Aurelio Díaz, exbanquero y cuentacuentos, rezaba
la reluciente placa metálica que estaba pegada a la mugrienta autocaravana. No
había otro signo o dibujo alguno que aportase información adicional sobre la identidad
de aquel extraño hombre que recorría junto a su perro Manchas la mayoría de los
pueblos del norte. Según los que le conocían, era un señor culto, amable y
cercano que recibía a la gente con una sonrisa en la boca. Siempre estaba dispuesto
a ayudar a las personas y, a cambio de unas pocas monedas, no vacilaba a la
hora de contar una buena historia. No obstante, era poco dado a hablar de su
vida privada y recelaba de todo aquel que le preguntara sobre su pasado; no se
sentía muy orgulloso de todos sus actos. Al parecer, en la placa, lo de exbanquero
estaba claramente resaltado para no confundirlo con su nueva faceta de
cuentacuentos, ya que en muchos lugares, especialmente en ciudades donde la
corrupción estaba a la orden del día, ambos oficios no podían ser
diferenciados.
Aurelio
no era un cuentacuentos al uso, puesto que no se dedicaba a contar historias
tradicionales. Sus versos no hablaban de princesas que esperan la llegada del caballero
salvador, ni tampoco de épicas batallas donde siempre ganan los buenos. De
hecho, sabía perfectamente que la línea que separa la bondad de la maldad está
a menudo difuminada por la sombra de la subjetividad. Lo suyo era algo más
personal y sutil; sus cuentos eran especiales porque los protagonizaban los
propios clientes, aquellos que se acercaban a la autocaravana en busca de
consuelo para su alma. Por ejemplo, si un joven le decía con aflicción: “no sé
qué hacer con mi vida. Mis padres me dicen que deje ya los estudios para que
pueda trabajar en el campo, pero yo prefiero seguir formándome”. Aurelio se
tomaba su tiempo para reflexionar y replicaba con tono enérgico:
“Erase una vez un pueblo
distinto a los demás. No era distinto en cuanto a las necesidades básicas o los
quehaceres diarios, y las leyes físicas eran las “tradicionales” (las hojas de
los árboles caían hacia abajo y el agua de los riachuelos bajaba desde los
montes), pero sí que los habitantes tenían un concepto distinto del mundo. El
tiempo, por ejemplo, no lo medían en segundos o ciclos astrales (…) y a las personas
se las valoraba teniendo en cuenta los buenos momentos vividos y generados, no
por sus pertenencias o posesiones. A los jóvenes no se les forzaba a hacer
cosas desagradables, y se les animaba a que se dedicasen a lo que realmente les
apasionara. El hijo de un herrero no tenía por qué convertirse en herrero, y
los hijos de los agricultores podían ser poetas, carpinteros o ganaderos. Al
único hijo de los agricultores que vivían cerca del riachuelo –Aurelio
se paró para dedicarle una sonrisa cómplice a su cliente- no le gustaba arar la tierra. Su mente inquieta le llevaba a observar
las estrellas y a preguntarse el porqué de las cosas. Estudiaba los árboles y
las plantas, recogía semillas (…) y después las analizaba bajo la atenta mirada
de sus atónitos padres. Cuando tenía tiempo, les aconsejaba sobre las mejores
técnicas de cultivo, y corregía errores que pudiesen estar cometiendo. Con el
tiempo, los padres comprendieron que lo mejor para subsistir era que su hijo no
se dedicase a la agricultura”.
Aurelio
seguía añadiendo datos, y si tras concluir el relato notaba que el cliente no
quedaba del todo satisfecho, podía añadir: “además, si tras estudiar ves que no
encuentras un trabajo que se ajuste a tus necesidades, siempre puedes ayudar en
el campo a tus padres. O, si no quieres cansarte demasiado, podrías meterte a
político”.
Alguno
podría afirmar que Aurelio era un cura sin alzacuellos, y no le faltaría parte
de razón. No obstante, sus discursos no provenían de un púlpito, ni tenían la
intención de adoctrinar a la gente. Sus intenciones eran buenas y no hacía
promesas que no podía cumplir.
Cierto
día, estaba descansando en la entrada de un pueblito, cuando un ligero golpe le
sobresaltó. En un primer momento no le prestó mucha atención, pero al ver que
Manchas se ponía nervioso, se acercó a la ventanilla y miró con desgana. “Habrá
sido el viento” -pensó. Antes de que pudiese llegar a su sofá-cama, volvieron a
aporrear la puerta de la autocaravana con fuerza. Refunfuñando, volvió tras sus
pasos y abrió la puerta con suavidad. No vio a nadie hasta que sintió un tirón
en su pantalón y bajó la cabeza. Era una niña de unos siete u ocho años, de
ojos diminutos y sonrisa pícara. Aurelio, desconcertado por la visita de una
persona tan joven, sólo acertó a decir:
-¿Puedo
ayudarte en algo, pequeña?
-¿Eres
tú el señor que cuenta cuentos? Mi madre me ha dicho que mire en la
autocaravana.
-Sí,
así es… ¿quieres que te cuente uno? No importa que no tengas dinero, no te
cobraré nada (dudaba de que la madre hubiese tenido el detalle de darle dinero
a la hija).
-No,
no es necesario –dijo convencida.
-¿No
quieres que te cuente un cuento como a los demás? Si me dices qué te preocupa,
intentaré ayudarte.
-Yo
no soy como los demás. No tengo preocupaciones. Soy feliz viviendo con mi
madre.
-Entonces,
¿para qué has venido? –preguntó, al tiempo que apartaba al perro para que no
les molestase.
-¡Quiero
contarte un cuento! –los ojos se le agrandaron por un breve instante.
-¿Cómo?
¿Quieres contarme un cuento?
-Claro.
Me gustaría recitarte la historia que suele contarme mi madre. Seguro que te
gusta y te hace más feliz. ¿Puedo?
A
Aurelio le pareció curiosa la situación. Acostumbrado a ser él el
cuentacuentos, nunca se había imaginado en el lado opuesto. Decidió hacer una
excepción y dejar que la niña hablase.
-Empieza
cuando quieras –hizo una reverencia un tanto cómica.
La niña tomó aire y dijo:
“En una ciudad grande
vivía una chica joven bastante alegre. No tenía grandes pretensiones y se
conformaba con lo poco que le ofrecía la vida; adoraba los animales, disfrutaba
del buen vino y le gustaba dar paseos por el monte. Un día conoció a un chico
delgado e inteligente, y tras un par de años de noviazgo decidieron casarse.
Fue entonces cuando todo empezó a torcerse. Se supone que cuando uno se casa lo
hace para estar más tiempo junto a su pareja, pero no fue ese el caso. El marido
cada vez tenía más trabajo y apenas podía estar unos pocos minutos al día junto
a su esposa. Ella le decía que quería tener hijos y que le necesitaría a su
lado para poder criarlos, mas él siempre decía que no era un buen momento
porque tenía mucho papeleo. Se pasaba prácticamente todo el día metido en su
despacho, mientras ella apenas salía de casa. Pero lo que el marido no sabía
era que, con el tiempo, se quedaría sin trabajo y sin esposa. El número de
clientes fue disminuyendo paulatinamente, y eso hizo que tuviese
menos trabajo y, por consiguiente, que aumentase su malestar. Cambió su forma
de ser y la vida en pareja se convirtió en un suplicio; cada vez discutían más
y se peleaban a diario. Se soportaron mutuamente durante meses hasta que la situación
se tornó insostenible. Por el bien de ambos decidieron separarse. Al final, él
se marchó y dejó una huella imborrable que difícilmente ella podría ignorar. Una
huella imborrable y… un bebé que nacería a los nueve meses.”
-Así
termina mi cuento. ¿Qué te parece? –la niña sonrió de forma tímida.
-Me
ha gustado bastante. La introducción es muy buena, ya que consigue captar la
atención, pero el final es un poco soso y falto de emoción. Además es triste, y
un buen final debería ser más alegre.
-Pero
si termina muy bien. Al largarse el exmarido, ella recuperó su vitalidad y
vivió muy feliz junto a su hija. Es más, todavía no he terminado con la
historia –replicó la niña-. ¿Sabes qué es lo más gracioso?
-¿Qué?
-Que ese señor se llamaba Aurelio Díaz, como tú, y que trabajaba en un banco.
Lo
que sucedió a continuación es complicado describirlo con palabras: la cara de
Aurelio adquirió distintas tonalidades que fueron cambiando desde el rojo más
intenso hasta el blanco más insulso. A medida que fue hilando los cabos sueltos
del relato que le había contado la niña, se fue poniendo más nervioso hasta que
lo comprendió todo. Esa niña… ¡era su hija!
Sin
saber qué hacer o qué decir, se agachó y le dio un beso en la frente a su hija.
Acto seguido, cerró la puerta de la autocaravana y la puso en marcha. Antes de
largarse, tuvo tiempo para sacar la cabeza por la ventanilla y preguntar:
-Por
cierto, ¿cómo te llamas?
-Lucía.
Me llamo Lucía.
-Tienes
un nombre muy bonito. Ahora me tengo que ir. Me alegro de que seáis felices tú
y tu madre. Adiós.
Cuando
la autocaravana se lanzó otra vez hacia la carretera, Lucía pudo leer la placa que
se alejaba lentamente: Aurelio Díaz, exbanquero y cuentacuentos.
Un final muy previsible además de notársete una animadversión excesiva contra politicos, curas y banqueros.
ResponderEliminarpero ánimo chaval se te ve madera.
Hola anónimo, tienes razón, el final es bastante previsible. Y tampoco es que tenga una animadversión excesiva. Simplemente quería meterme un poquito con los políticos, curas y banqueros porque son en gran medida (no los únicos, ojo), los responsables de la crisis que se está viviendo en España.
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