cartón y dejó caer un bulto.
            -Es un paquete… -balbuceé.
            -¡Exacto! Es un paquete lleno de dinero que hemos encontrado… ¡en su armario!
         -Está claro lo que ha pasado con el dinero de la recaudación de las carretas de dulces. Tras matarlos, cogió el dinero y lo guardó en su armario.
-No, yo no…
Aquellas fueron las últimas palabras que salieron de mi boca aquel día. Era bastante lógico que Servio llevase una chaqueta mía, puesto que al fin y al cabo éramos novios (entonces no lo tenía tan claro. Ahora que no está a mi lado, puedo decir que así era), pero no podía justificar que hubiese tanto dinero en mi armario. Me metieron en el calabozo y no me dejaron hablar con mis compañeros. En tres o cuatro días se celebraría el juicio, con los cargos de doble asesinato y pertenencia a banda armada. Lo tenía muy crudo.
En esos días previos al juicio, por lo menos me dejaron tener algunas visitas; los dos primeros días hablé con Manuel, Rosalva, y Vanessa, pero por mucho que insistí, no pude charlar con Roberto. Siempre me daban el mismo argumento: “no le está permitido ver al señor Gómez hasta el día del juicio”. No obstante, el día anterior al juicio tuve noticias de él, ya que su novia Ana vino a verme. No esperaba su visita. Noté que estaba muy nerviosa.
-Buenos días Lola… -dijo con un hilo de voz.
-Esperemos que sea peor que el día de mañana –le contesté por decir algo.
Ana deambuló por el calabozo hasta que se paró en seco. Se me acercó y se puso a llorar de forma desconsolada, como el escritor que ve arder su obra inacabada. Intenté animarla.
            -No te preocupes por mí… mañana se aclarará todo este lío.
          -En realidad no estoy aquí para hablar de eso. Mis temores son otros. No quiero que pienses que soy una desconsiderada o una insensible, pero hay algo que no me deja dormir.
            Aquel acto de sinceridad me dejó un poco confusa. Normalmente la gente no solía confesarme sus temores. Estando en el calabozo no podría servirle de gran ayuda, pero aun así dejé que se desahogara.
            -¿Qué te preocupa?
            -Tiene que ver con Roberto. Creo que… - se le hizo un nudo en la garganta.
            -¿Roberto? ¿Le ha sucedido algo? Hace días que no sé nada de él.
            -Creo que… me es infiel.
Podría haber pensado en muchas cosas negativas respecto a Roberto, pero nunca que fuese infiel. Mi incredulidad iba en aumento.
-¿Estás segura? Será mejor que no saques conclusiones precipitadas.
-Estoy segura por completo. He encontrado esto en un cajón de su mesita de noche.
Del bolsillo interior de su cazadora extrajo un colgante de plata, en cuyo extremo había una foto de una chica joven. Al examinar la foto detenidamente, pude ver un grabado que decía: te quiero mucho D. G. En ese instante, mis ojos se abrieron como platos. 
            -No sé quién es esta chavala, pero seguro que es un ligue de Roberto –dijo Ana convencida.
            -Tranquila, no es ningún ligue de Roberto.
            -¿Cómo lo sabes?
-Confía en mí, mañana obtendrás tu respuesta. Ahora, ve a casa y descansa.
El juicio se iba a celebrar en la Ciudad de México a primera hora de la mañana. Esa noche apenas pude pegar ojo, porque sentía la pérdida de Servio y porque la visita de Ana iba a resultar clave en el juicio. Cuando vinieron los policías al calabozo, me soltaron un buenos días de forma jocosa y me llevaron a un furgón blindado. Al de dos horas estaba en el vestíbulo del juzgado, preparada para demostrar mi inocencia. Al entrar en la sala principal, pude ver prácticamente a todos mis amigos y conocidos, incluido Roberto. Para defender mi causa me habían asignado un abogado de oficio que, en realidad, no tenía oficio ni beneficio. Menos mal que soy abogada, si no estaría ahora mismo pudriéndome en una cárcel de máxima seguridad.
El juicio comenzó como empiezan todos los juicios; el juez leyó los cargos que había contra mí y la fiscalía del estado presentó las pruebas que ya conocéis. Las réplicas y contrarréplicas de los abogados se alargaron un buen rato hasta que los testigos fueron subiendo al estrado. Los primeros en hablar fueron Manuel y Rosalva, y apenas aportaron datos importantes para la causa. Hablaron del trabajo que había desempeñado Servio en La Flecha Roja y detallaron con mayor o menor suerte las desavenencias que habían mantenido los hermanos durante años. Nada serio. Luego, me tocó hablar a mí y responder a las mismas preguntas que me habían hecho en comisaría.
