sábado, 15 de febrero de 2014

Vida y Muerte



Al principio, la Tierra no era más que un cúmulo de piedras, fuego, aire y agua. El viento podía dar forma a riscos y montañas, y los terremotos no paraban de resquebrajar la tierra. La lava salía a borbotones huyendo de las profundas entrañas para formar nuevas islas y desbaratar farallones. Por todo ello, se puede afirmar que la Tierra era un lugar inhóspito y desagradable. Pero claro, eso era antes de que la vida hiciese acto de presencia. Por eso, un día (el concepto de “día” todavía no existía, pero lo pongo así para que el lector pueda llegar a entender lo que quiero decir), Vida se despertó sobre un lecho de piedras y, aunque ella todavía no lo supiese, comenzó a cambiar el devenir de la Tierra.

VIDA
            Las piedras eran puntiagudas y estaban afiladas. Vida las tocó con la mano y pudo sentir la superficie áspera que desgarraba la carne de su miembro que comenzó a escupir un líquido rojizo que le pareció extraordinario. Ella no sabía quién era ni recordaba cómo había llegado hasta allí. Tenía consciencia propia y podía moverse con total libertad, aunque a sus diez años (nótese que al igual que con la palabra “día”, la finalidad de la palabra “año” es facilitar la lectura) no había desarrollado todas sus capacidades potenciales. Miró alrededor y pudo ver montañas peladas, cuevas, precipicios y algo que bailaba rítmicamente a lo lejos. Ni lo dudó. Se levantó como un resorte y corrió a toda prisa por un caminito lleno de piedrecitas que hacían que de sus pies saliese más cantidad de aquel líquido rojizo maravilloso. Durante un buen rato se quedó de pie, inmóvil, contemplando el fluido que no se parecía en nada al que brotaba de sus pies y manos. De pronto, un deseo incontrolable se apoderó de ella y tocó con la palma de la mano aquel líquido que estaba bastante frío pero que era muy reconfortante. Así es como Vida tuvo su primer contacto con el agua. Y de esta manera, pudo ver reflejada una cara joven y risueña pegada a un cuerpo desnudo.
Vida se pasó prácticamente tres años enteros inspeccionando todo cuanto pudo. Se convirtió en una experta en piedras y gemas; logró comprender los caprichos del viento y saber cuándo salir a su encuentro o guarecerse del mismo; volvió a juntarse con el agua, la misma que cubría ríos, lagos o mares enteros. Pero por encima de todas las cosas, a Vida le fascinaba la luz, aquel ser intangible que aparecía de día y huía da noche, aquella cosa mágica que tenía la capacidad de cambiar el aspecto de todos los objetos. Bajo el influjo de la luz, una piedra común de color marrón se tornaba en una joya verde-azulada, y la cueva más oscura y terrorífica se convertía en un hogar cálido y encantador.
Cierto día, cuando cumplió los veinte años, Vida se hizo la primera pregunta clave: ¿qué era ella y cuál era su cometido? Buscó y escudriñó por todas partes durante años pero no dio con nadie como ella, y por primera vez en su corta existencia, se sintió sola. Le gustaban las piedras, el viento, el agua y la luz, pero ansiaba poder tener a alguien con quien poder compartir aquellas vivencias. Así pues, sus deseos más profundos se exteriorizaron y todo cambió. Una mañana soleada, Vida salió de su cueva y se dispuso a dar un paseo, pero dicho paseo fue totalmente distinto. Como siempre, Vida recogió piedras y se zambulló en el agua, pero de pronto, todo lo que tocó y con lo que interactuó comenzó a transformarse. Los objetos inertes, bellos pero bastante previsibles, dieron paso a todo tipo de organismos, cada cual más bello que el anterior. Así fue como la Tierra vio nacer a las plantas, los animales y todo tipo de seres vivos. Vida fue llenando cada rincón del planeta con bacterias, hongos, algas, helechos, hierba, flores, setas, zarzas, árboles, praderas, gatos, marmotas, perros, zorros, caballos, elefantes, peces, delfines, ballenas… y todo tipo de organismos que el lector pueda recordar.
Vida se sentía feliz, ya que había convertido la Tierra en un lugar extraordinario donde todos vivían en armonía. Pero había algo que hacía que se le encogiera el corazón. Ninguno de aquellos seres era como ella. Había, claro está, animales con ojos, boca, nariz, orejas y extremidades, mas la suma de aquellas partes no era suficiente como para que ella se viera reflejada. Pasaron unos cuantos años y el número total de especies aumentó de manera exponencial. Lo que en un principio fue una compañía agradable se convirtió en un claro inconveniente, porque cada vez había menos espacio sin ocupar y a Vida le costaba una barbaridad moverse con total libertad. Fue entonces cuando se hizo la segunda pregunta clave: ¿no había manera de parar aquello y obtener cierto equilibrio? Vida se había cansado… de dar vida.    

