Las
casas encantadas que salen en los típicos relatos de terror no existen, sólo
son una burda exageración de la realidad, una grosería hacia el lector,
siniestras descripciones salidas de la mente de un escritor claramente
perturbado. Nuestro lado más primitivo del cerebro, aquel que está en contacto
directo con las emociones, nos dice que cuanta más grande, antigua y fea sea la
casa en cuestión, será más probable que algún fantasma o alma atormentada
deambule entre sus cuatro paredes. Pero tal cosa no es cierta; todas las casas,
incluidas las más modernas, pueden estar encantadas, y las posibilidades de
encontrarte con un inesperado inquilino son las mismas. Y esto, ¿por qué lo
digo? Pues porque yo mismo tuve que pasar una noche en una de esas malditas
casas. Pero antes de adelantar acontecimientos, dejen que les cuente la
historia desde el principio. Les juro que no les defraudará:
Llegué a Paris el 19 de octubre de 1982. Sin
apenas tiempo para descansar, me bajé en la estación del Norte y me dirigí al
metro. Tras media hora de trayecto embutido en aquella bestia metálica, llegué
al otro lado del Sena y salí a la superficie. Era un día soleado y muy caluroso,
apenas corría el viento y era muy complicado caminar entre tanta gente que
avanzaba a trompicones. Había quedado con dos colegas de profesión, neurólogos,
para asistir a un congreso médico que tendría lugar en la Universidad de París
Descartes y que duraría tres días. Tardé otro cuarto de hora en llegar a mi
destino y, sin apenas tiempo de saludar a nadie, corrí hacia la barra donde
servían los canapés y las bebidas, y me bebí de golpe dos copas de vino para
saciar mi sed. Una vez recuperado el aliento deambulé por el vestíbulo hasta
dar con mis amigos, quienes discutían de forma apasionada:
-¡Te
digo que es una patraña! –gritó Alex, el más bajito de los dos.
-No
estés tan seguro. Hay claras evidencias que indican todo lo contrario –contestó
Jack.
-¿Evidencias? El testimonio sesgado
de dos vagabundos no es base suficiente como para establecer una causalidad.
Parece mentira que seas neurólogo.
-¿Dos vagabundos? Te recuerdo que la
policía ha recibido más de cien llamadas en dos días para informar de sucesos
extraños. ¡Y aunque parezca mentira, los dos fuimos a la misma universidad!
Aquella
era una escena habitual, Alex y Jack disfrutaban chinchándose el uno al otro. Para
que la cosa no fuera a mayores, decidí intervenir:
-Chicos,
chicos… guardad esa efusividad para las charlas del congreso.
-¡Al
diablo con el congreso! –vociferaron al unísono.
-¿Qué?
¿Nada más llegar ya os queréis escaquear? Pues yo no pienso meterme en una
taberna de mala muerte para beber vino peleón y comer queso rancio.
-¿Es
que no te has enterado? –preguntó Jack.
-No…
¿enterarme de qué?
-De lo que ha sucedido en la
supuesta casa encantada del barrio latino, en la calle de Gay-Lussac –replicó Alex,
recalcando la palabra supuesta.
Antes de que prosiguieran
con la enrevesada historia que les relataré a continuación, volví a la barra y
me comí otros dos canapés; es mejor tener la tripa llena cuando a uno le
cuentan historias que transgreden la razón.
Según
mis dos compañeros (voy a omitir sus desavenencias para centrarme en los
detalles más rocambolescos), en una casa de la calle Gay-Lussac habían sucedido
cosas extrañas. Y por “cosas extrañas”
no se referían a que los inquilinos hubieran pagado todas las facturas. Al
parecer, un grupo de chavales había irrumpido en una casa que en ese momento se
encontraba vacía y, tras pasar la noche, habían salido claramente perturbados
por algo o alguien que los había asustado. Todos ellos coincidían en la
descripción: en la casa vivía el espíritu de una mujer joven que buscaba
desesperadamente a alguien, y durante toda la noche no había parado de gritar y
sollozar hasta quedarse sin voz. Eso fue todo lo que mis amigos me pudieron
contar sobre la supuesta casa encantada.
-La
historia es poco creíble, la verdad –les dije.
-Eso
mismo le estaba diciendo a Jack hace un momento.
-¡Calla
Alex! No quiero volver a discutir contigo. Si tan seguros estás de que todo es
una mentira, ¿por qué no vamos a la clínica psiquiátrica Villa Montsouris a
hablar con los chavales?
-¿Tan
mal están? –pregunté extrañado.
-No
todos. Algunos ya han vuelto a casa –afirmó Jack.
Después
de sopesarlo detenidamente, eso fue lo que hicimos. Decidimos de forma unánime
saltarnos el congreso (total, todos los congresos son iguales, la gente escucha
una o dos conferencias y se pasa el día comiendo canapés) para ir a la clínica psiquiátrica
Villa Montsouris; era un edifico sobrio de cinco plantas, pintado de un gris
oscuro, que pasaba desapercibido entre
aquellas oficinas de grandes ventanales. Dada nuestra condición de
neurólogos no nos impidieron la entrada, y nos condujeron hasta la segunda
planta donde se encontraban los jóvenes. Hablamos con el personal sanitario y
les pedimos que nos dejasen hablar con ellos a solas durante media hora. No
hubo problema. Dos o tres de ellos estaban demasiado sedados como para mantener
una conversación normal y apenas podían articular palabra. Otro estaba de pie
mirando por la ventana, inmóvil, dibujando nubes imaginarias con el dedo
índice; era nuestra mejor opción para obtener algo más de información
adicional. Me acerque con cuidado y dije:
-Disculpa…
¿podríamos hablar contigo un momento? –el chaval ni se inmutó.
-El
enfermero me ha dicho que se llama Fabien… –me susurró Alex a la oreja.
-Perdona
Fabien… –insistí- ¿puedo hacerte un par de preguntas?
Se
tomó su tiempo y, cuando se aburrió de dibujar corazones y castillos nubosos,
giró su cuerpo en dos fases (primero la cabeza y luego el resto del cuerpo) y
esbozó una sonrisa burlona. Después, habló con una voz muy grave y con marcado
acento francés:
-¡Hablaré
sólo contigo tío! Paso de estar rodeado de carrozas –dijo de forma muy ruda.
-De
acuerdo… si a mis compañeros no les importa, seré yo quien te haga las
preguntas -les guiñe el ojo a los dos y con un gesto de cabeza les pedí que nos
dejaran a solas. A regañadientes, me dieron una palmada en la espalda y se
alejaron hasta el otro extremo de la habitación-. Entonces, dime… -proseguí-
¿qué es lo que pasó exactamente en la casa?
-¡Venga
tío! No me has dicho tu nombre… ¿y ya quieres que te lo cuente todo?
-Tienes
razón, no me he presentado. Me llamo Stuart Darwin y soy periodista (decidí no
decirle que era neurólogo, ya que se habría puesto a la defensiva). Quiero
ayudarte.
-Muy
bien “Stu”, no sé exactamente qué quieres, pero ya hablé con la policía sobre
eso y no diré nada más –se tapó la boca con la mano.
-Ya
sé más o menos lo que pasó. Lo que quiero saber, en realidad, es para qué
entrasteis en la casa.
-Pues…
-Fabien se quedó callado un buen rato. Era como si le diera vergüenza admitir
el propósito de la incursión nocturna.
Volvió
a girarse y se puso de nuevo a garabatear figuras imaginarias. Era obvio que
quería saltarse esa parte de la historia, no deseaba soltar nada que pudiera
comprometer más su delicada situación y la de sus compañeros. Tuve que insistir
con firmeza, jurarle que no se lo contaría a la policía. Al final, accedió a
mis pretensiones.
-¡De
acuerdo “Stu”!, te confesaré todo, pero espero que no se lo digas a los
malditos polis.
-Te
lo prometo.
En ocasiones, la realidad supera a
la ficción, y lo que me contó Fabien no lo hubiese imaginado ni el mejor
guionista de cine. A medida que fueron saliendo las palabras de su boca, los
músculos de mi cara se fueron tensando. Resulta que los jóvenes se dedicaban a
montar partidas de póker clandestinas en casas ajenas. Primero se cercioraban
de que no hubiese nadie dentro en ese momento y, tras forzar la puerta de
entrada, montaban distintas mesas de juego (aunque él no lo dijo, me imagino
que tampoco faltarían el alcohol y otras drogas). Hasta este punto de la
historia no hay nada excesivamente raro, si dejamos de lado el hecho de que
asaltaban casas, pero… ¿saben qué más me confesó Fabien? Que solían invitar a
desconocidos a las partidas de póker con la intención de timarlos y quitarles
todo el dinero que llevasen encima. Y aún hay más, algo completamente increíble
(les puedo asegurar que pude sentir un pinchazo en mi cerebro cuando me explicó
cómo los engañaban). ¿Quieren saber cuál era el método empleado? Les hacían
creer que las casas estaban encantadas, poseídas por distintos espíritus que
vagaban por los pasillos y las habitaciones. Sí, lo han leído bien: hacían
creer a los ingenuos jugadores que en las casas sucedían fenómenos paranormales,
utilizando para ello todo tipo de utensilios, desde mesas trucadas que vibraban
hasta diversos aparatos lumínicos y acústicos. Las partidas comenzaban sin
sobresalto alguno, pero cuando las mesas se llenaban de dinero fresco,
ejecutaban un plan perfectamente estudiado, no dejaban nada en manos del azar.
En mitad de aquel caos organizado, aprovechando el miedo y la confusión
generada, y sin dejar que nadie cogiese el dinero, se largaban de las casas a
todo correr. Una vez que los jugadores engañados se marchaban por donde habían
venido (sabían que no irían a la policía, puesto que tendrían que admitir que
habían entrado en una casa de forma ilegal), volvían tranquilamente a la casa y
recogían todo, incluido el dinero. Se puede decir que tenían montado un plan
soberbio pero…
-¿Es
necesario que tengáis que fingir hasta el extremo de venir a la clínica
psiquiátrica? –le pregunté, orgulloso de mi razonamiento.
-¡Pero
no lo entiendes tío! Esta vez ha pasado de verdad… la casa sí está encantada.
-¿En
serio? Pues no sé qué pesar, la verdad. Después de lo que me has contado… -¿No
ves cómo estamos mis colegas y yo? Me han dado tantas pastillas que, si en vez
de tomarlas las hubiera vendido, tendría ahora más de doscientos francos en el
bolsillo.
-Es
mucha casualidad… -se me acercó un enfermero para decirme que ya había pasado
la media hora. Debíamos irnos. Le di las gracias a Fabien y volví con Alex y
Jack a las calurosas calles de París.
Mis
compañeros no se quedaron del todo satisfechos con el rápido resumen que les
hice y volvieron a mostrar sus diferencias:
-Se
metieron tantas drogas que no saben ni lo que vieron –dijo Alex convencido.
-Sabéis
tan bien como yo que esos chavales no están así por culpa de las drogas. Están
asustados de verdad –balbuceó Jack.
-Deberíamos
ir a la casa y verla con nuestros propios ojos –solté sin pensar demasiado.
Para mi sorpresa, los dos estuvieron de acuerdo.
La
multitud se agolpaba alrededor de la supuesta casa encantada, una vivienda cuya
fachada estaba un poco deteriorada por culpa de los excrementos de las palomas.
A pesar de este detalle, no me pareció una casa que pudiera aparecer en la revista de las casas encantadas, si es que existe realmente alguna revista de esa
índole. Había tantos curiosos que, la policía había acordonado la zona y no
dejaba que aquellos pirados vestidos con ropas psicodélicas y carteles
apocalípticos se acercasen a menos de diez metros de la acera. A pesar de que
ya habían pasado unos cuantos días desde la noche de los sucesos, la
expectación era máxima, nadie quería perderse detalle alguno de lo que pudiera
acontecer. El boca a boca había desvirtuado la historia y muchos de ellos nos
hablaron de luces extrañas que salían proyectadas desde las ventanas de la
casa. Otros afirmaban haber escuchado gritos y sonidos extraños que se perdían
en la oscuridad de la noche. La verdad, si puedo serles sincero, parecían
pesadillas inventadas que estaban enquistadas en las mentes de aquellos
chalados, sinsentidos que no aportaban ni ápice de cordura al espectáculo en el
que se estaba convirtiendo todo aquello.
Estaba
ya anocheciendo y cada minuto que pasaba llegaban más personas, espoleadas por
el deseo de enfrentarse a lo desconocido. Nos costó una barbaridad llegar hasta
el cordón policial, ya que tuvimos que apartar a la muchedumbre a base de
empujones y tirones. Una vez allí, vimos a los policías que a duras penas
podían mantener el orden; gritaban con megáfonos y pedían por favor que todos
volviesen a sus respectivas casas. Tendríamos que convencer a uno de los
policías para que nos dejase entrar, y éramos conscientes de que no nos iba a
resultar una tarea fácil. Cuando se nos acercó uno de ellos, lo abordamos sin
piedad, como una manada de hienas que salta sobre la carne en descomposición.
-Buenas
tardes señor agente. Me llamo Stuart Darwin, y mis colegas son Alex Bell y Jack Conrad. ¡Somos neurólogos!
–vociferé, pensando que el hecho de ser neurólogos nos daría plenos poderes
para hacer lo que quisiéramos.
-¡Y
qué desean! –nos gritó.
-Querríamos
visitar a la joven que vive en la casa –respondió Jack de forma jocosa, como
quien pide vez para ir al médico en medio de una reunión de médicos.
-¿Me
están tomando el pelo? Nadie puede entrar en la casa, a menos que…
-A
menos que… –dijo Alex.
-Esperen
un momento, ahora vuelvo.
El
policía se ausentó durante un buen rato. Primero vimos cómo retenía a una
pareja de jóvenes enamorados que intentaron saltarse el cordón policial; luego,
se acercó donde un compañero y, tras decirle algo a la oreja, nos miró de reojo
y nos señaló con el dedo. Acto seguido, cruzó la carretera, tiró de la pesada
puerta y entró en la casa. No comprendimos nada. En un abrir y cerrar de ojos,
lo vimos salir de la casa con una carpeta entre las manos. Finalmente, volvió a
cruzar la carretera para decirnos:
-Bien,
bien… ¿Cómo han dicho que se apellidan? Bell, Conrad y…
-Darwin
–me apresuré a decir.
-Veamos…
Babin, Chevalier, Dupont, Girard… pues ustedes no están. No pueden pasar.
-¿Y
por qué no? –inquirió Jack.
-¡Porque
no están en la lista! Para poder entrar, primero deben pedir permiso en la jefatura
de policía. Después, si la solicitud es aceptada (nos dejó bien claro que la
mayoría de las solicitudes eran
rechazadas. Policías, científicos y médicos tenían preferencia), la centralita
manda las listas y nosotros nos encargamos de que no haya excepciones.
-Nosotros
somos neurólogos y tenemos preferencia –afirmó Alex.
-¿Desean
que compruebe de nuevo la lista?
La
inflexibilidad del policía francés nos estaba sacando de nuestras casillas. Era
un hombre correoso. Volví a la carga:
-Mire
agente… comprendemos a la perfección que su deber es hacer que se cumplan las
reglas. El caso es que hemos venido desde Londres a un congreso médico muy importante; este acontecimiento nos ha pillado por
sorpresa y no hemos tenido tiempo para pedir todos los permisos. Nuestros
compañeros de profesión nos han pedido que vengamos a recopilar información. Es
muy importante que entremos en la casa.
-¿Y
nadie del congreso médico ha llamado para pedir permiso? –el agente no estaba
muy convencido.
-No
queremos llamar la atención. ¿Qué cree usted que pasará si se enteran de que
tres de los neurólogos más importantes del mundo están investigando lo ocurrido?
-no le dejé ni que abriera la boca.- La gente se volverá loca y vendrán muchos
más curiosos hasta aquí, desde todas las partes del mundo. Esto será un caos,
se lo aseguro. No creo que quiera que esto se descontrole todavía más, ¿verdad?
-Bueno…
-el policía se puso pálido- tendré que hablarlo con mi superior.
El
agente nos volvió a abandonar. Entró en la casa visiblemente malhumorado,
hastiado de tener que aguantar los caprichos de la gente que cada vez empujaba
con más ahínco. No tardó ni cinco minutos en salir a la calle. Estaba deseando
deshacerse de nosotros, por lo que no se anduvo con rodeos:
-De acuerdo, podrán ustedes entrar
en la casa esta noche. Mañana, cuando salga el sol, abandonarán la casa de inmediato
y dejarán de entrometerse en los asuntos de la policía. ¿Lo han entendido? –los
tres asentimos con la cabeza.
-¡Muchas gracias! Le prometo que no
le molestaremos más –le dije.
-Antes
de que se me olvide… hay una condición que deben aceptar. Tendrán que compartir
visita con la médium que sí está en
la lista.
-¿Quién?
–preguntamos los tres.
-Una
mujer mexicana que tiene poderes parapsicológicos. Utiliza una especie de güija para comunicarse con los muertos.
Se llama… -abrió la carpeta para consultar la lista- Julieta Cortés.
-¿Cortés?
¿Cómo el descubridor? Pues me da a mí que con esa güija pocas cosas va a descubrir en la casa –soltó Alex.
-Lo
que más me preocupa no es la güija,
sino el hecho de que la hayan aceptado, teniendo en cuenta el método científico que utiliza –añadió
Jack con sorna.
Es verdad que no nos hizo demasiada gracia tener que
entrar en la casa con aquella mujer enigmática que vestía con ropajes oscuros y
decía tener poderes ocultos. Según sus palabras: “expandiré nuestras mentes
hasta los confines del universo, uniré la energía que brota de nuestros cuerpos
para comunicarme con el espíritu de la mujer que vive confinada tras las
paredes de esta horrenda casa.”
A las diez de la noche entramos en la casa que, he
de admitirlo, no me pareció tan horrenda. Era una vivienda normal, con su
salón, la cocina, un baño y dos habitaciones; las paredes estaban decoradas con
feos cuadros que evocaban batallas navales del siglo XVII, y los armarios
estaban llenos de baratijas y regalos que uno va acumulando a lo largo de una
vida. Aunque la casa llevaba cerca de veinte años deshabitada, nos dijeron que
los últimos inquilinos habían sido un médico francés, su mujer enferma (estaba
aquejada de una extraña dolencia incurable), la hija de diez años y la chacha
que se dedicaba a ordenar y limpiar la casa. Al parecer, todos ellos habían
desaparecido sin dejar rastro. Algunos creían que el marido había matado a toda
la familia, incluida la chacha, porque no podía soportar el sufrimiento de su
mujer. Otros, en cambio, aseguraban que habían dejado París para irse a África
en busca de aventuras.
Nada más entrar, Jack y Alex comenzaron a discutir
por enésima vez aquel día. Yo aproveché para hablar con Julieta, que estaba ya
disponiendo la güija en mitad del salón, junto a velas perfumadas de distintos
colores. Estaba muy concentrada, y me dio cierto reparo molestarla.
-Señora Cortés, ¿me podría decir qué piensa hacer
exactamente?
-Por favor, llámame Julieta, Stuart. Lo que voy a
hacer es bien sencillo. Primero llamaré a las almas atormentadas que pueda
haber en esta casa, y luego intentaré ponerme en contacto con ellas. Las velas
ayudan en la invocación y la güija es para comunicarnos con los espíritus–en ese
instante miré de reojo a mis amigos y pensé que los atormentados éramos
nosotros por tener que aguantar las excentricidades de aquella mujer-. Y vosotros,
¿Qué vais a hacer?
-Nada… esperaremos a ver si aparece algún espíritu.
-Pues mientras vais
esperando, ayúdame a colocar más velas, por favor.
Coloqué
otras tres velas en el otro extremo del salón y me senté en junto a Alex y
Jack. Eran ya las diez y media, la oscuridad era casi total (Julieta no nos dejó
encender las luces porque la pureza de las almas se corrompe si se las asusta
con luces extrañas). No pasó nada interesante durante los siguientes cuarenta
minutos: Alex se fumó dos cigarros, Jack se bebió una copita de coñac, Julieta puso
algo de música (Jack me dijo que era el grupo Christian Death) y yo intenté por todos los medios no quedarme
dormido. Hacia las once y media, Julieta alzó sus raquíticos brazos y dijo:
-Es
la hora, ha llegado el momento de comunicarnos con los muertos.
-¿Ya?
–preguntó Jack.
-Sí,
estoy sintiendo fluctuaciones de la energía en esta sala.
-Será
de los pedos que me estoy tirando… -me susurró Alex a la oreja.
-¡Callad!
¡No me interrumpáis! –movió su cuerpo con un raro vaivén y siguió hablando-. No
tengas miedo, no te haremos daño. Únete a nosotros y cuéntanos qué es lo que te
preocupa, la luz de las velas será tu guía.
Nuestra
mente científica todavía no puede explicar muy bien qué es lo que sucedió en
aquel momento; la pared de enfrente se expandió y se contrajo como si fuera
plastilina, vibró durante un buen rato, perdió su forma original para
mostrarnos la figura delgada de una mujer, que iba vestida con una falda, una
blusa y un mandil. ¡Era, sin lugar a dudas, la chacha que había trabajado en
aquella casa durante años! Desorientados por aquella súbita aparición (admito
que teníamos miedo de aquella siniestra mujer), los hombres nos alejamos un par
de pasos. Julieta, entonces, se acercó a la güija y preguntó:
-¿Cómo
te llamas? –colocó una pequeña pieza de madera en el centro y dejó que la
energía de la mujer, o lo que fuese, hiciera el resto. El cacho de madera se
fue moviendo por las distintas letras, empezando desde la “R”, pasando por la “O”
y la “S” hasta llegar a la “E”.
-Rose…
te llamas Rose. ¿Y qué es lo que te atormenta?
Julieta
fue haciéndole preguntas indiscriminadas a la extraña mujer que cargaba con un
profundo pesar. Efectivamente, había trabajado durante años en aquella casa. Había
cuidado de toda la familia, en especial de la mujer enferma, y había tenido que
aguantar los caprichos del excéntrico marido y de la hija mimada.
El
sistema de la güija era arduo y lento, por lo que la respuestas de Rose
tardaban una eternidad en completarse. Ella no tenía prisa, pero nosotros estábamos
impacientándonos.
-¿La
chica es muda o qué? Si ya está aquí, ¿por qué no habla directamente? No
entiendo nada –comentó Jack.
-¡Qué
más da! ¡Deja de decir tonterías! –le contestó Alex.
De
pronto, tras la enésima pregunta de Julieta, un grito desgarrador salido de la
garganta de Rose nos golpeó sin piedad, nos sacó de nuestra relativa zona de
seguridad para empujarnos a un pozo sin
fondo de locura e insensatez. Julieta no se arredró y volvió a preguntar:
-Rose,
¿qué buscas exactamente?
El cacho de madera de la güja no se
movió. Esta vez, un maullido estridente resonó por toda la casa y nos dejó
paralizados. El maullido fue tan ensordecedor, que la güija se estampó contra
el techo, rompiéndose en mil pedazos.
-Se
acabó la entrevista –dijo Jack.
-Y también la paciencia de la señora
Cortés, me temo –añadí.
Los
cuatro nos quedamos paralizados, petrificados ante la figura de la chacha que estaba
muy enfadada. Levitó un buen rato por el salón y volvió a gritar un par de
veces. Súbitamente, nos miró fijamente con los ojos bañados en sangre y nos
habló. Pudimos oír su contundente voz, de forma alta y clara.
-¡Busco
a mi compañero, que me fue fiel hasta el último día de su vida! –volvió a
moverse de un lado a otro.
-Esta
tía fue la amante del médico, seguro -masculló Alex.
-Calla…
no la cabrees más… -murmuró Jack.
Tras
un incómodo silencio, y viendo que Julieta no decía nada, pregunté:
-¿Buscas
a tu compañero? Pues aquí no hay nadie, excepto nosotros. Si nos dijeses qué
aspecto tiene…
-¡Mentira!
¡Sé que está en la casa! ¿Acaso no lo habéis oído? Sus maullidos son
inconfundibles… ¡Escuchad!
En
un primer momento no oímos nada. Al de un rato, no obstante, nos llegó a los
oídos el mismo maullido ensordecedor, que casi nos destrozó los tímpanos.
-Tu
compañero fiel es… ¿un gato? –dijo Julieta asombrada.
-Por
supuesto. No pensaríais que me refería a algún miembro de la estúpida e
incompetente familia que vivió aquí, ¿verdad?
-Hombre…
es más lógico… –contesté, a pesar de que estaba viviendo uno de los días más
extraños de mi vida.
-No
puedo dejar que mi gato viva sólo. Por eso, debo llevármelo conmigo.
-¿Te
das cuenta que tu gato lleva años muerto?
-Yo
también llevo muchos años muerta y no lo he visto en el otro lado.
-¿Y
si fueron los dueños de la casa los que se llevaron a tu gato cuando abandonaron
la casa?
-Eso
es imposible porque…
De
golpe, se apagaron todas las velas del salón y nos quedamos a oscuras. La
chacha volvió a gritar de nuevo y el miedo se apoderó de todos nosotros; no
podíamos ver nada. Los gritos de ella se entremezclaron con los alaridos de sufrimiento
de mis compañeros, quienes estarían viendo las mismas imágenes que se
proyectaban en mi mente: una cabeza calva destrozada con un hacha, paredes
llenas de salpicadura de sangre, cuerpos desmembrados, un gato comiéndose las
vísceras de una mujer y… una joven niña ardiendo en llamas.
-No
es posible que ellos se lo llevaran porque... ¡Los maté a todos!
Cuando
las últimas palabras salieron de la boca de Rose, las velas volvieron a
encenderse. No había ni rastro de ella, había desaparecido, y para cuando nos
dimos cuenta, la médium ya estaba abriendo la puerta principal para salir a la
calle. No la volvimos a ver nunca. Como comprenderán, dejamos todo como estaba
y salimos de aquella maldita casa de inmediato. La noche era muy fría y allí no
había nadie, ni policías enfadados, ni chalados que hiciesen cola para entrar.
Me imagino que habrían huido despavoridos a causa del jaleo que se había
montado.
Quisiera
poder afirmar que todo lo vivido fue una alucinación causada por el olor de las
velas perfumadas, pero estaría faltando a la verdad. No puedo negar lo que vi y
escuche aquella noche en la casa encantada. Cuando abracé a Alex y a Jack por
el cuello, pude notar una heridas con forma de garra que no dejaban de sangrar.
Parecía como si… un gato los hubiera arañado. Lo único que acerté a decir fue:
- Venga, os invito a una copa de
vino peleón y un poco de queso rancio.
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