jueves, 8 de noviembre de 2012

Mundo Nuevo



 El pequeño Caimo observaba absorto las diminutas y lejanas estrellas que titilaban sin cesar, en un espectáculo visual sin parangón. Como robot joven e inexperto que era, desconocía la mayoría de los nombres de aquellos lejanos mundos que algún día intentaría visitar. Aun así, gracias a las nociones básicas sobre astronomía que todos los robots poseían, no le era difícil reconocer ciertas estrellas. Allí permanecían, aparentemente inmutables: Vega, Aldebarán, Beta Persei… y, cómo no, Sirio B, tan inconmensurable y desafiante como siempre, a modo de faro celestial.
            Aquella era una noche muy especial para Caimo, ya que sería la última allí, en Malgorean, un diminuto planeta donde vivía con Sara Perkins, su madre, una humana viuda que había perdido a su marido en la Gran Guerra, donde humanos y robots habían luchado por el control del universo. Muchos robots y humanos, como en el caso de su padre, habían perecido en aquellas cruentas luchas. Los libros de historia de años venideros lo llamarían la Epoca Oscura. Ahora, a Caimo, al igual que a otros muchos robots, le esperaba un largo viaje interestelar, con la vaga esperanza de ponerse a salvo de las posibles represalias por parte del Gobierno Central o de la Fundación de Roboética (FR). Este último, a pesar de velar por los derechos de los robots, había perdido la guerra y no sería de extrañar que intentase exterminar a los suyos, como medida de castigo.
            Sara, recostada en una vieja silla de ébano, al lado de un jardincillo de orquídeas y lirios, contemplaba sin inmutarse a Caimo, su hijo robótico basado en el silicio, uno de los últimos robots primitivos. Levantándose, se acercó pesadamente hacia él con una manta especial de cuofen entre las manos (el cuofen era una fibra sintética que en invierno calentaba lo suficiente como para no pasar frío, manteniéndose fresco en verano). Inspiró profundamente y dijo:
            -Tápate, hijo mío, hoy hace mucho frío, no desearás que tus circuitos se resientan antes de la partida de mañana, ¿Verdad?
            -No deseo dejar Malgorean, mamá, mi sitio está aquí, contigo. Además, si no estoy yo, ¿quién cuidará de los animales? Ya sabes que no podrás hacerlo sola.
           -No te preocupes por eso. En última instancia siempre podría venderlos, y con el dinero que ganase viviría tranquilamente durante largo tiempo. Ahora lo importante es tu seguridad, y para ello lo mejor es que vayas en la astronave hacia AFL 1920 junto con los demás robots.
            -Pero mamá… -las tenues lágrimas de los ojos de su madre bastaron para que Caimo callara.
El reflejo de la luz procedente de los satélites Malgor I y Malgor II hacía que las lágrimas adquirieran un brillo metálico muy peculiar. Aunque no sabía exactamente por qué, Caimo se sintió de repente y, en cierta medida, aliviado. Después de mirar de reojo a Sirio B se dirigió junto a su madre a casa.
La casa donde vivían no distaba mucho de las demás, estaba repartida de la forma habitual; una entrada amplia, espaciosa, en forma de recibidor precedía a la cocina, una estancia con el típico fuego bajo que, comparado con el recibidor, parecía una simple y estrecha hendidura. En la parte opuesta de la casa convergían el salón y unas escaleras en forma de caracol  que, seguramente, conducirían al Prexul, nombre asignado a las trastero-despensas malgoreanas. En el salón, que había sido acondicionado a conciencia, la cena esperaba a los dos comensales. Caimo saborearía una sabrosa batería Splaiton y Sara, unas diminutas judías verdes de cosecha propia. Apenas hubieron entrado, Caimo se dispuso para disfrutar de lo que sería, ahora no tenía ninguna duda, su última cena con su madre. Antes de que pudiese mover un solo dedo, Sara, con un gesto de reprobación pero al mismo tiempo de compasión, le hizo saber que primero había que rezar. El ritual, idéntico todos los días, decía algo así:
            -“Gracias Señor por mantener vivas nuestras esperanzas, al igual que las luces de las estrellas”.
                   -“Gracias Señor por proporcionarnos fértiles tierras donde poder cultivar”.
            -“Gracias Señor por protegernos de la lluvia de meteoritos y de las tropas del Gobierno Central”.
            -“Y Gracias Señor por permitir que humanos y  robots -Sara hizo una ligera pausa para quiñarle un ojo a Caimo -podamos convivir en paz, por lo menos aquí, en Malgorean”.
Dicho esto, comenzaron a cenar y no intercambiaron ninguna palabra innecesaria o que estuviera de más.
            El rezo era idéntico para casi todos los mundos situados en el cuadrorte, es decir, en el cuadrante del norte, y lo único que variaba era el Señor hacia el cual iba dirigido el rezo y el nombre del planeta que, en este caso era, evidentemente, Malgorean. A las 9:48 horas exactamente (el tiempo era medido gracias a las ondas emitidas cíclicamente por el pulsar XCB 501 situado a tan sólo 3 parsec o 9,78 años luz de distancia), Sara le dijo a Caimo que debía acostarse. A regañadientes, se puso en pie y, después de dar dos besos a su madre, corrió velozmente hacia su dormitorio que, en el caso de los robots, recibía el nombre de cubículo. Antes de apagar sus sistemas vitales y penetrar en un sueño entrópico, deseaba despedirse de las constelaciones que, muy probablemente y a su pesar, en el nuevo planeta no volvería a ver: la constelación del robot, la del carbono… todas permanecían majestuosas y brillaban acompasadamente, como si de una melodía premeditada se tratara. Entre todas ellas había una que a Caimo le llamaba la atención; era la constelación de la flor, un diminuto cúmulo de estrellas solamente visible dos veces al año y en ciertas regiones del cuadrorte. La estrella más brillante o de luminosidad más aparente era la M 42, coloquialmente llamada “La dama de oro” y ocupaba la posición más cenital de la constelación. En los momentos de máxima actividad era tal la cantidad de luz desprendida que eclipsaba incluso a Sirio B, el rey de los cielos. De ahí el nombre de reina o dama de oro.
            Su madre se acercó a darle las buenas noches y, cantando una casi olvidada canción de los antiguos hombres, se despidió hasta el día siguiente:
             
-Oh, sí, el malvado carbonoide en su burbuja de despresurización sólo estará y por el espacio vagará.
           -Oh, sí, todas las atrocidades sin duda pagará y por la acción de los rayos cósmicos morirá…
           
-Buenas noches, Caimo, que estés a salvo de los malos augurios -apretó el botoncito rojo situado en la nuca y dejó que su hijo dormitara.
Unos chorros de partículas cósmicas de color violeta pálido dieron la bienvenida al nuevo día. Era el quinto día del vigésimo tercer mes del año 2891 de la Vieja Era, día en el que cientos de robots, a bordo de la astronave Novi Orbis viajarían hacia AFL 1920, lugar donde en años ulteriores se escribirían las primeras páginas de La Nueva Era. Pero para eso faltaban todavía muchos años.
Las inmediaciones de la nave estaban abarrotadas de gente, personas emocionadas se despedían de sus robots; hijos, cortacéspedes, mensajeros, porta-canciones, consejeros espirituales… todos ellos esperaban en fila y de un modo alienado a que las compuertas se abriesen. Caimo, por su parte, estaba situado cerca de su madre vistiendo una nueva carcasa de gran valor estético-funcional. Esperaba quieto, inmóvil, mudo y más triste de lo habitual. Era lógico, puesto que no deseaba dejar allí, sola, a su madre. Cuando los robots hubieron comenzado a subir a la astronave, Sara le deslizó un pedazo de papel parecido a un pergamino y dijo:
-No tengas miedo, hijo mío. Cuando llegues a tu destino y, sólo entonces, no antes, quiero que lo abras y lo leas.
-Te echaré mucho de menos mamá, espero que algún día nos volvamos a ver.
-Yo también a ti. Que los dioses sean benévolos y te ayuden en tu camino.           
            Después de abrazarse efusivamente durante una eternidad condensada en tres segundos, Caimo se alejó y se dirigió con los suyos hacia el comienzo de otra vida. El rugido de los motores de fusión hidrógeno-helio resonó en todas direcciones y se entremezcló con los gritos de ánimo procedentes de la gente del exterior.     
La Novi Orbis era una astronave estándar con todo tipo de artilugios que la mayoría de los allí presentes no llegaba a comprender. En un rincón, a un lado de la cámara de refrigeración y con grandes letras doradas se podían leer las Tres Leyes. Caimo, aburrido después de dos horas y media de viaje y viendo que cada robot se las ingeniaba por controlar el miedo que  sentían (sí, los robots eran capaces de sentir emociones en principio sólo atribuibles a los humanos), se puso a leerlas. No había ningún error gramatical ni conceptual en ellas, estaban correctamente redactadas.
Estaba concentrado en esa tarea cuando un robot alto, espigado y de marcadas facciones  le habló:
-Perdón, quizá te interese tener una manta de cuofen a mano, en esta zona del hiperespacio las fuentes de calor escasean bastante y puede que la temperatura baje hasta diez grados.
-Muchas gracias, te lo agradezco, mi velocidad de procesamiento estaba comenzando a resentirse. Por cierto, mi nombre es Caimo y mi función hasta ahora era hacer de hijo. ¿Cuál era el tuyo?
-Era guarda forestal de los robledales del sur y mi nombre es Carl. Encantado de conocerte.
-Igualmente -dijo Caimo emocionado.
Durante las largas horas que duró el viaje conversaron abiertamente y debatieron sobre lo que hubo acontecido en años anteriores y sobre qué sería de ellos a partir de ahora. Simplemente eran conjeturas y especulaciones.
La oscuridad del lugar era completa y la temperatura seguía siendo muy baja, incluso para un robot. Ni un mísero rayo de luz hizo acto de presencia hasta que no hubieron pasado cerca del cúmulo abierto XWR 0208, desde donde las ráfagas de neutrones, en combinación con las ondas infrarrojas, impactaban sobre las termoplacas exteriores de la nave. Todos los presentes lo agradecieron sobremanera. Aun así, no tardaron en volver a una completa oscuridad y el desánimo pudo con todos ellos, tanto que muchos de ellos no dudaron en poner en entredicho la necesidad del viaje. Gracias al ordenador de abordo la cosa no fue a mayores. Ésta, con una voz suave, amable e inevitablemente artificial apaciguó a los desorientados robots y, al mismo tiempo, ofreció ciertos datos relacionados con el viaje:
-Todos los motores funcionan a pleno rendimiento y la reserva de hidrógeno es la adecuada. Temperatura interna: 4 grados centígrados. Temperatura externa: -83 grados centígrados. Tiempo estimado de llegada: 12 minutos.
            En ese instante, un sentimiento de incertidumbre hacia lo desconocido invadió a los allí presentes. Los nervios afloraron como no lo habían hecho antes y provocaron alguna que otra alocada risa. Caimo, a su vez, intentaba mantener la calma, lo cual, no le era muy fácil, y pensaba en cosas agradables, apacibles, simples. La exquisita tarta de pera de su madre le vino a la mente.
            A los cinco minutos, más o menos, la nave entró en el campo gravitatorio del planeta y, bajo su influjo, deceleró paulatinamente. Al parecer, estaban acercándose por la cara oculta, ya que no podían ver más que una silueta oscura, una concentración de masa negra. Aun así, según la información proporcionada por el ordenador de a bordo, aquel lugar poseía una fuente luminosa de energía. De pronto, ocurrió: unas tímidos rayos de luz hicieron acto de presencia e iluminaron todo aquello con lo que se toparon. El planeta, antes oscuro, amaneció y se presentó en todo su esplendor, ofreciendo unas imágenes azul-verdosas dignas de mención. Era algo maravilloso, sublime, difícilmente superable. Caimo sintió cómo le vibraban todos sus circuitos internos y saboreó un estado de pseudo-felicidad. A medida que se acercaban, era posible discernir diminutos detalles e irregularidades de la superficie, grandes aglomeraciones de agua, montañas, crestas, valles, verdes bosques parecidos a los bosques de Malgorean... todo era espectacular, y cada cosa nueva que aparecía en el visor de la nave era mucho mejor que la anterior. Era el momento ideal, sin duda, para descubrir qué era lo que su madre le había dado antes de partir. Desenrolló con sumo cuidado el delicado trozo de papel y leyó:

Cuando las luces de las estrellas se apaguen, no desesperes, el sol resurgirá de sus cenizas y brillará con más fuerza, reinando por toda la eternidad.

          Aquellas palabras, escritas de manera sutil, aliviaron a Caimo. Había llegado con sus congéneres a su nueva casa, AFL 1920, que los autóctonos que conocería posteriormente llamaban, la Tierra.

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