MUERTE
            El fétido olor llenaba cada rincón de aquel inmundo valle. El ambiente estaba cargado por sulfurosos vapores que salían de aquellas grietas que se acumulaban en las crestas de los montes, y millones de hormigas, ciempiés, gusanos, arañas y escorpiones correteaban en hileras imperfectas. Buitres, cuervos y lechuzas vigilaban los cielos, y las hienas y los leones luchaban por hacerse un hueco para beber el agua del río que estaba sucia porque el caudal era mínimo. Pero eso a Muerte no parecía importarle, puesto que todos los seres que tenía alrededor evitaban cruzarse con él. Llevaba unos diez años deambulando por aquel valle y nunca había tenido que preocuparse por nada. Aunque no le desagradaba caminar de día, lo que más le gustaba era dar una vuelta cuando las estrellas y la luna daban paso a la noche. Era en la oscuridad más cerrada donde se sentía más libre, y se pasaba largas horas correteando de un lado para otro entre la hierba mecida por el viento. Era como una sombra etérea, un espectro que titilaba bajo el influjo de la luna y que se desvanecía al instante.
            Llegado el momento, se hizo también la inevitable pregunta: ¿cuál era su cometido? Salir de noche y descansar de día estaba bien, pero su cuerpo le pedía algo más, necesitaba abrir su mente a otras experiencias para poder compartirlas. Por eso, decidió que se acercaría a los otros seres para intentar comunicarse con ellos, y si estos huían, los perseguiría sin descanso para que viesen que no tenían nada que temer. Los seres que salen de noche son por su propia naturaleza muy escurridizos, y por mucho que Muerte intentase llegar hasta ellos, siempre se escabullían sin dejar rastro. Durante meses, todas las noches abandonó su morada y guiado por la compañía de la luna se aproximó a mapaches, murciélagos, zorros, luciérnagas, cucarachas… pero todos ellos eluyeron su compañía. No obstante, una noche muy fría, Muerte se topó con una comadreja que, para su asombro, se le acercó sin ningún temor. Hablaron largo y tendido y Muerte comprendió que al fin, había hecho un amiga. Pero las alegrías siempre vienen acompañadas por algún contratiempo, y cuando Muerte tocó a la comadreja para darle calor, ésta cayó fulminada al instante y no volvió a respirar. Muerte tardó varios días en reponerse, pero enseguida llegó a una clara conclusión: los seres de la noche son distintos a los que salen de día y no se las puede tocar. Aquellos que caminan al amparo del sol son fuertes como rocas y resisten todo tipo de inclemencias. Por lo tanto, Muerte comenzó a salir de día y descansó durante las noches. Y su alegría fue mayúscula, porque de día se pueden ver muchos seres. Al principio, todos ellos se escapaban, pero poco a poco muchos de ellos se le acercaron, en especial los mamíferos más grandes. Le contaron que la hierba que crece cerca de los riachuelos es más sabrosa que la hierba que se seca en las laderas que dan hacia el sur, y también le confesaron que la comida había comenzado a escasear por culpa de la superpoblación. Cuando Muerte les abrazó para mostrarles su afecto, todos ellos se desplomaron. Esto le sumió en una profunda tristeza. Pero fue en ese instante, y no antes, cuando Muerte comprendió cuál era su tarea. Debía asegurarse de que los demás seres tuviesen suficiente comida, y por ello comenzó a perseguirlos y tocarlos día tras día.
            Toda tarea, cuando se vuelve repetitiva, acaba siendo muy aburrida. Muerte se tomó tan en serio su trabajo que en un par de años el valle quedó casi vacío, y empezó a echar en falta a los árboles, perros, gatos, caballos… y a muchos otros seres que durante años habían evitado cruzarse con él. Esto hizo que se preguntara: ¿es posible poblar las cuevas, los ríos, los nidos y los pantanos con nuevos seres?  Al final, Muerte decidió largarse del valle porque se había cansado de dar… muerte.

