Cuando
abrí la caja que me entregó el cartero, supe que el Gran Harry había muerto. No
lo deduje porque parte de él estuviese descomponiéndose dentro, sino porque
aquellas fotos que pude contemplar fueron muy esclarecedoras. Aunque,
pensándolo bien, perfectamente podría haber visto sus ojos saltones arrancados
de cuajo que no me hubiera sorprendido; la vida del Gran Harry fue tan extraordinaria
y estrafalaria que, muchos creían y no sin razón, que había nacido en el siglo
equivocado; podría haber encajado sin problema alguno en la época victoriana o
en la edad media. Es por ello que su vida merece ser contada, y estoy dispuesto
a hacer un último esfuerzo para honrar su memoria. Intentaré ser lo más preciso
posible.
Harry
Archivald Doyle nació en 1965 en el seno de una familia bastante pobre, de un
modo bastante rocambolesco. En aquel entonces todavía no se le conocía como el
Gran Harry (obviamente, eso sucedería años más tarde), pero viendo el tamaño de
su cabezota y el sufrimiento de su desdichada madre, bien podrían haberlo
llamado así desde el primer momento. Como decía, la llegada de Harry a este
mundo fue, cuando menos curiosa, y hubiera pasado inadvertida si no fuera
porque coincidió con la muerte de Winston Churchill (curiosamente, el
padre de éste también había fallecido el mismo día setenta años antes). Sí, lo
habéis leído bien, los astros quisieron que la defunción del exprimer ministro
coincidiese con el nacimiento de nuestro protagonista. Su madre se encontraba
en ese momento en una pequeña capilla situada al norte de Londres, rezando para
que la vida de su hijo que iba a nacer fuera lo más placentera posible. Los
santos debieron aburrirse de tanto ruego y, tras varias contracciones, la madre
rompió aguas allí mismo. Según las palabras del propio Harry: “nunca un pecador
tan díscolo ha nacido en suelo sagrado”.
En
el colegio no tuvo excesivos problemas, aprendía con suma facilidad y se
desenvolvía bien ante los retos que se le presentaban diariamente. Eso sí,
todos sabían que era un poco raro, y no había día en que no hiciera una de las
suyas. Una vez, a los nueve o diez años, la maestra preguntó a sus alumnos qué querrían
ser de mayores. Como es habitual en chavales de esa edad, la gran mayoría
respondió que serían médicos, pilotos o bomberos. Cuando llegó el turno de
Harry, estiró el cuello con ganas y dijo: “quiero ser… ¡deshollinador!” Las
carcajadas de sus compañeros resonaron por toda la habitación, y la maestra, extrañada, poco pudo hacer ante
aquella apabullante revelación.
Unos
años más tarde, en el mismo colegio, a los alumnos de último curso les dieron
un día de fiesta para que pudiesen acercarse a la feria de ganado de Kenilworth.
Como Kenilworth queda un poco lejos de Londres (a unas tres horas en autobús,
cerca de Coventry), muchos de ellos aprovecharon el día para quedarse en casa. Harry
y otros dos amigos decidieron que irían a la feria, pero había un ligero
problema: no tenían dinero para poder pagar el autobús, por lo que tendrían que
hacer autoestop. Harry, no obstante, pronto dedujo que el verdadero problema
era otro; nadie en su sano juicio recogería a tres muchachos desgarbados con
pintas de macarras. Después de darle vueltas a la cabeza dio con la solución:
había que conseguir que una chica joven y atractiva viajase con ellos hasta la
feria, así sería mucho más fácil que parase algún coche. Pero claro, primero
había que dar con una y engañarla. Tras descartar a varias chicas que no
cumplían el perfil requerido, vieron a una muchacha morena, pequeñita y de
grandes curvas que caminaba despreocupadamente. Los ojos de Harry se iluminaron
de inmediato y les susurró a sus amigos:
-Chicos…
seguidme la corriente… cuando pase por delante hay que conseguir por todos los
medios llamar su atención –los amigos asintieron un tanto nerviosos.
A
los pocos segundos, los tres se colocaron de forma que ella los pudiese ver sin
ningún problema.
-¿Pero
es que no hay en todo Londres ninguna chica lo suficientemente guapa e
inteligente como para que pueda aparecer en un anuncio de la tele? –vociferó Harry
para que la muchacha lo oyera perfectamente.
-Nunca
la vamos a encontrar -dijo otro.
-Estamos
perdidos, no lograremos llegar a Kenilworth a tiempo. ¡Además, no tenemos
dinero! –gritó el tercero.
