El
pequeño Caimo observaba absorto las diminutas y lejanas estrellas que titilaban
sin cesar, en un espectáculo visual sin parangón. Como robot joven e inexperto
que era, desconocía la mayoría de los nombres de aquellos lejanos mundos que algún
día intentaría visitar. Aun así, gracias a las nociones básicas sobre
astronomía que todos los robots poseían, no le era difícil reconocer ciertas
estrellas. Allí permanecían, aparentemente inmutables: Vega, Aldebarán, Beta
Persei… y, cómo no, Sirio B, tan inconmensurable y desafiante como siempre, a
modo de faro celestial.
Aquella era una noche muy especial
para Caimo, ya que sería la última allí, en Malgorean, un diminuto planeta
donde vivía con Sara Perkins, su madre, una humana viuda que había perdido a su
marido en la Gran Guerra,
donde humanos y robots habían luchado por el control del universo. Muchos
robots y humanos, como en el caso de su padre, habían perecido en aquellas
cruentas luchas. Los libros de historia de años venideros lo llamarían la Epoca
Oscura. Ahora, a Caimo, al igual que a otros muchos robots, le esperaba un
largo viaje interestelar, con la vaga esperanza de ponerse a salvo de las
posibles represalias por parte del Gobierno Central o de la Fundación de Roboética
(FR). Este último, a pesar de velar por los derechos de los robots, había
perdido la guerra y no sería de extrañar que intentase exterminar a los suyos,
como medida de castigo.
Sara, recostada en una vieja silla
de ébano, al lado de un jardincillo de orquídeas y lirios, contemplaba sin
inmutarse a Caimo, su hijo robótico basado en el silicio, uno de los últimos
robots primitivos. Levantándose, se acercó pesadamente hacia él con una manta
especial de cuofen entre las manos
(el cuofen era una fibra sintética que en invierno calentaba lo suficiente como
para no pasar frío, manteniéndose fresco en verano). Inspiró profundamente y
dijo:
-Tápate, hijo mío, hoy hace mucho
frío, no desearás que tus circuitos se resientan antes de la partida de mañana,
¿Verdad?
-No deseo dejar Malgorean, mamá, mi
sitio está aquí, contigo. Además, si no estoy yo, ¿quién cuidará de los
animales? Ya sabes que no podrás hacerlo sola.
-No te preocupes por eso. En última
instancia siempre podría venderlos, y con el dinero que ganase viviría tranquilamente durante largo tiempo. Ahora lo
importante es tu seguridad, y para ello lo mejor es que vayas en la astronave
hacia AFL 1920 junto con los demás robots.
-Pero mamá… -las tenues lágrimas de
los ojos de su madre bastaron para que Caimo callara.
El
reflejo de la luz procedente de los satélites Malgor I y Malgor II hacía que
las lágrimas adquirieran un brillo metálico muy peculiar. Aunque no sabía
exactamente por qué, Caimo se sintió de repente y, en cierta medida, aliviado.
Después de mirar de reojo a Sirio B se dirigió junto a su madre a casa.
La
casa donde vivían no distaba mucho de las demás, estaba repartida de la forma
habitual; una entrada amplia, espaciosa, en forma de recibidor precedía a la
cocina, una estancia con el típico fuego bajo que, comparado con el recibidor,
parecía una simple y estrecha hendidura. En la parte opuesta de la casa
convergían el salón y unas escaleras en forma de caracol que, seguramente, conducirían al Prexul, nombre asignado a las
trastero-despensas malgoreanas. En el salón, que había sido acondicionado a
conciencia, la cena esperaba a los dos comensales. Caimo saborearía una sabrosa
batería Splaiton y Sara, unas
diminutas judías verdes de cosecha propia. Apenas hubieron entrado, Caimo se
dispuso para disfrutar de lo que sería, ahora no tenía ninguna duda, su última
cena con su madre. Antes de que pudiese mover un solo dedo, Sara, con un gesto
de reprobación pero al mismo tiempo de compasión, le hizo saber que primero
había que rezar. El ritual, idéntico todos los días, decía algo así:
-“Gracias Señor por mantener vivas
nuestras esperanzas, al igual que las luces de las estrellas”.
-“Gracias Señor por proporcionarnos
fértiles tierras donde poder cultivar”.
-“Gracias Señor por protegernos de la lluvia de
meteoritos y de las tropas del Gobierno Central”.
-“Y
Gracias Señor por permitir que humanos y
robots -Sara hizo una ligera pausa para quiñarle un ojo a Caimo -podamos
convivir en paz, por lo menos aquí, en Malgorean”.
Dicho
esto, comenzaron a cenar y no intercambiaron ninguna palabra innecesaria o que
estuviera de más.
El rezo era idéntico para casi todos
los mundos situados en el cuadrorte, es decir, en el cuadrante del norte, y lo
único que variaba era el Señor hacia el cual iba dirigido el rezo y el nombre
del planeta que, en este caso era, evidentemente, Malgorean. A las 9:48 horas
exactamente (el tiempo era medido gracias a las ondas emitidas cíclicamente por
el pulsar XCB 501 situado a tan sólo 3 parsec o 9,78 años luz de distancia),
Sara le dijo a Caimo que debía acostarse. A regañadientes, se puso en pie y,
después de dar dos besos a su madre, corrió velozmente hacia su dormitorio que,
en el caso de los robots, recibía el nombre de cubículo. Antes de apagar sus sistemas vitales y penetrar en un
sueño entrópico, deseaba despedirse de las constelaciones que, muy
probablemente y a su pesar, en el nuevo planeta no volvería a ver: la
constelación del robot, la del carbono… todas permanecían majestuosas y
brillaban acompasadamente, como si de una melodía premeditada se tratara. Entre
todas ellas había una que a Caimo le llamaba la atención; era la constelación
de la flor, un diminuto cúmulo de estrellas solamente visible dos veces al año
y en ciertas regiones del cuadrorte. La estrella más brillante o de luminosidad
más aparente era la M
42, coloquialmente llamada “La dama de oro” y ocupaba la posición más cenital
de la constelación. En los momentos de máxima actividad era tal la cantidad de
luz desprendida que eclipsaba incluso a Sirio B, el rey de los cielos. De ahí
el nombre de reina o dama de oro.
Su madre se acercó a darle las
buenas noches y, cantando una casi olvidada canción de los antiguos hombres, se
despidió hasta el día siguiente:
-Oh, sí, el malvado carbonoide en su
burbuja de despresurización sólo estará y por el espacio vagará.
-Oh,
sí, todas las atrocidades sin duda pagará y por la acción de los rayos cósmicos
morirá…
-Buenas
noches, Caimo, que estés a salvo de los malos augurios -apretó el botoncito
rojo situado en la nuca y dejó que su hijo dormitara.
Unos
chorros de partículas cósmicas de color violeta pálido dieron la bienvenida al
nuevo día. Era el quinto día del vigésimo tercer mes del año 2891 de la Vieja
Era, día en el que cientos de robots, a bordo de la astronave Novi Orbis viajarían hacia AFL 1920,
lugar donde en años ulteriores se escribirían las primeras páginas de La Nueva
Era. Pero para eso faltaban todavía muchos años.
Las
inmediaciones de la nave estaban abarrotadas de gente, personas emocionadas se
despedían de sus robots; hijos, cortacéspedes, mensajeros, porta-canciones,
consejeros espirituales… todos ellos esperaban en fila y de un modo alienado a
que las compuertas se abriesen. Caimo, por su parte, estaba situado cerca de su
madre vistiendo una nueva carcasa de gran valor estético-funcional. Esperaba
quieto, inmóvil, mudo y más triste de lo habitual. Era lógico, puesto que no
deseaba dejar allí, sola, a su madre. Cuando los robots hubieron comenzado a
subir a la astronave, Sara le deslizó un pedazo de papel parecido a un
pergamino y dijo:
-No
tengas miedo, hijo mío. Cuando llegues a tu destino y, sólo entonces, no antes,
quiero que lo abras y lo leas.
-Te
echaré mucho de menos mamá, espero que algún día nos volvamos a ver.
-Yo
también a ti. Que los dioses sean benévolos y te ayuden en tu camino.
Después de abrazarse efusivamente
durante una eternidad condensada en tres segundos, Caimo se alejó y se dirigió
con los suyos hacia el comienzo de otra vida. El rugido de los motores de
fusión hidrógeno-helio resonó en todas direcciones y se entremezcló con los
gritos de ánimo procedentes de la gente del exterior.
La
Novi Orbis era una astronave estándar
con todo tipo de artilugios que la mayoría de los allí presentes no llegaba a
comprender. En un rincón, a un lado de la cámara de refrigeración y con grandes
letras doradas se podían leer las Tres Leyes. Caimo, aburrido después de dos
horas y media de viaje y viendo que cada robot se las ingeniaba por controlar
el miedo que sentían (sí, los robots
eran capaces de sentir emociones en principio sólo atribuibles a los humanos),
se puso a leerlas. No había ningún error gramatical ni conceptual en ellas,
estaban correctamente redactadas.
Estaba
concentrado en esa tarea cuando un robot alto, espigado y de marcadas
facciones le habló:
-Perdón,
quizá te interese tener una manta de cuofen a mano, en esta zona del
hiperespacio las fuentes de calor escasean bastante y puede que la temperatura
baje hasta diez grados.
-Muchas
gracias, te lo agradezco, mi velocidad de procesamiento estaba comenzando a
resentirse. Por cierto, mi nombre es Caimo y mi función hasta ahora era hacer
de hijo. ¿Cuál era el tuyo?
-Era
guarda forestal de los robledales del sur y mi nombre es Carl. Encantado de
conocerte.
-Igualmente
-dijo Caimo emocionado.
Durante
las largas horas que duró el viaje conversaron abiertamente y debatieron sobre
lo que hubo acontecido en años anteriores y sobre qué sería de ellos a partir
de ahora. Simplemente eran conjeturas y especulaciones.
La
oscuridad del lugar era completa y la temperatura seguía siendo muy baja,
incluso para un robot. Ni un mísero rayo de luz hizo acto de presencia hasta
que no hubieron pasado cerca del cúmulo abierto XWR 0208, desde donde las
ráfagas de neutrones, en combinación con las ondas infrarrojas, impactaban
sobre las termoplacas exteriores de la nave. Todos los presentes lo
agradecieron sobremanera. Aun así, no tardaron en volver a una completa
oscuridad y el desánimo pudo con todos ellos, tanto que muchos de ellos no
dudaron en poner en entredicho la necesidad del viaje. Gracias al ordenador de
abordo la cosa no fue a mayores. Ésta, con una voz suave, amable e
inevitablemente artificial apaciguó a los desorientados robots y, al mismo
tiempo, ofreció ciertos datos relacionados con el viaje:
-Todos los motores
funcionan a pleno rendimiento y la reserva de hidrógeno es la adecuada.
Temperatura interna: 4 grados centígrados. Temperatura externa: -83 grados
centígrados. Tiempo estimado de llegada: 12 minutos.
En ese instante, un sentimiento de
incertidumbre hacia lo desconocido invadió a los allí presentes. Los nervios
afloraron como no lo habían hecho antes y provocaron alguna que otra alocada
risa. Caimo, a su vez, intentaba mantener la calma, lo cual, no le era muy
fácil, y pensaba en cosas agradables, apacibles, simples. La exquisita tarta de
pera de su madre le vino a la mente.
A los cinco minutos, más o menos, la nave entró en el
campo gravitatorio del planeta y, bajo su influjo, deceleró paulatinamente. Al
parecer, estaban acercándose por la cara oculta, ya que no podían ver más que
una silueta oscura, una concentración de masa negra. Aun así, según la
información proporcionada por el ordenador de a bordo, aquel lugar poseía una
fuente luminosa de energía. De pronto, ocurrió: unas tímidos rayos de luz hicieron
acto de presencia e iluminaron todo aquello con lo que se toparon. El planeta,
antes oscuro, amaneció y se presentó en todo su esplendor, ofreciendo unas
imágenes azul-verdosas dignas de mención. Era algo maravilloso, sublime,
difícilmente superable. Caimo sintió cómo le vibraban todos sus circuitos internos
y saboreó un estado de pseudo-felicidad. A medida que se acercaban, era posible
discernir diminutos detalles e irregularidades de la superficie, grandes
aglomeraciones de agua, montañas, crestas, valles, verdes bosques parecidos a
los bosques de Malgorean... todo era espectacular, y cada cosa nueva que
aparecía en el visor de la nave era mucho mejor que la anterior. Era el momento
ideal, sin duda, para descubrir qué era lo que su madre le había dado antes de
partir. Desenrolló con sumo cuidado el delicado trozo de papel y leyó:
Cuando las luces de las
estrellas se apaguen, no desesperes, el sol resurgirá de sus cenizas y brillará
con más fuerza, reinando por toda la eternidad.
Aquellas palabras, escritas de manera
sutil, aliviaron a Caimo. Había llegado con sus congéneres a su nueva casa, AFL
1920, que los autóctonos que conocería posteriormente llamaban, la Tierra.
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