Un poquito de agua es vital para la vida, pero el exceso pude causar la muerte. El viento es capaz de mecer las hojas y acariciarte de forma suave, pero también puede destruir montañas y pueblos enteros. Todo es necesario, pero en su justa medida. La clave está en buscar el equilibrio. Y hasta que Vida y Muerte no encontraron ese equilibrio, no consiguieron darle sentido a su existencia.
Vida estaba jugueteando con unos pinzones cuando una gran estampida llamó su atención. Corzos, tigres y antílopes corrían despavoridos y los elefantes estaban visiblemente aterrados. Vida pudo sentir que una fuerza extraña se acercaba y eso la puso en alerta.
Muerte era más feliz a cada paso que daba, ya que la cantidad de animales y plantas era mayor. Incluso había seres que le eran totalmente extraños. Por eso, como es lógico, los animales corrían montados a lomos del viento. Cuando llegó a una zona arenosa junto al mar (lo que ahora denominaríamos playa), sus ojos vieron a otro ser totalmente distinto a los demás. Era muy parecido y también caminaba sobre dos patas.
Vida lo vio y un sentimiento de felicidad la embargó. Por fin, había dado con un semejante, otro ser con el que podría entenderse mejor que con cualquier otra especie.
Ambos se acercaron espoleados por una fuerza incontrolable, y cuando se tocaron mutuamente, la alegría fue tremenda. No hubo ningún cambio o desmayo, fue algo totalmente asombroso. De esta forma, Vida y Muerte encontraron el equilibrio y su lugar en la Tierra.
Todos los hombres y mujeres que habitamos en este mundo somos hijos e hijas de Vida, y Muerte es nuestro último confidente. Son los que dan sentido a nuestra existencia y eso algo inevitable. Lo que está en nuestras manos es qué hacer desde que nos despedimos de Vida hasta encontrarnos con Muerte.  
    

   


miércoles, 8 de enero de 2014

Camino al trabajo, por Frank de la jungla




Suena el radio-despertador. Son las 7:02. Emiten las noticias: otra guerra ha estallado en un país perdido de Centro África: masacre, genocidio… lo típico.  Te desperezas. Con la bata desabrochada te diriges al váter. Te estalla la vejiga. De fondo se escuchan los números ganadores de la lotería de hoy. Parece que ha tocado cerca esta vez,  2 millones de euros a un solo acertante, un individuo que tan sólo vive a 7 km de tu calle. Te lavas la cara y te peinas mientras te imaginas al pobre agraciado saltando de alegría al conocer la noticia, mandando a su jefe a tomar viento por teléfono mientras grita a su esposa lo infeliz que ha sido durante los 19 de los 20 años de matrimonio que ha vivido con ella. Con cara de euforia, en calzoncillos y pantuflas sale al jardín a berrear su suerte. Grita descontrolado mientras tira al aire la botella de cerveza a medias que acaba de separar de sus labios. Era lo único que tenía en la nevera. Piensa ir al supermercado ya mismo a por una botella de champagne como dictan los cánones. La botella de cerveza cae en el arcén y se hace añicos, desparramando lo que quedaba de líquido. Se siente liberado, corre hacia la carretera con tan mala suerte que se tropieza y cae de costado justo cuando un coche pasa a mayor velocidad de lo permitido en zona residencial. El vehículo frena en seco a tan sólo  un par de centímetros de la cara del individuo. Aún con el boleto en la mano, se levanta de un salto del suelo, por un instante piensa en insultar al conductor (que está blanco del susto) pero hoy nadie le va a cambiar de humor. Vuelve hacia la acera a buscar la pantufla perdida. No se da cuenta de un cristal roto que hay sobre el asfalto, lo pisa, siente una punzada terrible en la planta del pie, cae de rodillas con los ojos fijos en el trozo de cristal que atraviesa su carne de lado a lado. Es extraño, debería estar sangrando, piensa… cae de bruces y de pronto siente un golpe seco, metálico, en la sien. La vista se le nubla. Mira hacia arriba y ve la boca de riego color rojo, esta vez de un color rojo más vivo. Parpadea. Tiene la cabeza apoyada en la acera. Vuelve a mirar al pie atravesado. Esta vez sí que sangra. No. Espera. No es el pie el que sangra. La sangre procede de algún lugar más arriba que no alcanza a ver. ¿Qué es del boleto? Lo tiene al lado. Intenta agarrarlo con los dedos, pero no puede. Un pozo de líquido carmesí lo alcanza antes que sus dedos. Se le nubla la vista. No hay más suerte para el pobre desgraciado. 