La
treta surgió efecto y la chica se paró en seco; antes de que volviese a
reanudar la marcha, Harry saltó como un resorte y se acercó para contarle el
resto de la historia que se habían inventado: aprovechando que se celebraba la
feria de ganado de Kenilworth, su tío, que trabajaba para la BBC, iba a grabar
unos anuncios para un par de empresas ganaderas. Estaba ya todo preparado para
filmar (equipos de grabación, el ganado…), pero en el último momento la actriz
protagonista había enfermado y tenían que buscar a una sustituta. Por eso, su
tío los había enviado a Londres para que encontrasen a otra (si la chica a la
que estaban engañando hubiera tenido un mínimo de inteligencia, se habría
preguntado por qué no habían escogido a otra chavala de Kenilworth). El
problema era que, nada más poner pie en las frían calles londinenses, unos
cacos les habían robado todo el dinero que llevaban encima y ya ni siquiera
podían volver. Por increíble que parezca, la inocente chica se creyó toda la
historia. De hecho, ni siquiera tuvieron que hacer autoestop, ya que ella misma
pagó todos los billetes de autobús para poder llegar hasta Kenilworth. Al
llegar a la feria me puedo imaginar la cara que se le quedaría a la chica, pero
lo importante es que los tres amigos pudieron llegar a su destino. Desconozco
cómo hicieron el camino de vuelta, pero seguro que no fue de manera
convencional.
A
Harry le encantaban las apuestas. Si veía cualquier mínima oportunidad de ganar
dinero, no tardaba nada en engatusar a la gente, y cualquier lance o acto
cotidiano era aprovechado para poner a prueba su inteligencia (podía apostar,
por ejemplo, que al día siguiente llovería, que conseguiría el número de
teléfono de una camarera o que la señora Laughton volvería a perder a su perro).
No hacía trampas (bueno, no demasiadas), pero su habilidad para generar
situaciones ventajosas le era de gran ayuda. El siguiente ejemplo da fe de ello
y es, además, la forma en que Harry Archivald Doyle se ganó el apodo de “Gran
Harry”.
A
mediados de abril de 1994 estaba caminado por Londres acompañado por un amigo
cuando se pararon frente al Palacio de Buckinham, justo cuando estaba teniendo
lugar el Cambio de Guardia. Al instante, Harry sonrió y su amigo supo que se le
acababa de ocurrir alguna maldad. Se miraron, y el primero preguntó:
-¿Qué
te apuestas…- muchas frases de Harry comenzaban así -a que consigo acceder al
patio del Palacio y vuelvo a salir sin que me vean?
-¿Qué,
ahora? Con tantos guardias es imposible.
-No,
no ahora… sería demasiado arriesgado, incluso para mí. Además, necesito algo de
tiempo para prepararlo.
-Si
no lo vas a hacer ahora, ¿cómo sabré si lo has conseguido o no?
-Ya
te enterarás, te lo prometo. En todo Londres no se hablará de otra cosa durante
días.
A
su amigo aquella afirmación le pareció un tanto exagerada, pero como con Harry
casi todo era posible, no le llevó la contraria. Al final, la curiosidad pudo
con él.
-¿Y
no me puedes dar alguna pista de lo que estás tramando?
-Prefiero
que sea una sorpresa. Sólo te diré que entraré acompañado. Ahora, si no te
importa, he de pasar por una tienda de fotografía y luego por el circo -en ese
punto los dos amigos se separaron y quedaron en verse en un par de semanas.
A
los pocos días estalló la gran bomba informativa: ¡El Palacio de Buckingham
había sido profanado! Todos los periódicos más importantes de la época,
incluidos The Times y The Guardian, se hicieron eco de la noticia y publicaron llamativos titulares,
junto a varias fotografías que el mismo Harry les había mandado. Todas las
editoriales fueron contundentes al rechazar aquel despropósito. Algunas de las
reacciones fueron las siguientes: “Un desconocido cruza el patio y logra llegar
hasta la puerta del Palacio sin ser visto”. “¡Insulto a la Corona!”. “La Gran
Cagada del Palacio de Buckinham”. Este último titular, en particular, era muy
acertado, ya que Harry había conseguido que un elefante africano cagase en la
mismísima puerta del palacio de Buckingham. Y no sólo eso, ¡volvió a salir
montado a lomos del paquidermo sin que la Guardia Real se diera cuenta de ello!
En definitiva, gracias a la gran cagada, Harry se convirtió en el Gran Harry.