-Como dije hace unos cuantos días, no tengo nada que ver con las muertes. La chaqueta se la presté a Servio y el dinero no lo robé. No sé si es de alguna recaudación, pero lo que sí sé es que me lo dio Servio para que lo guardara.
 Cuando respondí a todas las preguntas, hicimos una pausa de media hora, en la cual tuve que aclararle algunos conceptos legales a mi abogado. También le recordé que debía llamar a declarar a Ana para que hablase, entre otras cosas, del colgante que había encontrado en el cuarto de Roberto. Fue precisamente él, Roberto, el primero en subir al estrado cuando volvimos a ocupar nuestros respectivos lugares. Mi abogado no tardó en hacerle algunas preguntas.
-¿Me puede decir, señor Gómez, qué hizo el domingo, el día que los señores García de Baquedano y Gómezperalta se fueron a Feria del Caballo de Texcoco?
-Aquel día…  - se tomó su tiempo antes de contestar- estuve casi todo el tiempo en casa de Ana. No hicimos nada especial.
-Entiendo. ¿Y puede decirnos quién podría tener motivos para asesinarlos?
-Pues no, la verdad. Es verdad que los García de Baquedano son muy conocidos, al igual que su empresa de autobuses La Flecha Roja, y esto hace que cualquier maleante sin escrúpulos pueda estar detrás de ambos asesinatos -Roberto miró de reojo a Manuel y a Rosalva.
Roberto estuvo un buen rato en el estrado respondiendo preguntas. Después, por alusiones, fue Ana quien ocupó su lugar. Cuando se cruzaron no se miraron, era evidente que su relación no pasaba por un buen momento. Tras las impertinencias del fiscal, mi abogado retomó la palabra.  
-¿Qué relación tiene usted con la acusada? –extendió el brazo para señalarme.
-Bueno… diría que somos amigas. Tampoco es que seamos amigas del alma, pero nos respetamos mutuamente.
           -¿Y qué motivos tendría ella para matar los señores García de Baquedano y Gómezperalta? –un gran murmullo se apoderó de la sala. Aquella pregunta no me gustó, pero consiguió presionar a Ana y ponerla contra la espada y la pared.
            -Ella, ningún motivo…
            -¿Ella? ¿Está sugiriendo que alguien más los querría ver muertos?
            -Bueno…
            -Le recuerdo que está bajo juramento. Conteste con total sinceridad.
          -No digo que él sea el culpable, pero Roberto lleva meses echando pestes sobre Servio. La última frase de Ana explotó como una bomba en el juzgado. La gente empezó a gritar y Roberto entró en cólera. El juez tuvo que llamarlos al orden. Ana estaba resentida con Roberto a causa de la supuesta infidelidad y no dudó en sacar todos los trapos sucios de su relación. De su boca salieron otras perlas de indudable valor.
            -El fatídico día no estuvimos juntos todo el rato. Después de comer me dijo que tenía unos asuntos que atender y salió de mi casa raudo y veloz, como una flecha.
            -¡Como una flecha roja! –gritó uno de los presentes para hacerse el gracioso.
            Se volvió a montar una buena trifulca. Al juez no le quedó otra opción y volvió a parar el juicio durante otra media hora. Por enésima vez aquel día, le dije a mi abogado que no se olvidara de preguntarle a Ana sobre el colgante. Eso fue lo que hizo cuando tuvo ocasión.
            -Por lo que nos ha contado, parece claro que el señor Gómez no ha sido del todo honesto.
            -¡Protesto! Es una opinión personal y no un hecho demostrado –gritó al abogado de la acusación.
            -Protesta aceptada –dijo el juez-. Cíñase a preguntar, letrado.
            -De acuerdo… quiero enseñarles una prueba que demuestra que mi clienta es inocente –uno de los policías de la sala le mostró al juez un sobre transparente que contenía el colgante plateado.
            -Se admite la prueba. Siga con su defensa.
            -¿Podría decirnos qué es esto? –sacó el colgante y se lo enseñó a Ana.
            -Es un colgante que encontré en la mesilla de Roberto. Contiene una foto de alguien que no conozco. Será seguramente alguna amiguita nueva, la misma con la que estuvo aquel domingo por la tarde.
