jueves, 6 de diciembre de 2012

La casa encantada



Las casas encantadas que salen en los típicos relatos de terror no existen, sólo son una burda exageración de la realidad, una grosería hacia el lector, siniestras descripciones salidas de la mente de un escritor claramente perturbado. Nuestro lado más primitivo del cerebro, aquel que está en contacto directo con las emociones, nos dice que cuanta más grande, antigua y fea sea la casa en cuestión, será más probable que algún fantasma o alma atormentada deambule entre sus cuatro paredes. Pero tal cosa no es cierta; todas las casas, incluidas las más modernas, pueden estar encantadas, y las posibilidades de encontrarte con un inesperado inquilino son las mismas. Y esto, ¿por qué lo digo? Pues porque yo mismo tuve que pasar una noche en una de esas malditas casas. Pero antes de adelantar acontecimientos, dejen que les cuente la historia desde el principio. Les juro que no les defraudará:
 Llegué a Paris el 19 de octubre de 1982. Sin apenas tiempo para descansar, me bajé en la estación del Norte y me dirigí al metro. Tras media hora de trayecto embutido en aquella bestia metálica, llegué al otro lado del Sena y salí a la superficie. Era un día soleado y muy caluroso, apenas corría el viento y era muy complicado caminar entre tanta gente que avanzaba a trompicones. Había quedado con dos colegas de profesión, neurólogos, para asistir a un congreso médico que tendría lugar en la Universidad de París Descartes y que duraría tres días. Tardé otro cuarto de hora en llegar a mi destino y, sin apenas tiempo de saludar a nadie, corrí hacia la barra donde servían los canapés y las bebidas, y me bebí de golpe dos copas de vino para saciar mi sed. Una vez recuperado el aliento deambulé por el vestíbulo hasta dar con mis amigos, quienes discutían de forma apasionada:
-¡Te digo que es una patraña! –gritó Alex, el más bajito de los dos.
-No estés tan seguro. Hay claras evidencias que indican todo lo contrario –contestó Jack.
         -¿Evidencias? El testimonio sesgado de dos vagabundos no es base suficiente como para establecer una causalidad. Parece mentira que seas neurólogo.
           -¿Dos vagabundos? Te recuerdo que la policía ha recibido más de cien llamadas en dos días para informar de sucesos extraños. ¡Y aunque parezca mentira, los dos fuimos a la misma universidad!
Aquella era una escena habitual, Alex y Jack disfrutaban chinchándose el uno al otro. Para que la cosa no fuera a mayores, decidí intervenir:
-Chicos, chicos… guardad esa efusividad para las charlas del congreso.
-¡Al diablo con el congreso! –vociferaron al unísono.
-¿Qué? ¿Nada más llegar ya os queréis escaquear? Pues yo no pienso meterme en una taberna de mala muerte para beber vino peleón y comer queso rancio.
-¿Es que no te has enterado? –preguntó Jack.
-No… ¿enterarme de qué?
          -De lo que ha sucedido en la supuesta casa encantada del barrio latino, en la calle de Gay-Lussac –replicó Alex, recalcando la palabra supuesta.  
             Antes de que prosiguieran con la enrevesada historia que les relataré a continuación, volví a la barra y me comí otros dos canapés; es mejor tener la tripa llena cuando a uno le cuentan historias que transgreden la razón.
Según mis dos compañeros (voy a omitir sus desavenencias para centrarme en los detalles más rocambolescos), en una casa de la calle Gay-Lussac habían sucedido cosas extrañas. Y por “cosas extrañas” no se referían a que los inquilinos hubieran pagado todas las facturas. Al parecer, un grupo de chavales había irrumpido en una casa que en ese momento se encontraba vacía y, tras pasar la noche, habían salido claramente perturbados por algo o alguien que los había asustado. Todos ellos coincidían en la descripción: en la casa vivía el espíritu de una mujer joven que buscaba desesperadamente a alguien, y durante toda la noche no había parado de gritar y sollozar hasta quedarse sin voz. Eso fue todo lo que mis amigos me pudieron contar sobre la supuesta casa encantada.
-La historia es poco creíble, la verdad –les dije.
-Eso mismo le estaba diciendo a Jack hace un momento.
-¡Calla Alex! No quiero volver a discutir contigo. Si tan seguros estás de que todo es una mentira, ¿por qué no vamos a la clínica psiquiátrica Villa Montsouris a hablar con los chavales?
-¿Tan mal están? –pregunté extrañado.
-No todos. Algunos ya han vuelto a casa –afirmó Jack.
Después de sopesarlo detenidamente, eso fue lo que hicimos. Decidimos de forma unánime saltarnos el congreso (total, todos los congresos son iguales, la gente escucha una o dos conferencias y se pasa el día comiendo canapés) para ir a la clínica psiquiátrica Villa Montsouris; era un edifico sobrio de cinco plantas, pintado de un gris oscuro, que pasaba desapercibido entre  aquellas oficinas de grandes ventanales. Dada nuestra condición de neurólogos no nos impidieron la entrada, y nos condujeron hasta la segunda planta donde se encontraban los jóvenes. Hablamos con el personal sanitario y les pedimos que nos dejasen hablar con ellos a solas durante media hora. No hubo problema. Dos o tres de ellos estaban demasiado sedados como para mantener una conversación normal y apenas podían articular palabra. Otro estaba de pie mirando por la ventana, inmóvil, dibujando nubes imaginarias con el dedo índice; era nuestra mejor opción para obtener algo más de información adicional. Me acerque con cuidado y dije:
-Disculpa… ¿podríamos hablar contigo un momento? –el chaval ni se inmutó.
-El enfermero me ha dicho que se llama Fabien… –me susurró Alex a la oreja.
-Perdona Fabien… –insistí- ¿puedo hacerte un par de preguntas?
Se tomó su tiempo y, cuando se aburrió de dibujar corazones y castillos nubosos, giró su cuerpo en dos fases (primero la cabeza y luego el resto del cuerpo) y esbozó una sonrisa burlona. Después, habló con una voz muy grave y con marcado acento francés:
-¡Hablaré sólo contigo tío! Paso de estar rodeado de carrozas –dijo de forma muy ruda.
-De acuerdo… si a mis compañeros no les importa, seré yo quien te haga las preguntas -les guiñe el ojo a los dos y con un gesto de cabeza les pedí que nos dejaran a solas. A regañadientes, me dieron una palmada en la espalda y se alejaron hasta el otro extremo de la habitación-. Entonces, dime… -proseguí- ¿qué es lo que pasó exactamente en la casa?
-¡Venga tío! No me has dicho tu nombre… ¿y ya quieres que te lo cuente todo?
-Tienes razón, no me he presentado. Me llamo Stuart Darwin y soy periodista (decidí no decirle que era neurólogo, ya que se habría puesto a la defensiva). Quiero ayudarte.
-Muy bien “Stu”, no sé exactamente qué quieres, pero ya hablé con la policía sobre eso y no diré nada más –se tapó la boca con la mano.
-Ya sé más o menos lo que pasó. Lo que quiero saber, en realidad, es para qué entrasteis en la casa.
-Pues… -Fabien se quedó callado un buen rato. Era como si le diera vergüenza admitir el propósito de la incursión nocturna.
Volvió a girarse y se puso de nuevo a garabatear figuras imaginarias. Era obvio que quería saltarse esa parte de la historia, no deseaba soltar nada que pudiera comprometer más su delicada situación y la de sus compañeros. Tuve que insistir con firmeza, jurarle que no se lo contaría a la policía. Al final, accedió a mis pretensiones.
-¡De acuerdo “Stu”!, te confesaré todo, pero espero que no se lo digas a los malditos polis.
-Te lo prometo.
          En ocasiones, la realidad supera a la ficción, y lo que me contó Fabien no lo hubiese imaginado ni el mejor guionista de cine. A medida que fueron saliendo las palabras de su boca, los músculos de mi cara se fueron tensando. Resulta que los jóvenes se dedicaban a montar partidas de póker clandestinas en casas ajenas. Primero se cercioraban de que no hubiese nadie dentro en ese momento y, tras forzar la puerta de entrada, montaban distintas mesas de juego (aunque él no lo dijo, me imagino que tampoco faltarían el alcohol y otras drogas). Hasta este punto de la historia no hay nada excesivamente raro, si dejamos de lado el hecho de que asaltaban casas, pero… ¿saben qué más me confesó Fabien? Que solían invitar a desconocidos a las partidas de póker con la intención de timarlos y quitarles todo el dinero que llevasen encima. Y aún hay más, algo completamente increíble (les puedo asegurar que pude sentir un pinchazo en mi cerebro cuando me explicó cómo los engañaban). ¿Quieren saber cuál era el método empleado? Les hacían creer que las casas estaban encantadas, poseídas por distintos espíritus que vagaban por los pasillos y las habitaciones. Sí, lo han leído bien: hacían creer a los ingenuos jugadores que en las casas sucedían fenómenos paranormales, utilizando para ello todo tipo de utensilios, desde mesas trucadas que vibraban hasta diversos aparatos lumínicos y acústicos. Las partidas comenzaban sin sobresalto alguno, pero cuando las mesas se llenaban de dinero fresco, ejecutaban un plan perfectamente estudiado, no dejaban nada en manos del azar. En mitad de aquel caos organizado, aprovechando el miedo y la confusión generada, y sin dejar que nadie cogiese el dinero, se largaban de las casas a todo correr. Una vez que los jugadores engañados se marchaban por donde habían venido (sabían que no irían a la policía, puesto que tendrían que admitir que habían entrado en una casa de forma ilegal), volvían tranquilamente a la casa y recogían todo, incluido el dinero. Se puede decir que tenían montado un plan soberbio pero…
-¿Es necesario que tengáis que fingir hasta el extremo de venir a la clínica psiquiátrica? –le pregunté, orgulloso de mi razonamiento.