Podría
pasarme horas contando más historias de Harry, ya que estuve presente en muchas
de sus fechorías (la sustitución de unas gallinas ponedoras por otras de
plástico en una granja de Alemania; la venta fraudulenta de una supuesta momia
junto a las pirámides de Egipto; el viaje a Tailandia con todos los gastos
pagados, gracias a los visados y los documentos diplomáticos que habíamos
falsificado; la recreación no autorizada de un ataque mongol en la Gran Muralla
China…), pero me limitaré a describir nuestra última aventura que transcurrió
en la selva amazónica, cerca de la frontera entre Perú y Brasil. Aquella no era
la primera vez que íbamos juntos a América, ya que habíamos coincidido en otro
viaje que hicimos a Chile años atrás (es donde lo conocí, su coraje y
determinación me impresionaron tanto que enseguida nos hicimos grandes amigos), pero sí la que separaría
definitivamente nuestros caminos. En esta ocasión, nuestra tarea tenía dos
partes: por un lado, debíamos ayudar en las labores de rastreo al equipo de
cartografía que nos acompañaba para llegar a las zonas más remotas de la selva.
Y por otro lado, en caso de toparnos con algún pueblo indígena, debíamos
recoger datos de su comportamiento y forma de vivir. Aunque Harry y yo no
éramos antropólogos, nos ilusionaba más la segunda tarea que nos habían
encomendado, puesto que nos obligaba a relacionarnos con otras personas, y eso
nos encantaba. En las horas muertas que pasábamos sin hacer nada realmente
provechoso (mientras los cartógrafos preparaban todos los instrumentos, poco
podíamos hacer), nos solíamos sentar para charlar de forma distendida; y la
mayoría de las veces, tras recordar alguna de sus travesuras, siempre terminaba
suplicándole que no hiciera alguna trastada de las suyas. Un día, cuando
estábamos ya muy cerca de Brasil, le agarré del brazo y le pregunté:
-Por
cierto Harry, nunca me has contado cómo conseguiste entrar en el Palacio de
Buckinham sin ser visto.
-Si
te lo cuento, tendría que matarte… -me dijo con voz gutural.
-Ja
ja ja ja… –me reí a carcajadas durante un buen rato.
-Lo
sabrás el día que me muera. Hasta entonces, tendrás que vivir con la
incertidumbre.
Por
más que lo intenté, no me reveló su secreto. En cualquier caso, tampoco me
quitaba el sueño y no le di más importancia, ya que la respuesta implicaba que
muriera uno de los dos y, obviamente, no queríamos que eso sucediera.
Durante
los primeros días de viaje avanzamos a marchar forzadas por la selva amazónica.
Harry y yo abríamos camino en la espesura y esperábamos hasta que los
cartógrafos llegaran con todos los cachivaches. Luego, tras la charla de rigor,
seguíamos adentrándonos en la selva. La verdad, no nos divertimos demasiado
durante las dos o tres semanas de expedición. Todo cambió, eso sí, un día
lluvioso de la tercera semana. Tras pelearnos con todo tipo de plantas e
insectos, llegamos a un claro donde había evidencias de presencia humana: marcas
e indicaciones en los árboles, restos de ceniza en el suelo y ciertas rocas
talladas con motivos funerarios. Excitados, Harry sacó unas cuantas fotos y, sin
esperar a que llegasen los cartógrafos, avisamos del hallazgo por radio y
avanzamos un poco más por nuestra cuenta. A cada paso, nos emocionábamos más, y
pronto supimos que estábamos en el buen camino, ya que las señales eran cada
vez más claras. Un cuarto de hora más tarde divisamos a lo lejos un poblado
indígena, y tras hacer buen uso de los prismáticos, dedujimos que estaba
habitado. Al instante, nos pusimos a discutir de forma acalorada:
-Harry,
debemos llamar a los cartógrafos y esperar. No podemos adentrarnos los dos
solos en el poblado. ¡Podría ser peligroso! –arrugué la frente para darle
fuerza a mi argumentación.
-¡Tonterías!,
lo que pasa es que no te atreves. Después de todas las aventuras que hemos
vivido juntos, ¿no confías en nuestras posibilidades?
-No
es eso… pero es mejor que nos acerquemos
todos juntos. Si la cosa se pone fea, nos será más fácil defendernos.
-Bah,
si lo más probable es que no seamos los primeros en pisar sus tierras –me miró
con cierto desdén-. Es más, seguro que ya tienen ropa deportiva, zapatillas,
frigoríficos y hasta una máquina de hacer hielo.
-Pues
por eso mismo, podrían tener incluso armas de fuego. ¿Y si nos disparan? –en
realidad, lo que yo más temía era que Harry intentara engañar a los indígenas,
y no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
Mi
última pregunta le dejó descolocado. Harry no había contemplado esa posibilidad
y, tras debatir durante un par de minutos, llegamos a un acuerdo: esperaríamos
a que llegasen los cartógrafos, pero antes de acercarnos todos, iría él para
mostrarles nuestros respetos y explicarles qué era lo que queríamos hacer.
Después, si no había ningún problema, nos avisaría por radio para que fuéramos
a su encuentro.
Era
ya mediodía cuando vimos cómo se alejaba la figura alargada de Harry. Nunca más
lo volveríamos a ver con vida. Estuvimos esperando alrededor de hora y media, y
aunque intentamos contactar con él por radio, nuestros esfuerzos fueron
baldíos, no obtuvimos respuesta alguna. Hartos de esperar, recogimos todas las
cosas y nos dirigimos hacia el poblado. Pero al llegar, la sorpresa
fue que… ¡allí no había nadie! ¡No había ni rastro de los indígenas ni de Harry!
Peinamos todo el poblado pero nada, era como si se los hubiera llevado el
viento. La mayoría de las pertenencias estaban allí, pero no nuestro compañero.
Atemorizados, rebuscamos por los alrededores, mirando en cada recoveco y
grieta, imaginándonos lo peor; nos dividimos en grupos de tres personas y
seguimos buscándolos durante todo el día, pero no hubo suerte. Mandamos a
algunos de los topógrafos de vuelta a la civilización para que mandasen ayuda.
Mientras tanto, los demás permanecimos en el poblado y montamos turnos de vigilancia,
con la vaga esperanza de que aquellos indígenas que habían matado al Gran Harry
(no teníamos ninguna duda de que era así) volviesen a aparecer. Todos los
esfuerzos fueron inútiles. Durante dos semanas, destacamentos de la policía
peruana, brasileña, todos los cartógrafos y yo mismo nos abrimos paso entre la
selva virgen. Fue inútil. El Gran Harry había muerto.
Volviendo
a la caja que tengo ahora mismo entre mis manos, puedo decir que estábamos
totalmente equivocados. Harry no sólo no había muerto, sino que había culminado
su última diablura… engañándonos a todos. Las pruebas son irrefutables, ya que
la caja contiene cerca de doscientas fotografías, y todas ellas captan el
momento de algunas de sus muchas jugarretas; puedo ver la foto que nos sacamos
mientras simulábamos morder el cuello de dos gallinas de plástico, la mariscada
que comimos en un puerto costero de Tailandia, el instante donde echábamos
whisky en la pila de una iglesia al norte de Francia, y decenas de fotos de la
selva amazónica donde se ve a Harry sonriendo junto a los indígenas, comiendo,
cazando, bebiendo de los manantiales… de hecho, en algunas de las fotos
aparecen miembros de la policía intentando dar con él.
La
verdad es que no sé por qué lo hizo. Me imagino que se habría aburrido de timar,
engañar, engatusar y abusar de la gente y decidió que debía cambiar de tipo de
vida. Tras llamar la atención durante muchos años, buscó la forma de
desaparecer y hallar su lugar en este mundo truculento. Lo que sí sé es que ha
cumplido con su promesa, aquella que me hizo cuando me dijo: “lo sabrás el día
que me muera. Hasta entonces, tendrás que vivir con la incertidumbre”. Sí, no
penséis que me he olvidado. Antes de terminar con mi relato, deseo arrojar algo de luz sobre el asunto del
Palacio de Buckingham, el que lo convirtió en el Gran Harry. Las fotos son
magníficas, hasta cómicas diría yo: en una está dentro del circo, junto un
enorme elefante, recibiendo instrucciones por parte del domador para aprender a
controlar al animal. En otra, se le puede ver charlando con un miembro de la
Guardia Real muy cerca del Palacio de Buckingham. Y en otras tres o cuatro,
está con un buen número de guardias (incluido el de la segunda foto) y el
domador del circo, tomando unas cuantas cervezas y whiskys en uno de los muchos
pubs que hay por Londres. Las mentes borrachas son más fáciles de manipular, y
es evidente que el Gran Harry lo logró.
Así
que ya sabéis, si algún día algún amigo o compañero os dice que quiere ser
deshollinador, o si se propone cualquier otra locura, no os riáis a la ligera. Es
posible que acabe consiguiéndolo.
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