            Roberto volvió a cabrearse y tuvieron que sujetarle para que no saltara encima de Ana. Por primera vez aquel día, disfruté con el espectáculo en que se estaba convirtiendo el juicio. Aunque no era fácil concentrarse con todo aquel barullo, di con mi amiga Vanessa, que estaba sentada en la última fila de la izquierda y le guiñé el ojo. Acto seguido, me levanté y, en un acto de valentía, me dirigí a los presentes.
            -¡Yo sé quién es la chica de la foto! –mi voz apenas destacó sobre el griterío que aún reinaba en la sala.
            Cuando el juez logró calmar a los presentes, volví a la carga.
-¡Ese colgante es mío!
Al instante, todo el mundo calló. El juez me dijo que no podía hablar sin estar en el estrado. Por lo tanto, con una mueca le sugerí a mi abogado que terminase de hablar con Ana y que me llamara a mí. Así pues, no tarde en ocupar la silla de los testigos.
-Señora Gorrotxategi… ¿dice que este colgante es suyo?
-Así es. Es un regalo que me hicieron hace unos cuantos años.
-¿Y nos puede decir quién es la mujer de la foto?
-La mujer de la foto es una gran amiga mía que, lamentablemente, murió hace tres años.
El abogado de la acusación protestó un par de veces, ya que no entendía qué relevancia podía tener aquel colgante en el caso. El juez dejó que mi abogado continuara.
-Si este colgante es suyo, ¿cómo es que ha terminado en la mesita de coche del señor Gómez?
-Es imposible que lo tenga a menos que lo haya robado –dije mientras observaba a Roberto.
-¿Y, según usted, de dónde lo ha cogido?
-¡De la chaqueta vaquera que llevaba Servio el día que fue asesinado! –esta vez, hasta el juez se sorprendió con mi afirmación. Cuando recuperé el aliento, seguí con la explicación-. Es un colgante que siempre suelo llevar conmigo, nunca me lo quito, salvo contadas excepciones. Resulta que una de las noches, durante la cena, Servio me regaló un colgante con un crucifijo de oro, y para probármelo tuve que quitarme el mío.
-¿Y dónde lo guardo?
-En un bolsillo con cremallera de la chaqueta vaquera, la misma que le presté a Servio.
Roberto se levantó y se puso a gritar como un energúmeno:
-¡Eso no demuestra nada! ¡El colgante puede ser de otra persona!  
Estaba preparada para rebatir esa afirmación.
-Si se fijan bien, en la frase que lleva el colgante, dice: te quiero mucho D. G. Ésas son mis iniciales.
-¿Sus iniciales?
-Sí, D. G. de Dolores Gorrotxategi.
A partir de este punto no hace falta que les describa todo lo que sucedió a continuación. Les diré que gracias al colgante y a otras pruebas circunstanciales, mi abogado (gracias a mi inestimable ayuda) pudo demostrar que yo no tenía nada que ver con las muertes. Pero no crean que fue tan fácil; por una parte el fiscal y el abogado de la acusación intentaron, sin suerte, demostrar que fui yo quien dejó el colgante en la habitación de Roberto. Y por otra parte, me acusaron del robo del paquete lleno de dinero. Gracias al testimonio de Rosalva, supimos que las recaudaciones se guardaban en distintos tipos de sobres dependiendo de su procedencia, y que dadas las características del sobre que me dio Servio, era imposible que el dinero fuese de la recaudación de las carretas de dulces. El asunto de la pertenencia a ETA se solucionó de una forma más trivial. Bastaron un par de llamadas a la embajada española para saber que yo no era la persona que buscaban.
Al final, quedó demostrado que fue Roberto el que había asesinado a Servio y a Rodrigo. La gran pregunta que nos hicimos todos los presentes, y que me hago yo hoy en día, es por qué lo hizo. Las razones pueden ser varias: es posible que Roberto no soportase el éxito de Servio y de los García de Baquedano en general y que por eso acabase con sus vidas. O puede que se le fuese completamente la cabeza. La teoría más rocambolesca dice que en el fondo Roberto me amaba y que no podía soportar verme con otro hombre. Quién sabe.   
Ahora, si me disculpan, voy a terminar esta botella de tequila y me voy a marchar. Me espera un apasionante viaje a bordo de uno de los autobuses más modernos del país. Desde mi posición puedo leer esos grandes rótulos impresos a un costado: La Flecha Roja, más vale muertos que llegar tarde.

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