Sonríes. Ya estás duchada y casi vestida. Apagas la radio. Agarras un par de esas barritas “dietéticas” de cartón con sabor a fresa y una manzana. Las metes al bolso “barra” saco-sin-fondo “barra” engullidor-de-objetos-variopintos. Sabes que a media mañana te vas a zampar un café con leche con un bollo relleno de crema y tres galletas con extra de azúcar industrial y grasas saturadas, pero te da igual. Sigues un rito absurdo de pesarte en ayunas y frente al espejo todos los días, como si la que te mira al otro lado te juzgara. Te pones las parisinas, el fular y a la calle.

Son las 7:57. Sales del portal. Cruzas un paso de cebra, luego otro y luego otro más. En el tercero, un neo-ciclista-hípster casi te atropella con su bici “fixie” y sus pintas de “modernillo-ochentero-pero-que-no-se-note” con su mochila Adidas de las Olimpiadas de Berlín de 1972, su barbita de chivo, su casco ultra-ligero hecho de un material espacial y sus zapatillas Converse estilo años 80. Estás cabreada, así que metes la mano al bolso y agarras una caja transparente de plástico llena de vivos colores en su interior y se la lanzas al terrorista sobre ruedas con todas tus fuerzas. La caja cae frente a él al tiempo que se abre y esparce su contenido por toda la carretera. Docenas de chinchetas multicolor bailan y se zarandean con sus afiladas agujas mirando el cielo. El ciclista se tensa sobre el manillar y consigue esquivar las primeras dos o tres, pero de pronto se oye un reventón de rueda, seguido de otro al instante. El ciclista tambalea perdiendo el control de su vehículo. No se percata del poste del semáforo que tiene delante hasta que es demasiado tarde. En un intento por evitar la colisión se tira a un costado, pero no sortea la mediana de acero y se empotra contra una de las barras, provocándole un corte en las costillas que le deja medio pulmón fuera. En su agonía final, el hípster mueve los labios ondeando su barbita de chivo, pero no emite sonido alguno, pues el aire se le escapa por un pecho burbujeante entre sangre y vísceras.

El empujón de un viandante te despierta de tu dulce ensoñación. Ves a lo lejos cómo el terrorista sobre ruedas sortea camiones, taxis y monovolúmenes al son de su irritante timbre mientras se salta a la torera al menos cinco reglas de circulación en una misma maniobra. Miras tu mano dentro de tu bolso acariciando una cajita de plástico transparente que contiene docenas de chinchetas multicolor. Otro día tal vez, quizás mañana…  Te peinas el flequillo y prosigues tu camino. 

Las 8:15. A pesar de todo, hoy vas con tiempo de sobra. Cruzas la última acera y te diriges hacia la estación de trenes. ¡Mierda! Doña Felisa te asalta con su peculiar gusto nulo para vestir.

-         ¡Buen día querida! ¡Ay pero qué guapa te veo! ¡Cómo se nota que eres joven! A tu edad yo también era una perita dulce, ¡no creas que no!
-         Buenos días Doña Felisa. Gracias. Usted siempre tan amable. Mire, me encantaría poder quedarme a charlar con usted pero es que tengo que coger el tren, ya sabe, que si no…
-          Anda que contigo quería yo hablar, porque precisamente ayer a la tarde estaba hablando yo con Charo y surgió tu nombre de repente cuando…

Imposible. Esta mujer es imposible. Asientes y parpadeas cada diez segundos. Te pones en modo respuesta automática tipo “sí, sí, en efecto, ajá, ajá…” y te dejas llevar por su verborrea de maruja sin nada que hacer hasta las 10:30, que es cuando ponen el primer culebrón de la mañana y aprovecha para hacer la plancha de su pobre marido (que sospechosamente mete alrededor de 12 horas diarias en el taller, antes de personarse en casa hacia la hora de la cena) y su parasitario vástago de 38 años y en paro, sin otra cosa que hacer que fumar porros encerrado en su cuarto durante las 8 horas que está despierto en todo el día. En cierta manera, lo comprendes. Con una madre así, que es un cliché andante con su chándal de mercadillo con la goma atada al sobaco combinado con tacones “rojo pasión” de aguja y una blusa de leopardo intentando vanamente disimular sus ondulantes formas, casi te compadeces del pobre parásito. Te lo imaginas encerrado en su habitación, con posters del Che y Nirvana junto con alguna vieja gloria tipo Pamela Anderson, mientras se descarga toneladas y toneladas de pornografía en su portátil con cara de concentrado por si su insufrible madre entra sin avisar a su cuarto y pueda así fingir estar buscando ofertas de empleo. Aprovecha los ratos en los que la abeja reina sale de la colmena, al mercado o al café con las amigas, para sentirse rey zángano por un par de horas y disfrutar de los videos recién excavados de Internet. Se lo toma con arte, con determinación y espíritu de superación y mejora. Aptitudes ejemplares que lamentablemente no puede poner en su currículum, pero que le aportan satisfacción física y hasta un punto, incluso espiritual. Hoy ha visitado una web japonesa donde infinidad de aberraciones sexuales son explicadas y puestas en escena por gente amateur. Es sin duda un reto para él y se dispone a intentar algo nuevo, pues no todos los días se encuentran joyas así en la web. Te lo imaginas en penumbras, con la persiana cerrada al 93% impidiendo que los hedores del tabaco y la marihuana se escapen de la habitación, con la única luz que emite la pantalla LED del dispositivo, tumbado a medias sobre el camastro, sudando y jadeante, mirando con ojos saltones a la pantalla, con su rollo de papel higiénico a la derecha del ratón y la loción hidratante para baño de doña Felisa a la izquierda. Lo ves retorcerse, ponerse rojo mientras la vena del cuello se le hincha y llena de sangre sus ojos. A punto de alcanzar el clímax, exhala por última vez y sufre un repentino ataque cardiaco. La reacción brusca del brazo izquierdo golpea la pantalla del portátil, lanzándolo de un golpe al suelo. La mano derecha intenta alcanzar el móvil de la mesita de noche, que se le escurre de entre los dedos agarrotados. Una última sacudida lo tira de la cama, dejándolo boca abajo, desnudo de cintura para abajo y una camiseta raída de Los Ramones como única prenda decorosa sobre su cada vez más frío cuerpo.

Te preguntas cuál sería la reacción de doña Felisa cuando se encontrara semejante escena. No puedes evitar sentir curiosidad. Pero doña Felisa no calla.
 
-         …que digo yo que por 10 céntimos de deuda, podría dejarlos a cuenta y pagarlos otro día, como se hacía antes. Pues no. La obligó a dejar el paquete en la estantería y la mandó a casa. ¿Pero sabes qué? Hoy la gente ya no fía. El barrio ya no es lo que era. Pero ni éste, ni muchos otros. Antes íbamos a la tienda y con decir que eras hija de la Juani ya podías llevarte medio kilo de azúcar a casa y te lo apuntaban y punto…
-          Hablando de azúcar, ¿le apetece un caramelito, doña Felisa? Tranquila, que es de los que no engordan. De hecho, es sin azúcar. Pruebe uno.
-       ¡Uy! ