Suena el
radio-despertador. Son las 7:02. Emiten las noticias: otra guerra ha estallado
en un país perdido de Centro África: masacre, genocidio… lo típico. Te desperezas. Con la bata desabrochada te
diriges al váter. Te estalla la vejiga. De fondo se escuchan los números
ganadores de la lotería de hoy. Parece que ha tocado cerca esta vez, 2 millones de euros a un solo acertante, un individuo
que tan sólo vive a 7 km de tu calle. Te lavas la cara y te peinas mientras te
imaginas al pobre agraciado saltando de alegría al conocer la noticia, mandando
a su jefe a tomar viento por teléfono mientras grita a su esposa lo infeliz que
ha sido durante los 19 de los 20 años de matrimonio que ha vivido con ella. Con
cara de euforia, en calzoncillos y pantuflas sale al jardín a berrear su
suerte. Grita descontrolado mientras tira al aire la botella de cerveza a
medias que acaba de separar de sus labios. Era lo único que tenía en la nevera.
Piensa ir al supermercado ya mismo a por una botella de champagne como dictan
los cánones. La botella de cerveza cae en el arcén y se hace añicos,
desparramando lo que quedaba de líquido. Se siente liberado, corre hacia la
carretera con tan mala suerte que se tropieza y cae de costado justo cuando un
coche pasa a mayor velocidad de lo permitido en zona residencial. El vehículo frena
en seco a tan sólo un par de centímetros
de la cara del individuo. Aún con el boleto en la mano, se levanta de un salto
del suelo, por un instante piensa en insultar al conductor (que está blanco del
susto) pero hoy nadie le va a cambiar de humor. Vuelve hacia la acera a buscar
la pantufla perdida. No se da cuenta de un cristal roto que hay sobre el
asfalto, lo pisa, siente una punzada terrible en la planta del pie, cae de
rodillas con los ojos fijos en el trozo de cristal que atraviesa su carne de
lado a lado. Es extraño, debería estar sangrando, piensa… cae de bruces y de
pronto siente un golpe seco, metálico, en la sien. La vista se le nubla. Mira
hacia arriba y ve la boca de riego color rojo, esta vez de un color rojo más
vivo. Parpadea. Tiene la cabeza apoyada en la acera. Vuelve a mirar al pie
atravesado. Esta vez sí que sangra. No. Espera. No es el pie el que sangra. La
sangre procede de algún lugar más arriba que no alcanza a ver. ¿Qué es del
boleto? Lo tiene al lado. Intenta agarrarlo con los dedos, pero no puede. Un
pozo de líquido carmesí lo alcanza antes que sus dedos. Se le nubla la vista.
No hay más suerte para el pobre desgraciado.
Sonríes. Ya estás duchada
y casi vestida. Apagas la radio. Agarras un par de esas barritas “dietéticas”
de cartón con sabor a fresa y una manzana. Las metes al bolso “barra”
saco-sin-fondo “barra” engullidor-de-objetos-variopintos. Sabes que a media
mañana te vas a zampar un café con leche con un bollo relleno de crema y tres
galletas con extra de azúcar industrial y grasas saturadas, pero te da igual.
Sigues un rito absurdo de pesarte en ayunas y frente al espejo todos los días,
como si la que te mira al otro lado te juzgara. Te pones las parisinas, el
fular y a la calle.
Son las 7:57. Sales del
portal. Cruzas un paso de cebra, luego otro y luego otro más. En el tercero, un
neo-ciclista-hípster casi te atropella con su bici “fixie” y sus pintas de
“modernillo-ochentero-pero-que-no-se-note” con su mochila Adidas de las
Olimpiadas de Berlín de 1972, su barbita de chivo, su casco ultra-ligero hecho
de un material espacial y sus zapatillas Converse estilo años 80. Estás
cabreada, así que metes la mano al bolso y agarras una caja transparente de
plástico llena de vivos colores en su interior y se la lanzas al terrorista
sobre ruedas con todas tus fuerzas. La caja cae frente a él al tiempo que se
abre y esparce su contenido por toda la carretera. Docenas de chinchetas
multicolor bailan y se zarandean con sus afiladas agujas mirando el cielo. El
ciclista se tensa sobre el manillar y consigue esquivar las primeras dos o
tres, pero de pronto se oye un reventón de rueda, seguido de otro al instante.
El ciclista tambalea perdiendo el control de su vehículo. No se percata del
poste del semáforo que tiene delante hasta que es demasiado tarde. En un
intento por evitar la colisión se tira a un costado, pero no sortea la mediana
de acero y se empotra contra una de las barras, provocándole un corte en las
costillas que le deja medio pulmón fuera. En su agonía final, el hípster mueve
los labios ondeando su barbita de chivo, pero no emite sonido alguno, pues el
aire se le escapa por un pecho burbujeante entre sangre y vísceras.
El empujón de un viandante
te despierta de tu dulce ensoñación. Ves a lo lejos cómo el terrorista sobre
ruedas sortea camiones, taxis y monovolúmenes al son de su irritante timbre
mientras se salta a la torera al menos cinco reglas de circulación en una misma
maniobra. Miras tu mano dentro de tu bolso acariciando una cajita de plástico
transparente que contiene docenas de chinchetas multicolor. Otro día tal vez,
quizás mañana… Te peinas el flequillo y
prosigues tu camino.
Las 8:15. A pesar de todo,
hoy vas con tiempo de sobra. Cruzas la última acera y te diriges hacia la
estación de trenes. ¡Mierda! Doña Felisa te asalta con su peculiar gusto nulo
para vestir.
- ¡Buen día querida! ¡Ay pero qué guapa te
veo! ¡Cómo se nota que eres joven! A tu edad yo también era una perita dulce,
¡no creas que no!
- Buenos días Doña Felisa. Gracias. Usted
siempre tan amable. Mire, me encantaría poder quedarme a charlar con usted pero
es que tengo que coger el tren, ya sabe, que si no…
- Anda que contigo quería yo hablar, porque
precisamente ayer a la tarde estaba hablando yo con Charo y surgió tu nombre de
repente cuando…
Imposible. Esta mujer es
imposible. Asientes y parpadeas cada diez segundos. Te pones en modo respuesta
automática tipo “sí, sí, en efecto, ajá, ajá…” y te dejas llevar por su
verborrea de maruja sin nada que hacer hasta las 10:30, que es cuando ponen el
primer culebrón de la mañana y aprovecha para hacer la plancha de su pobre marido
(que sospechosamente mete alrededor de 12 horas diarias en el taller, antes de
personarse en casa hacia la hora de la cena) y su parasitario vástago de 38
años y en paro, sin otra cosa que hacer que fumar porros encerrado en su cuarto
durante las 8 horas que está despierto en todo el día. En cierta manera, lo
comprendes. Con una madre así, que es un cliché andante con su chándal de
mercadillo con la goma atada al sobaco combinado con tacones “rojo pasión” de
aguja y una blusa de leopardo intentando vanamente disimular sus ondulantes
formas, casi te compadeces del pobre parásito. Te lo imaginas encerrado en su
habitación, con posters del Che y Nirvana junto con alguna vieja gloria tipo
Pamela Anderson, mientras se descarga toneladas y toneladas de pornografía en
su portátil con cara de concentrado por si su insufrible madre entra sin avisar
a su cuarto y pueda así fingir estar buscando ofertas de empleo. Aprovecha los
ratos en los que la abeja reina sale de la colmena, al mercado o al café con
las amigas, para sentirse rey zángano por un par de horas y disfrutar de los videos
recién excavados de Internet. Se lo toma con arte, con determinación y espíritu
de superación y mejora. Aptitudes ejemplares que lamentablemente no puede poner
en su currículum, pero que le aportan satisfacción física y hasta un punto,
incluso espiritual. Hoy ha visitado una web japonesa donde infinidad de
aberraciones sexuales son explicadas y puestas en escena por gente amateur. Es
sin duda un reto para él y se dispone a intentar algo nuevo, pues no todos los
días se encuentran joyas así en la web. Te lo imaginas en penumbras, con la
persiana cerrada al 93% impidiendo que los hedores del tabaco y la marihuana se
escapen de la habitación, con la única luz que emite la pantalla LED del
dispositivo, tumbado a medias sobre el camastro, sudando y jadeante, mirando
con ojos saltones a la pantalla, con su rollo de papel higiénico a la derecha
del ratón y la loción hidratante para baño de doña Felisa a la izquierda. Lo
ves retorcerse, ponerse rojo mientras la vena del cuello se le hincha y llena
de sangre sus ojos. A punto de alcanzar el clímax, exhala por última vez y
sufre un repentino ataque cardiaco. La reacción brusca del brazo izquierdo golpea
la pantalla del portátil, lanzándolo de un golpe al suelo. La mano derecha
intenta alcanzar el móvil de la mesita de noche, que se le escurre de entre los
dedos agarrotados. Una última sacudida lo tira de la cama, dejándolo boca
abajo, desnudo de cintura para abajo y una camiseta raída de Los Ramones como
única prenda decorosa sobre su cada vez más frío cuerpo.
Te preguntas cuál sería la
reacción de doña Felisa cuando se encontrara semejante escena. No puedes evitar
sentir curiosidad. Pero doña Felisa no calla.
- …que digo yo que por 10 céntimos de deuda,
podría dejarlos a cuenta y pagarlos otro día, como se hacía antes. Pues no. La
obligó a dejar el paquete en la estantería y la mandó a casa. ¿Pero sabes qué?
Hoy la gente ya no fía. El barrio ya no es lo que era. Pero ni éste, ni muchos
otros. Antes íbamos a la tienda y con decir que eras hija de la Juani ya podías
llevarte medio kilo de azúcar a casa y te lo apuntaban y punto…
- Hablando de azúcar, ¿le apetece un
caramelito, doña Felisa? Tranquila, que es de los que no engordan. De hecho, es
sin azúcar. Pruebe uno.
- ¡Uy! ¿Es de esos de que no engordan? No
estarás a dieta, ¿verdad querida? Porque a ti no te hace falta. Eso está claro.
¿Y saben igual que los otros? Bueno, no es que yo esté a dieta, pero bueno,
aunque no lo parezca, me cuido lo mío.
- Descuide. Tome, tome.
Le das el dichoso
caramelito con la esperanza de que calle por un par de segundos. No sabes cómo
lo hace, pero es capaz de seguir hablando, respirando y chupando (más bien,
engullendo) el caramelo al unísono como si hubiera pasado doce años en el
conservatorio de bombardino realizando ejercicios de respiración y resople
hasta alcanzar el cénit como artista de instrumentos de viento. Simplemente no
calla. Tu cerebro vuelve a aplicar el filtro para marujas y vuelve a encender
el mecanismo de respuestas automáticas. Parpadeas por un instante y escuchas
una tos y un resuello. Estás en un estado de semi-inconsciencia inducida por la
retahíla sin fin de la abeja reina. Se ha convertido en un ruido de fondo como
un grifo abierto en el eco de un baño o en golpeteo constante de un martillo
hidráulico de unas obras en plena calle mayor. Doña Felisa te hace gestos con
las manos igual que siempre, pero esta vez con mayor exageración que de
costumbre. No puedes creerte que se haya quedado muda. Sorprendentemente los
ojos se le están saliendo de sus órbitas y tiene la boca abierta en forma de O
mayúscula mientras se echa la mano al collar de perlas falsas que le cuelgan
del gaznate. La miras, te mira. Intenta toser pero el caramelo de menta con
xilitol que le acabas de dar le obstruye las vías respiratorias. Sus 152
centímetros junto con sus 84 kilos rebotan graciosamente sobre el césped del
jardín algo descuidado que rodea la vivienda unifamiliar. Al caer, uno de sus
tacones rojos de aguja se desprende dejando un pie rollizo con un dedo gordo
del pie agrietado y calloso a la vista. Te agachas sobre ella y acercas tu mano
para tomarle el pulso. Es difícil encontrar la carótida bajo la doble papada.
Miras tu reloj y…
- ¡Mier... Caray! Las 8:28. Se me hace tarde
Doña Felisa. Lo siento pero tengo que marcharme si no quiero perder el tren. Lo
siento. Otro día seguiremos hablando, ¿le parece bien?
- ¿Te marchas ya? ¡Qué pena querida! Bueno,
espero verte mañana para terminar de comentarte lo que me contó Charo y así…
Mientes.
- Me encantaría, pero me voy de viaje. ¡Cuídese
Doña Felisa!
Aceleras el paso tanto
como te lo permiten tus glamurosas parisinas rumbo a la estación. Intentas
llegar antes que el tren de las ocho y media. El siguiente es a menos cinco y
supondría llegar tarde. No sería una tragedia, pero te molesta. Al fin y al
cabo, eres un ejemplo para algunos. Te concentras en tu objetivo: andén número
tres. Notas cómo el calor de la carrera hace que transpires, echando a perder
tu ducha refrescante. Rezas para que el desodorante haga honor a su definición
y mantenga tu cuerpo libre de malos olores lo que queda de día. Tu paseo
matinal se ha ido a tomar viento por la cotorra ballenera. Seguro que Doña
Felisa ya va por su tercera galletita “de esas de arroz inflado, porque aunque
no estoy a dieta, me cuido”. Llegas a la estación. Todo parece indicar que el
tren aún no ha llegado. Por suerte, lleva retraso, según te comenta el jubilado
del banco de madera. ¡Bendita cultura de la ineficiencia!
- Probablemente ha tenido una avería. Este
trimestre ya van tres. Con este serían cuatro. - Comenta el miembro honorario
de la asociación de la tercera edad. Se nota que sabe de qué habla. Tiene pinta
de ser del mismo tipo de jubilado que se sienta en el parque a estudiar los
hábitos de la gente que va a pasear y lo apunta todo en una libreta.
- Menos mal. Creía que lo había perdido ya.
No puedes evitar tirar de
tópicos y te imaginas al maquinista dormido saltándose la señal de velocidad
máxima. Un árbol caído en las vías a causa del fuerte temporal de viento de la
noche anterior provoca el descarrilamiento de cuatro vagones y… No, no. Espera.
En realidad, un mecánico frustrado y enfadado con la patronal porque le
entregaron la carta de despido inminente a falta de dos horas para terminar su
jornada laboral, logró entrar a la sala de máquinas y trampeó un par de
sensores y aflojó otro par de ejes del vagón principal para que entrara en
barrena a partir de cierta velocidad. Alcanzado ese número arbitrario en el
cuentakilómetros, un alabeo de la estructura hace que los frenos de un costado
se bloqueen en seco mientras los otros aceleran, con la incuestionable tragedia
consecuente. Mmm… Algo rebuscado quizás.
Ahora que lo vuelves a mirar, ves en el señor del banco cierto brillo psicópata
que te hace sospechar de que tal vez sea de esos que, con la libreta en la mano
izquierda y el honor de un augurio incumplido en el puño derecho, ha
pertrechado su particular venganza al transporte público. Con el kit de
herramientas de cuando fue herrero industrial bajo su abrigo marrón de pana, ha
salido de casa a las cinco de la mañana rumbo al quiosco de la esquina. Mas hoy
no ha esperado al camión de reparto de prensa, como de costumbre. Ha seguido
adelante hacia en paso a nivel que está doscientos metros más adelante. Hace
dos años su nieto falleció arrollado por culpa de la mala señalización, un
semáforo que hacía más de cinco meses que no funcionaba y el sistema de
megafonía roto a causa del vandalismo del barrio. Para más desgracia, hacía más
de seis años que el concejal de urbanismo había prometido iniciar las obras de
soterramiento de las vías; una promesa que, a la vista de los acontecimientos,
había incumplido. Fue una tragedia. Un menor muerto, la gente escandalizada,
manifestaciones en contra del ayuntamiento y la junta general y en apoyo
incondicional a la familia. Se les volvió a prometer que aquello no volvería a
ocurrir. Hubo una investigación e incluso la vía estuvo cerrada durante tres
semanas para unas supuestas “reformas de la seguridad” que nunca terminaron de
llegar. La investigación, por supuesto, jamás obtuvo culpables y ninguna
indemnización fue a parar a la familia. Al calmarse las aguas revueltas del
populacho, el día a día volvió a lo que era. Veinte trenes diarios cruzando el
barrio. Un barrio que tenía a un abuelo destrozado y un nieto en una tumba. Así
que, ahora sí que sí, ves al abuelo dirigirse al paso a nivel con sus
herramientas, utilizar la palanca junto con un par de tenazas y un soplete. No
le lleva más de dos minutos retirar una viga de metros y medio del costado de
la vía. Acto seguido, vuelve a recoger sus utensilios y vuelve tras sus pasos
hacia el quiosco. Se lleva un ejemplar de prensa que está junto a la pila de
revistas y semanarios. Entra al portal de su casa, guarda las tenazas, la
palanca, el soplete… y sale a la estación, a esperar el primer tren del día que
jamás ha de llegar… Oyes el descarrilamiento y la consecuente explosión cerca
de ti. El primer tren de la mañana es el más atestado de todos. Decenas de
víctimas inocentes y no tan inocentes. Cuerpos quemados. Cuerpos mutilados.
Llantos, gritos de desesperación y desolación. Una nube de humo se alza en
medio de la ciudad mientras a lo lejos se oyen las primeras sirenas de
ambulancias y fuerzas del orden acercarse al lugar de los hechos. Desde la
estación se alcanzan a ver algunas llamas a lo lejos y la gente mira y pregunta
desconcertada. Miras al señor del banco, que observa la misma página de prensa que
leía hace cinco minutos. Levanta la mirada y te mira. Hay un brillo extraño en
sus ojos.
- Parece que me he equivocado. Aquí viene tu tren.
¡Corre, que te cierran las puertas!
Durante un instante te
quedas mirando al jubilado en su asiento de madera. Estás medio embobada. Se lo
agradeces con un sordo “gracias”, con perfecta vocalización pero sin sonido
alguno. Entras con un salto al vagón, justo antes de que se cierren las puertas
a tus espaldas. Te acomodas en un asiento junto al ventanal y observas el paisaje
mientras la aceleración y el traqueteo te mecen. Apoyas la sien sobre el
cristal. Las vibraciones te masajean el cuero cabelludo, a la vez que hace que
retumbe tu cavidad craneal. Miras el reloj. Son las 8:37. Llegarás a tiempo.
Algo justa, quizás, pero a tiempo.
Frente a ti, un chaval con
un acentuado problema de acné juvenil, enfundado en su chamarra estilo muñeco
de neumáticos Michelin, gorra con las siglas “NY” color azul eléctrico y gafas
naranjas a lo Bono de U2, escucha música reggaetonera con sus auriculares
tamaño XXL a todo volumen mientras toquetea sin descanso su iPhone última
generación y mastica con la boca abierta un chicle fresa ácida sin percatarse
de la vertiginosa aceleración en la destrucción de neuronas que se está
auto-provocando. Te mira tras los cristales anaranjados con una expresión que
te hace dudar si pretende intimidarte, mostrarte su indiferencia estilo “soy un
anti-sistema así que cuidado conmigo” o simplemente se trata de la mirada de un
ser incapaz de ver más allá del reflejo sus ojos en las lentes, como cuando un
gato se te cruza en la carretera de noche y se queda atontado mirando las luces
largas del coche que lo ha de arrollar en un instante. Durante un segundo se
queda con la boca abierta y el chicle cayéndole por el paladar, para acto
seguido volver su mirada a su flamante iPhone y seguir rumiando cual vaca pastando.
Miras a fuera. El cielo comienza a encapotarse. No recuerdas que hayan
anunciado lluvia para hoy. De hecho, dirías que el aire está relativamente
seco. Pero esas nubes cada vez son mayores y más oscuras. De pronto, salta un
rayo de la nada que toca tierra a pocos kilómetros. Luego otro y otro más. El
cielo se torna de un color anaranjado, tirando a rojizo. A lo lejos se
vislumbra una estela llameante. No eres la única que se ha dado cuenta de que
algo extraño está ocurriendo. La gente en el vagón comienza a levantarse de sus
asientos y a mirar por la cristalera. El rumiante de la gorra azul tarda unos
diez segundos más que el resto en reaccionar, pero cuando se percata de la
danza celestial que se está dando lugar, abre la boca hasta tal punto que el
dichoso chicle se le cae. Se baja las gafas, pues para ahora, todos, no sólo
él, vemos el mundo en tonos anaranjados. También se quita los cascos. Las pocas
neuronas vivas que le deben quedar le dan al botón de pausa a la música y
haciendo gala de su total control del aparato, cambia a modo cámara y comienza
a grabar el espectáculo que hay fuera. Se escucha un silbido agudo seguido de un
estruendo ensordecedor, como de misil que ha caído muy cerca, a continuación el
vagón se llena de una luz cegadora. Cerca, demasiado cerca, columnas de llamaradas
alcanza la altura de los edificios colindantes. A pesar de que los ojos de los
pasajeros del tren se nieguen a aceptar lo que ven, todo apunta a que estamos
sufriendo una lluvia de meteoritos. Cascotes de hormigón salan por los aires.
Observas las caras de asombro, perplejidad y terror entre la gente. Se oye un chirrido
y el vagón sufre un brusco frenado de emergencia. Bolsos, mochilas y algún
carrito de la compra salen despedidos hacia los asientos de adelante. Pocos de
los que se viajaban de pie consiguen librarse de un topetazo contra una barra
de seguridad o contra un prójimo. El rumiante humano sigue grabando con su
teléfono ajeno a los acontecimientos de la cabina. El piercing con forma de
calavera que le cuelga de la ceja izquierda tirita mientras sus ojos de sapo
asustado siguen fijos en la pantalla de cinco pulgadas. Se escucha otro
estruendo, esta vez más cerca que el último. Cascotes, piedras y diverso
material de construcción irrumpen de golpe a través de la cristalera. La gente
histérica se echa al suelo, se hacen ovillos y gritan de la impotencia, como
homínidos enjaulados a punto de ser sacrificados. El rumiante sigue inmutable
en su posición. Sin embargo, observas que la pantalla ha dejado de grabar. Un
proyectil del tamaño de una canica lo ha destrozado, dejando poco más que un
pedazo de vestigio tecnológico inútil en manos de un ser dudosamente más
productivo que el mismo aparato. Ya puede ir olvidándose del video viral de YouTube,
piensas. Su cabeza gira y te mira. El proyectil ha entrado por la cuenca de su
ojo izquierdo y ha perforado su ya de por sí maltrecho cráneo de lado a lado,
dejando en su lugar una cavidad hueca y rosada. Ves cómo un hilo de luz
traspasa la cuenca y no puedes evitar sonreír al pensar que es posible que es
la primera vez en mucho tiempo que su cerebro recibe algo de claridad y
frescor.
El doble pitido de
advertencia de las puertas abriéndose te vuelve a la realidad. Agarras tu bolso
y sales disparada del andén. Te quedan dos calles. Son las 8:52 y tan sólo
cuatro pasos de cebra y dos semáforos te separan del comienzo de tu jornada
laboral. Pan comido. De camino al trabajo pasas por delante de dos bares, una
tienda de electrodomésticos, una farmacia, un hospital privado, una cafetería,
un tanatorio y una tienda de animales y una residencia de ancianos. Los del
tanatorio deben de estar forrados, seguidos muy de cerca por la cafetería,
piensas; tienen la mejor ubicación de la ciudad. Aligeras el paso al pasar
frente al escaparate con coronas de flores, rosarios, posters de lápidas y
multitud de “gadgets” con temática religiosa. Hoy la entrada de urgencias del
hospital estaba más saturada que lo habitual. Deben de estar haciendo turnos
dobles y triples en el interior del local. Nada más desfilas frente a la
vidriera, la puerta ahumada se abre frente a ti y un señor con tez seria sale
lanzado sujetando un maletín de cuero negro en dirección al hospital. Otro
cliente, piensas, y te giras para verlo traspasar las puertas automáticas del
hospital. Una mujer se choca con él haciendo aspavientos y gritando como una
posesa. Tiene el brazo ensangrentado y le falta un zapato. Las medias
agujereadas confieren a sus cortas piernas un aspecto un tanto peculiar. Pero
la señora no parece estar por la labor de ocuparse de su aspecto en ese
instante. Parece como si intentara huir de algo o de alguien. En la esquina del
mismo edificio se escucha un ruido metálico, como si de un contenedor de basura
hubiera sido empotrado en una de las entradas de urgencias. Se trata de una
ambulancia que se ha estrellado contra el edificio llevándose por delante a
varias almas que estaban en el lugar y momento equivocados. La puerta del
conductor se abre y el chófer intenta reptar hacia fuera, mas una mano gris y
purulenta, llena de llagas y sarpullidos lo vuelve a arrastrar hacia dentro de
nuevo. Su grito es apagado cuando el sujeto que lo aprisiona se le lanza al
cuello y lo asfixia hasta la extenuación. No hay duda, se trata de un brote
vírico, alguna arma bacteriológica, o un tipo de infección a gran escala que
convierte a sus portadores y sus víctimas en zombis: sujetos sin capacidad de
raciocinio, carne muerta e infecta, hambrienta de sangre, sin otro fin que
propagar el virus que elimina todo vestigio de humanidad en su portador, para
convertirlo en una marioneta, una máquina propagadora de muerte, con un cerebro
instintivo funcional sólo a nivel reptiliano. La gente comienza a salir
despavorida por las salidas de emergencia, atropellándose unos a otros, con la
mirada perdida, pisándose y empujándose en aras de buscar la salvación en el
callejón. Pero es demasiado tarde. Un grupo de mordedores se apelotona a la
salida del hospital, provocando un enorme embotellamiento por aquellos que
intentan salir y los que se ven acorralados y quieren volver dentro del
edificio. Aullidos inhumanos inundan la calle. Una jauría de no-muertos se
afanan en despedazar el cuerpo de un pobre muchacho que no pudo correr más que
ellos. Aquellos que han sido mordidos pero no descuartizados tardan poco en
convertirse. Sus ojos adquieren un color lechoso, sin vida; su piel se torna
gris; allí donde han sido mordidos las llagas supuran una especie de pus
violeta; ya no sangran, pues sus corazones no laten más; es tu sangre la que
buscan.
Una cara arrugada te mira
fijamente, con una peculiar expresión mitad desprecio, mitad asombro. Un golpe
seco y punzante en la espinilla hace que reacciones con un salto hacia atrás.
Acaba de zurrarte un octogenario con su bastón ortopédico.
- Disculpa bonita, pero tengo cita con el
urólogo a las 10:30 y no puedo llegar tarde. – El anciano gesticula con su mano
libre dándote a entender que le estás obstruyendo el paso.
- ¿Qué? Ah, sí. Perdone usted. Pase, pase.
Miras hacia atrás. Ningún
zombi a la vista. Tan sólo un pobre desgraciado con cara paliducha que entra
por la puerta de emergencias renqueando mientras se agarra la rodilla. Avanzas
por la acera siguiendo tu camino. Son las 8:55. No hay tiempo que perder. Al
pasar por la verja que rodea la residencia de ancianos, con el rabillo del ojo
te parece ver cómo una figura en la ventana del segundo piso abre las ventanas
de par en par. Seguidamente, se acerca por detrás una segunda sobra que empuja
a la primera, provocando que se precipite al patio delantero. El morbo de la
escena te incita a pararte a observar los acontecimientos, pero el deber apremia.
Debes seguir adelante. Haya sido un viejo demente o una enfermera frustrada la
que haya salido volando por el alfeizar, seguro que para mañana ya han cubierto
la vacante recién generada y todo vuelve a la normalidad.
Te quedan apenas cien
metros para entrar al edificio. Los coches se agolpan en la entrada, en fila,
cada conductor mirando a quien tiene delante con odio y al quien le pita el
claxon por detrás con desdén. Todos quieren dejar el ganado en el matadero y
largarse. Otras obligaciones solicitan su presencia en cualquier otra parte. El
ayuntamiento ha puesto a una cuadrilla de obreros a agujerear la calle con la
excusa de no sabes qué obra de reubicación y soterración de infraestructuras de
alta tensión. Obviamente, los trabajadores no se podrán a faenar hasta bien mediada
la mañana. Mientras tanto, la calle no es más que una prueba constante de
slalom urbano. Te abres paso entre dos utilitarios que obstaculizan el acceso,
entras por la puerta principal hacia el pasillo, te diriges hacia tu taquilla,
te pones tu bata, te remangas los brazos y te abrochas dos de los seis botones
que tiene. Te adentras por la puerta que tiene un girasol pintado por fuera. Es
la tuya. Son las 8:58. Perfecto. Te sobran 2 minutos antes de que esos pobres
animales entren. Miras por la ventana. Un energúmeno se ha puesto a gritar a
una mujer que ha retrocedido con su monovolumen y ha golpeado el parachoques
delantero del flamante BMW que conducía. El marido de la torpe conductora sale
hecho una furia, motosierra en mano, dispuesto
a defender el honor de su esposa a desmembramiento limpio. El del BMW se
refugia en su lujoso auto, no sin antes quitar el freno de mano y acelerar a
fondo empujando el monovolumen, atropellando al marido y atrapando a la mujer
en su interior, hacia una zanja recién cavada. El utilitario hunde el morro en
la zanja causando perplejidad en los viandantes. El de la motosierra yace
tendido bajo unas ruedas ostentosas con llantas de aluminio resplandeciente. La
mujer queda inconsciente por el golpe en la cabeza que ha sufrido contra el
volante. Triunfante, cual guerrero que se dirige a cobrarse su pieza, el
conductor del auto de importación alemana sale de su carruaje para dirigirse a
asestar el golpe mortal a la indefensa mujer. Pretende arrastrarla fuera del
coche para obligarla a observar la agonía de su marido. Al asir la puerta del
conductor del utilitario, 25.000 Voltios golpean el cuerpo del homicida. El
monovolumen ha dado a parar contra el cableado de alta tensión, convirtiéndose
en una jaula de Faraday: segura para quien se encuentra dentro, pero letal para
quien la toque. El aire adquiere un olor dulce y agrio. Es el tufo a carne y
piel abrasada la que se huele en el ambiente. Finalmente, el cadáver chamuscado
cae al asfalto. Los ojos, nariz y boca del pobre desgraciado desprenden un fino
hilo de humo negruzco.
El timbre resuena con
fuerza indicando el inicio de la jornada escolar. Son las 9:00 en punto. Una
horda de chiquillos se apelotona en el pasillo. Uno a uno van entrando al aula.
Los observas con sus pequeñas mochilas, sus zapatitos, sus cabezas repeinadas
con agua de colonia, esas pequeñas cabecitas que los más ignorantes se empeñan
en tachar de “inocentes”, con sus manitas rechonchas y sus tiritas de colores
en las rodillas que lo curan todo… Te sorprendes a ti misma viendo un día más
cómo elegiste la docencia como medio de vida.
- ¡Buenos días tropa! ¿Qué tal estamos hoy?
- ¡Buenos días señoooooo! – El rebaño
contesta como un solo ser con múltiples ojos y bocas.
- Bien, veamos. ¿Estamos todos? A ver… dos,
cuatro, seis, ocho, once,… Me falta uno. ¿Alguien sabe dónde está Jorge? Bien.
Bueno, luego llamaré a su mamá. Comencemos con la clase.
Observas por la ventana.
Fuera, los padres liberados de sus pequeñas cargas diarias se dirigen a sus
respectivos quehaceres rutinarios. Poco a poco el parking se descongestiona de vehículos
unifamiliares. Sus vidas sin sobresaltos ni motivaciones te provocan cierta
repulsa, pero es más bien indiferencia combinada con un desprecio absoluto
hacia su existencia. Mientras te haces con clariones de colores y comienzas a
pintarrajear en la pizarra, te preguntas qué habrá sido de Jorge, ese pequeño
bastardo. Tal vez esté enfermo, incluso muy enfermo… Tal vez ha tenido un
percance de camino a clase… Tal vez… Quién sabe.
Sonríes.