lunes, 5 de noviembre de 2012

El Gran Harry



Cuando abrí la caja que me entregó el cartero, supe que el Gran Harry había muerto. No lo deduje porque parte de él estuviese descomponiéndose dentro, sino porque aquellas fotos que pude contemplar fueron muy esclarecedoras. Aunque, pensándolo bien, perfectamente podría haber visto sus ojos saltones arrancados de cuajo que no me hubiera sorprendido; la vida del Gran Harry fue tan extraordinaria y estrafalaria que, muchos creían y no sin razón, que había nacido en el siglo equivocado; podría haber encajado sin problema alguno en la época victoriana o en la edad media. Es por ello que su vida merece ser contada, y estoy dispuesto a hacer un último esfuerzo para honrar su memoria. Intentaré ser lo más preciso posible.
Harry Archivald Doyle nació en 1965 en el seno de una familia bastante pobre, de un modo bastante rocambolesco. En aquel entonces todavía no se le conocía como el Gran Harry (obviamente, eso sucedería años más tarde), pero viendo el tamaño de su cabezota y el sufrimiento de su desdichada madre, bien podrían haberlo llamado así desde el primer momento. Como decía, la llegada de Harry a este mundo fue, cuando menos curiosa, y hubiera pasado inadvertida si no fuera porque coincidió con la muerte de Winston Churchill (curiosamente, el padre de éste también había fallecido el mismo día setenta años antes). Sí, lo habéis leído bien, los astros quisieron que la defunción del exprimer ministro coincidiese con el nacimiento de nuestro protagonista. Su madre se encontraba en ese momento en una pequeña capilla situada al norte de Londres, rezando para que la vida de su hijo que iba a nacer fuera lo más placentera posible. Los santos debieron aburrirse de tanto ruego y, tras varias contracciones, la madre rompió aguas allí mismo. Según las palabras del propio Harry: “nunca un pecador tan díscolo ha nacido en suelo sagrado”.  
En el colegio no tuvo excesivos problemas, aprendía con suma facilidad y se desenvolvía bien ante los retos que se le presentaban diariamente. Eso sí, todos sabían que era un poco raro, y no había día en que no hiciera una de las suyas. Una vez, a los nueve o diez años, la maestra preguntó a sus alumnos qué querrían ser de mayores. Como es habitual en chavales de esa edad, la gran mayoría respondió que serían médicos, pilotos o bomberos. Cuando llegó el turno de Harry, estiró el cuello con ganas y dijo: “quiero ser… ¡deshollinador!” Las carcajadas de sus compañeros resonaron por toda la habitación, y la maestra, extrañada, poco pudo hacer ante aquella apabullante revelación.        
Unos años más tarde, en el mismo colegio, a los alumnos de último curso les dieron un día de fiesta para que pudiesen acercarse a la feria de ganado de Kenilworth. Como Kenilworth queda un poco lejos de Londres (a unas tres horas en autobús, cerca de Coventry), muchos de ellos aprovecharon el día para quedarse en casa. Harry y otros dos amigos decidieron que irían a la feria, pero había un ligero problema: no tenían dinero para poder pagar el autobús, por lo que tendrían que hacer autoestop. Harry, no obstante, pronto dedujo que el verdadero problema era otro; nadie en su sano juicio recogería a tres muchachos desgarbados con pintas de macarras. Después de darle vueltas a la cabeza dio con la solución: había que conseguir que una chica joven y atractiva viajase con ellos hasta la feria, así sería mucho más fácil que parase algún coche. Pero claro, primero había que dar con una y engañarla. Tras descartar a varias chicas que no cumplían el perfil requerido, vieron a una muchacha morena, pequeñita y de grandes curvas que caminaba despreocupadamente. Los ojos de Harry se iluminaron de inmediato y les susurró a sus amigos:
-Chicos… seguidme la corriente… cuando pase por delante hay que conseguir por todos los medios llamar su atención –los amigos asintieron un tanto nerviosos.
A los pocos segundos, los tres se colocaron de forma que ella los pudiese ver sin ningún problema.
-¿Pero es que no hay en todo Londres ninguna chica lo suficientemente guapa e inteligente como para que pueda aparecer en un anuncio de la tele? –vociferó Harry para que la muchacha lo oyera perfectamente.
-Nunca la vamos a encontrar -dijo otro.
-Estamos perdidos, no lograremos llegar a Kenilworth a tiempo. ¡Además, no tenemos dinero! –gritó el tercero.
La treta surgió efecto y la chica se paró en seco; antes de que volviese a reanudar la marcha, Harry saltó como un resorte y se acercó para contarle el resto de la historia que se habían inventado: aprovechando que se celebraba la feria de ganado de Kenilworth, su tío, que trabajaba para la BBC, iba a grabar unos anuncios para un par de empresas ganaderas. Estaba ya todo preparado para filmar (equipos de grabación, el ganado…), pero en el último momento la actriz protagonista había enfermado y tenían que buscar a una sustituta. Por eso, su tío los había enviado a Londres para que encontrasen a otra (si la chica a la que estaban engañando hubiera tenido un mínimo de inteligencia, se habría preguntado por qué no habían escogido a otra chavala de Kenilworth). El problema era que, nada más poner pie en las frían calles londinenses, unos cacos les habían robado todo el dinero que llevaban encima y ya ni siquiera podían volver. Por increíble que parezca, la inocente chica se creyó toda la historia. De hecho, ni siquiera tuvieron que hacer autoestop, ya que ella misma pagó todos los billetes de autobús para poder llegar hasta Kenilworth. Al llegar a la feria me puedo imaginar la cara que se le quedaría a la chica, pero lo importante es que los tres amigos pudieron llegar a su destino. Desconozco cómo hicieron el camino de vuelta, pero seguro que no fue de manera convencional.
A Harry le encantaban las apuestas. Si veía cualquier mínima oportunidad de ganar dinero, no tardaba nada en engatusar a la gente, y cualquier lance o acto cotidiano era aprovechado para poner a prueba su inteligencia (podía apostar, por ejemplo, que al día siguiente llovería, que conseguiría el número de teléfono de una camarera o que la señora Laughton volvería a perder a su perro). No hacía trampas (bueno, no demasiadas), pero su habilidad para generar situaciones ventajosas le era de gran ayuda. El siguiente ejemplo da fe de ello y es, además, la forma en que Harry Archivald Doyle se ganó el apodo de “Gran Harry”.
A mediados de abril de 1994 estaba caminado por Londres acompañado por un amigo cuando se pararon frente al Palacio de Buckinham, justo cuando estaba teniendo lugar el Cambio de Guardia. Al instante, Harry sonrió y su amigo supo que se le acababa de ocurrir alguna maldad. Se miraron, y el primero preguntó:
-¿Qué te apuestas…- muchas frases de Harry comenzaban así -a que consigo acceder al patio del Palacio y vuelvo a salir sin que me vean?
-¿Qué, ahora? Con tantos guardias es imposible.   
-No, no ahora… sería demasiado arriesgado, incluso para mí. Además, necesito algo de tiempo para prepararlo.
-Si no lo vas a hacer ahora, ¿cómo sabré si lo has conseguido o no?  
-Ya te enterarás, te lo prometo. En todo Londres no se hablará de otra cosa durante días.
A su amigo aquella afirmación le pareció un tanto exagerada, pero como con Harry casi todo era posible, no le llevó la contraria. Al final, la curiosidad pudo con él.
-¿Y no me puedes dar alguna pista de lo que estás tramando?
-Prefiero que sea una sorpresa. Sólo te diré que entraré acompañado. Ahora, si no te importa, he de pasar por una tienda de fotografía y luego por el circo -en ese punto los dos amigos se separaron y quedaron en verse en un par de semanas.
A los pocos días estalló la gran bomba informativa: ¡El Palacio de Buckingham había sido profanado! Todos los periódicos más importantes de la época, incluidos The Times y The Guardian, se hicieron eco de la noticia y publicaron llamativos titulares, junto a varias fotografías que el mismo Harry les había mandado. Todas las editoriales fueron contundentes al rechazar aquel despropósito. Algunas de las reacciones fueron las siguientes: “Un desconocido cruza el patio y logra llegar hasta la puerta del Palacio sin ser visto”. “¡Insulto a la Corona!”. “La Gran Cagada del Palacio de Buckinham”. Este último titular, en particular, era muy acertado, ya que Harry había conseguido que un elefante africano cagase en la mismísima puerta del palacio de Buckingham. Y no sólo eso, ¡volvió a salir montado a lomos del paquidermo sin que la Guardia Real se diera cuenta de ello! En definitiva, gracias a la gran cagada, Harry se convirtió en el Gran Harry.
Podría pasarme horas contando más historias de Harry, ya que estuve presente en muchas de sus fechorías (la sustitución de unas gallinas ponedoras por otras de plástico en una granja de Alemania; la venta fraudulenta de una supuesta momia junto a las pirámides de Egipto; el viaje a Tailandia con todos los gastos pagados, gracias a los visados y los documentos diplomáticos que habíamos falsificado; la recreación no autorizada de un ataque mongol en la Gran Muralla China…), pero me limitaré a describir nuestra última aventura que transcurrió en la selva amazónica, cerca de la frontera entre Perú y Brasil. Aquella no era la primera vez que íbamos juntos a América, ya que habíamos coincidido en otro viaje que hicimos a Chile años atrás (es donde lo conocí, su coraje y determinación me impresionaron tanto que enseguida nos hicimos  grandes amigos), pero sí la que separaría definitivamente nuestros caminos. En esta ocasión, nuestra tarea tenía dos partes: por un lado, debíamos ayudar en las labores de rastreo al equipo de cartografía que nos acompañaba para llegar a las zonas más remotas de la selva. Y por otro lado, en caso de toparnos con algún pueblo indígena, debíamos recoger datos de su comportamiento y forma de vivir. Aunque Harry y yo no éramos antropólogos, nos ilusionaba más la segunda tarea que nos habían encomendado, puesto que nos obligaba a relacionarnos con otras personas, y eso nos encantaba. En las horas muertas que pasábamos sin hacer nada realmente provechoso (mientras los cartógrafos preparaban todos los instrumentos, poco podíamos hacer), nos solíamos sentar para charlar de forma distendida; y la mayoría de las veces, tras recordar alguna de sus travesuras, siempre terminaba suplicándole que no hiciera alguna trastada de las suyas. Un día, cuando estábamos ya muy cerca de Brasil, le agarré del brazo y le pregunté:
-Por cierto Harry, nunca me has contado cómo conseguiste entrar en el Palacio de Buckinham sin ser visto.
-Si te lo cuento, tendría que matarte… -me dijo con voz gutural.
-Ja ja ja ja… –me reí a carcajadas durante un buen rato.
-Lo sabrás el día que me muera. Hasta entonces, tendrás que vivir con la incertidumbre.
Por más que lo intenté, no me reveló su secreto. En cualquier caso, tampoco me quitaba el sueño y no le di más importancia, ya que la respuesta implicaba que muriera uno de los dos y, obviamente, no queríamos que eso sucediera.
Durante los primeros días de viaje avanzamos a marchar forzadas por la selva amazónica. Harry y yo abríamos camino en la espesura y esperábamos hasta que los cartógrafos llegaran con todos los cachivaches. Luego, tras la charla de rigor, seguíamos adentrándonos en la selva. La verdad, no nos divertimos demasiado durante las dos o tres semanas de expedición. Todo cambió, eso sí, un día lluvioso de la tercera semana. Tras pelearnos con todo tipo de plantas e insectos, llegamos a un claro donde había evidencias de presencia humana: marcas e indicaciones en los árboles, restos de ceniza en el suelo y ciertas rocas talladas con motivos funerarios. Excitados, Harry sacó unas cuantas fotos y, sin esperar a que llegasen los cartógrafos, avisamos del hallazgo por radio y avanzamos un poco más por nuestra cuenta. A cada paso, nos emocionábamos más, y pronto supimos que estábamos en el buen camino, ya que las señales eran cada vez más claras. Un cuarto de hora más tarde divisamos a lo lejos un poblado indígena, y tras hacer buen uso de los prismáticos, dedujimos que estaba habitado. Al instante, nos pusimos a discutir de forma acalorada:
-Harry, debemos llamar a los cartógrafos y esperar. No podemos adentrarnos los dos solos en el poblado. ¡Podría ser peligroso! –arrugué la frente para darle fuerza a mi argumentación.
-¡Tonterías!, lo que pasa es que no te atreves. Después de todas las aventuras que hemos vivido juntos, ¿no confías en nuestras posibilidades?
-No es eso…  pero es mejor que nos acerquemos todos juntos. Si la cosa se pone fea, nos será más fácil defendernos.
-Bah, si lo más probable es que no seamos los primeros en pisar sus tierras –me miró con cierto desdén-. Es más, seguro que ya tienen ropa deportiva, zapatillas, frigoríficos y hasta una máquina de hacer hielo.
-Pues por eso mismo, podrían tener incluso armas de fuego. ¿Y si nos disparan? –en realidad, lo que yo más temía era que Harry intentara engañar a los indígenas, y no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
Mi última pregunta le dejó descolocado. Harry no había contemplado esa posibilidad y, tras debatir durante un par de minutos, llegamos a un acuerdo: esperaríamos a que llegasen los cartógrafos, pero antes de acercarnos todos, iría él para mostrarles nuestros respetos y explicarles qué era lo que queríamos hacer. Después, si no había ningún problema, nos avisaría por radio para que fuéramos a su encuentro.
Era ya mediodía cuando vimos cómo se alejaba la figura alargada de Harry. Nunca más lo volveríamos a ver con vida. Estuvimos esperando alrededor de hora y media, y aunque intentamos contactar con él por radio, nuestros esfuerzos fueron baldíos, no obtuvimos respuesta alguna. Hartos de esperar, recogimos todas las cosas y nos dirigimos   hacia el poblado. Pero al llegar, la sorpresa fue que… ¡allí no había nadie! ¡No había ni rastro de los indígenas ni de Harry! Peinamos todo el poblado pero nada, era como si se los hubiera llevado el viento. La mayoría de las pertenencias estaban allí, pero no nuestro compañero. Atemorizados, rebuscamos por los alrededores, mirando en cada recoveco y grieta, imaginándonos lo peor; nos dividimos en grupos de tres personas y seguimos buscándolos durante todo el día, pero no hubo suerte. Mandamos a algunos de los topógrafos de vuelta a la civilización para que mandasen ayuda. Mientras tanto, los demás permanecimos en el poblado y montamos turnos de vigilancia, con la vaga esperanza de que aquellos indígenas que habían matado al Gran Harry (no teníamos ninguna duda de que era así) volviesen a aparecer. Todos los esfuerzos fueron inútiles. Durante dos semanas, destacamentos de la policía peruana, brasileña, todos los cartógrafos y yo mismo nos abrimos paso entre la selva virgen. Fue inútil. El Gran Harry había muerto.
Volviendo a la caja que tengo ahora mismo entre mis manos, puedo decir que estábamos totalmente equivocados. Harry no sólo no había muerto, sino que había culminado su última diablura… engañándonos a todos. Las pruebas son irrefutables, ya que la caja contiene cerca de doscientas fotografías, y todas ellas captan el momento de algunas de sus muchas jugarretas; puedo ver la foto que nos sacamos mientras simulábamos morder el cuello de dos gallinas de plástico, la mariscada que comimos en un puerto costero de Tailandia, el instante donde echábamos whisky en la pila de una iglesia al norte de Francia, y decenas de fotos de la selva amazónica donde se ve a Harry sonriendo junto a los indígenas, comiendo, cazando, bebiendo de los manantiales… de hecho, en algunas de las fotos aparecen miembros de la policía intentando dar con él.
La verdad es que no sé por qué lo hizo. Me imagino que se habría aburrido de timar, engañar, engatusar y abusar de la gente y decidió que debía cambiar de tipo de vida. Tras llamar la atención durante muchos años, buscó la forma de desaparecer y hallar su lugar en este mundo truculento. Lo que sí sé es que ha cumplido con su promesa, aquella que me hizo cuando me dijo: “lo sabrás el día que me muera. Hasta entonces, tendrás que vivir con la incertidumbre”. Sí, no penséis que me he olvidado. Antes de terminar con mi relato, deseo arrojar algo de luz sobre el asunto del Palacio de Buckingham, el que lo convirtió en el Gran Harry. Las fotos son magníficas, hasta cómicas diría yo: en una está dentro del circo, junto un enorme elefante, recibiendo instrucciones por parte del domador para aprender a controlar al animal. En otra, se le puede ver charlando con un miembro de la Guardia Real muy cerca del Palacio de Buckingham. Y en otras tres o cuatro, está con un buen número de guardias (incluido el de la segunda foto) y el domador del circo, tomando unas cuantas cervezas y whiskys en uno de los muchos pubs que hay por Londres. Las mentes borrachas son más fáciles de manipular, y es evidente que el Gran Harry lo logró.
Así que ya sabéis, si algún día algún amigo o compañero os dice que quiere ser deshollinador, o si se propone cualquier otra locura, no os riáis a la ligera. Es posible que acabe consiguiéndolo.

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