-¡Pero no lo entiendes tío! Esta vez ha pasado de verdad… la casa sí está encantada.
-¿En serio? Pues no sé qué pesar, la verdad. Después de lo que me has contado…            -¿No ves cómo estamos mis colegas y yo? Me han dado tantas pastillas que, si en vez de tomarlas las hubiera vendido, tendría ahora más de doscientos francos en el bolsillo.
-Es mucha casualidad… -se me acercó un enfermero para decirme que ya había pasado la media hora. Debíamos irnos. Le di las gracias a Fabien y volví con Alex y Jack a las calurosas calles de París.       
Mis compañeros no se quedaron del todo satisfechos con el rápido resumen que les hice y volvieron a mostrar sus diferencias:
-Se metieron tantas drogas que no saben ni lo que vieron –dijo Alex convencido.
-Sabéis tan bien como yo que esos chavales no están así por culpa de las drogas. Están asustados de verdad –balbuceó Jack.  
-Deberíamos ir a la casa y verla con nuestros propios ojos –solté sin pensar demasiado. Para mi sorpresa, los dos estuvieron de acuerdo.
La multitud se agolpaba alrededor de la supuesta casa encantada, una vivienda cuya fachada estaba un poco deteriorada por culpa de los excrementos de las palomas. A pesar de este detalle, no me pareció una casa que pudiera aparecer en la revista de las casas encantadas, si es que existe realmente alguna revista de esa índole. Había tantos curiosos que, la policía había acordonado la zona y no dejaba que aquellos pirados vestidos con ropas psicodélicas y carteles apocalípticos se acercasen a menos de diez metros de la acera. A pesar de que ya habían pasado unos cuantos días desde la noche de los sucesos, la expectación era máxima, nadie quería perderse detalle alguno de lo que pudiera acontecer. El boca a boca había desvirtuado la historia y muchos de ellos nos hablaron de luces extrañas que salían proyectadas desde las ventanas de la casa. Otros afirmaban haber escuchado gritos y sonidos extraños que se perdían en la oscuridad de la noche. La verdad, si puedo serles sincero, parecían pesadillas inventadas que estaban enquistadas en las mentes de aquellos chalados, sinsentidos que no aportaban ni ápice de cordura al espectáculo en el que se estaba convirtiendo todo aquello.
Estaba ya anocheciendo y cada minuto que pasaba llegaban más personas, espoleadas por el deseo de enfrentarse a lo desconocido. Nos costó una barbaridad llegar hasta el cordón policial, ya que tuvimos que apartar a la muchedumbre a base de empujones y tirones. Una vez allí, vimos a los policías que a duras penas podían mantener el orden; gritaban con megáfonos y pedían por favor que todos volviesen a sus respectivas casas. Tendríamos que convencer a uno de los policías para que nos dejase entrar, y éramos conscientes de que no nos iba a resultar una tarea fácil. Cuando se nos acercó uno de ellos, lo abordamos sin piedad, como una manada de hienas que salta sobre la carne en descomposición.
-Buenas tardes señor agente. Me llamo Stuart Darwin, y mis colegas son Alex Bell y Jack Conrad. ¡Somos neurólogos! –vociferé, pensando que el hecho de ser neurólogos nos daría plenos poderes para hacer lo que quisiéramos.  
-¡Y qué desean! –nos gritó.
-Querríamos visitar a la joven que vive en la casa –respondió Jack de forma jocosa, como quien pide vez para ir al médico en medio de una reunión de médicos.
-¿Me están tomando el pelo? Nadie puede entrar en la casa, a menos que…
-A menos que… –dijo Alex.
-Esperen un momento, ahora vuelvo.
 El policía se ausentó durante un buen rato. Primero vimos cómo retenía a una pareja de jóvenes enamorados que intentaron saltarse el cordón policial; luego, se acercó donde un compañero y, tras decirle algo a la oreja, nos miró de reojo y nos señaló con el dedo. Acto seguido, cruzó la carretera, tiró de la pesada puerta y entró en la casa. No comprendimos nada. En un abrir y cerrar de ojos, lo vimos salir de la casa con una carpeta entre las manos. Finalmente, volvió a cruzar la carretera para decirnos:
-Bien, bien… ¿Cómo han dicho que se apellidan? Bell, Conrad y…
-Darwin –me apresuré a decir.
-Veamos… Babin, Chevalier, Dupont, Girard… pues ustedes no están. No pueden pasar.  
-¿Y por qué no? –inquirió Jack.
-¡Porque no están en la lista! Para poder entrar, primero deben pedir permiso en la jefatura de policía. Después, si la solicitud es aceptada (nos dejó bien claro que la mayoría  de las solicitudes eran rechazadas. Policías, científicos y médicos tenían preferencia), la centralita manda las listas y nosotros nos encargamos de que no haya excepciones.
-Nosotros somos neurólogos y tenemos preferencia –afirmó Alex.
-¿Desean que compruebe de nuevo la lista?
 La inflexibilidad del policía francés nos estaba sacando de nuestras casillas. Era un hombre correoso. Volví a la carga:
-Mire agente… comprendemos a la perfección que su deber es hacer que se cumplan las reglas. El caso es que hemos venido desde Londres a un congreso médico muy importante;  este acontecimiento nos ha pillado por sorpresa y no hemos tenido tiempo para pedir todos los permisos. Nuestros compañeros de profesión nos han pedido que vengamos a recopilar información. Es muy importante que entremos en la casa.
-¿Y nadie del congreso médico ha llamado para pedir permiso? –el agente no estaba muy convencido.
-No queremos llamar la atención. ¿Qué cree usted que pasará si se enteran de que tres de los neurólogos más importantes del mundo están investigando lo ocurrido? -no le dejé ni que abriera la boca.- La gente se volverá loca y vendrán muchos más curiosos hasta aquí, desde todas las partes del mundo. Esto será un caos, se lo aseguro. No creo que quiera que esto se descontrole todavía más, ¿verdad?
-Bueno… -el policía se puso pálido- tendré que hablarlo con mi superior.
 El agente nos volvió a abandonar. Entró en la casa visiblemente malhumorado, hastiado de tener que aguantar los caprichos de la gente que cada vez empujaba con más ahínco. No tardó ni cinco minutos en salir a la calle. Estaba deseando deshacerse de nosotros, por lo que no se anduvo con rodeos:
            -De acuerdo, podrán ustedes entrar en la casa esta noche. Mañana, cuando salga el sol, abandonarán la casa de inmediato y dejarán de entrometerse en los asuntos de la policía. ¿Lo han entendido? –los tres asentimos con la cabeza.
            -¡Muchas gracias! Le prometo que no le molestaremos más –le dije.
            -Antes de que se me olvide… hay una condición que deben aceptar. Tendrán que compartir visita con la médium que sí está en la lista.  
-¿Quién? –preguntamos los tres.
-Una mujer mexicana que tiene poderes parapsicológicos. Utiliza una especie de güija para comunicarse con los muertos. Se llama… -abrió la carpeta para consultar la lista- Julieta Cortés.   
-¿Cortés? ¿Cómo el descubridor? Pues me da a mí que con esa güija pocas cosas va a descubrir en la casa –soltó Alex.
-Lo que más me preocupa no es la güija, sino el hecho de que la hayan aceptado, teniendo en cuenta el método científico que utiliza –añadió Jack con sorna.
Es verdad que no nos hizo demasiada gracia tener que entrar en la casa con aquella mujer enigmática que vestía con ropajes oscuros y decía tener poderes ocultos. Según sus palabras: “expandiré nuestras mentes hasta los confines del universo, uniré la energía que brota de nuestros cuerpos para comunicarme con el espíritu de la mujer que vive confinada tras las paredes de esta horrenda casa.” 
A las diez de la noche entramos en la casa que, he de admitirlo, no me pareció tan horrenda. Era una vivienda normal, con su salón, la cocina, un baño y dos habitaciones; las paredes estaban decoradas con feos cuadros que evocaban batallas navales del siglo XVII, y los armarios estaban llenos de baratijas y regalos que uno va acumulando a lo largo de una vida. Aunque la casa llevaba cerca de veinte años deshabitada, nos dijeron que los últimos inquilinos habían sido un médico francés, su mujer enferma (estaba aquejada de una extraña dolencia incurable), la hija de diez años y la chacha que se dedicaba a ordenar y limpiar la casa. Al parecer, todos ellos habían desaparecido sin dejar rastro. Algunos creían que el marido había matado a toda la familia, incluida la chacha, porque no podía soportar el sufrimiento de su mujer. Otros, en cambio, aseguraban que habían dejado París para irse a África en busca de aventuras.     
Nada más entrar, Jack y Alex comenzaron a discutir por enésima vez aquel día. Yo aproveché para hablar con Julieta, que estaba ya disponiendo la güija en mitad del salón, junto a velas perfumadas de distintos colores. Estaba muy concentrada, y me dio cierto reparo molestarla.
-Señora Cortés, ¿me podría decir qué piensa hacer exactamente?
-Por favor, llámame Julieta, Stuart. Lo que voy a hacer es bien sencillo. Primero llamaré a las almas atormentadas que pueda haber en esta casa, y luego intentaré ponerme en contacto con ellas. Las velas ayudan en la invocación y la güija es para comunicarnos con los espíritus–en ese instante miré de reojo a mis amigos y pensé que los atormentados éramos nosotros por tener que aguantar las excentricidades de aquella mujer-. Y vosotros, ¿Qué vais a hacer?
-Nada… esperaremos a ver si aparece algún espíritu.
-Pues mientras vais esperando, ayúdame a colocar más velas, por favor.    
Coloqué otras tres velas en el otro extremo del salón y me senté en junto a Alex y Jack. Eran ya las diez y media, la oscuridad era casi total (Julieta no nos dejó encender las luces porque la pureza de las almas se corrompe si se las asusta con luces extrañas). No pasó nada interesante durante los siguientes cuarenta minutos: Alex se fumó dos cigarros, Jack se bebió una copita de coñac, Julieta puso algo de música (Jack me dijo que era el grupo Christian Death) y yo intenté por todos los medios no quedarme dormido. Hacia las once y media, Julieta alzó sus raquíticos brazos y dijo:
-Es la hora, ha llegado el momento de comunicarnos con los muertos.
-¿Ya? –preguntó Jack.
-Sí, estoy sintiendo fluctuaciones de la energía en esta sala.
-Será de los pedos que me estoy tirando… -me susurró Alex a la oreja.
-¡Callad! ¡No me interrumpáis! –movió su cuerpo con un raro vaivén y siguió hablando-. No tengas miedo, no te haremos daño. Únete a nosotros y cuéntanos qué es lo que te preocupa, la luz de las velas será tu guía.
Nuestra mente científica todavía no puede explicar muy bien qué es lo que sucedió en aquel momento; la pared de enfrente se expandió y se contrajo como si fuera plastilina, vibró durante un buen rato, perdió su forma original para mostrarnos la figura delgada de una mujer, que iba vestida con una falda, una blusa y un mandil. ¡Era, sin lugar a dudas, la chacha que había trabajado en aquella casa durante años! Desorientados por aquella súbita aparición (admito que teníamos miedo de aquella siniestra mujer), los hombres nos alejamos un par de pasos. Julieta, entonces, se acercó a la güija y preguntó:
-¿Cómo te llamas? –colocó una pequeña pieza de madera en el centro y dejó que la energía de la mujer, o lo que fuese, hiciera el resto. El cacho de madera se fue moviendo por las distintas letras, empezando desde la “R”, pasando por la “O” y la “S” hasta llegar a la “E”.   
-Rose… te llamas Rose. ¿Y qué es lo que te atormenta?
Julieta fue haciéndole preguntas indiscriminadas a la extraña mujer que cargaba con un profundo pesar. Efectivamente, había trabajado durante años en aquella casa. Había cuidado de toda la familia, en especial de la mujer enferma, y había tenido que aguantar los caprichos del excéntrico marido y de la hija mimada.
El sistema de la güija era arduo y lento, por lo que la respuestas de Rose tardaban una eternidad en completarse. Ella no tenía prisa, pero nosotros estábamos impacientándonos.
-¿La chica es muda o qué? Si ya está aquí, ¿por qué no habla directamente? No entiendo nada –comentó Jack.
-¡Qué más da! ¡Deja de decir tonterías! –le contestó Alex.
De pronto, tras la enésima pregunta de Julieta, un grito desgarrador salido de la garganta de Rose nos golpeó sin piedad, nos sacó de nuestra relativa zona de seguridad  para empujarnos a un pozo sin fondo de locura e insensatez. Julieta no se arredró y volvió a preguntar:
-Rose, ¿qué buscas exactamente?
            El cacho de madera de la güja no se movió. Esta vez, un maullido estridente resonó por toda la casa y nos dejó paralizados. El maullido fue tan ensordecedor, que la güija se estampó contra el techo, rompiéndose en mil pedazos.
-Se acabó la entrevista –dijo Jack.
            -Y también la paciencia de la señora Cortés, me temo –añadí.
Los cuatro nos quedamos paralizados, petrificados ante la figura de la chacha que estaba muy enfadada. Levitó un buen rato por el salón y volvió a gritar un par de veces. Súbitamente, nos miró fijamente con los ojos bañados en sangre y nos habló. Pudimos oír su contundente voz, de forma alta y clara.
-¡Busco a mi compañero, que me fue fiel hasta el último día de su vida! –volvió a moverse de un lado a otro.
-Esta tía fue la amante del médico, seguro -masculló Alex.
-Calla… no la cabrees más… -murmuró Jack.
Tras un incómodo silencio, y viendo que Julieta no decía nada, pregunté:
-¿Buscas a tu compañero? Pues aquí no hay nadie, excepto nosotros. Si nos dijeses qué aspecto tiene…
-¡Mentira! ¡Sé que está en la casa! ¿Acaso no lo habéis oído? Sus maullidos son inconfundibles… ¡Escuchad!
En un primer momento no oímos nada. Al de un rato, no obstante, nos llegó a los oídos el mismo maullido ensordecedor, que casi nos destrozó los tímpanos.
-Tu compañero fiel es… ¿un gato? –dijo Julieta asombrada.
-Por supuesto. No pensaríais que me refería a algún miembro de la estúpida e incompetente familia que vivió aquí, ¿verdad?
-Hombre… es más lógico… –contesté, a pesar de que estaba viviendo uno de los días más extraños de mi vida.
-No puedo dejar que mi gato viva sólo. Por eso, debo llevármelo conmigo.
-¿Te das cuenta que tu gato lleva años muerto?
-Yo también llevo muchos años muerta y no lo he visto en el otro lado.
-¿Y si fueron los dueños de la casa los que se llevaron a tu gato cuando abandonaron la casa?
-Eso es imposible porque…
De golpe, se apagaron todas las velas del salón y nos quedamos a oscuras. La chacha volvió a gritar de nuevo y el miedo se apoderó de todos nosotros; no podíamos ver nada. Los gritos de ella se entremezclaron con los alaridos de sufrimiento de mis compañeros, quienes estarían viendo las mismas imágenes que se proyectaban en mi mente: una cabeza calva destrozada con un hacha, paredes llenas de salpicadura de sangre, cuerpos desmembrados, un gato comiéndose las vísceras de una mujer y… una joven niña ardiendo en llamas.
-No es posible que ellos se lo llevaran porque... ¡Los maté a todos!  
Cuando las últimas palabras salieron de la boca de Rose, las velas volvieron a encenderse. No había ni rastro de ella, había desaparecido, y para cuando nos dimos cuenta, la médium ya estaba abriendo la puerta principal para salir a la calle. No la volvimos a ver nunca. Como comprenderán, dejamos todo como estaba y salimos de aquella maldita casa de inmediato. La noche era muy fría y allí no había nadie, ni policías enfadados, ni chalados que hiciesen cola para entrar. Me imagino que habrían huido despavoridos a causa del jaleo que se había montado.
Quisiera poder afirmar que todo lo vivido fue una alucinación causada por el olor de las velas perfumadas, pero estaría faltando a la verdad. No puedo negar lo que vi y escuche aquella noche en la casa encantada. Cuando abracé a Alex y a Jack por el cuello, pude notar una heridas con forma de garra que no dejaban de sangrar. Parecía como si… un gato los hubiera arañado. Lo único que acerté a decir fue:
            - Venga, os invito a una copa de vino peleón y un poco de queso rancio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario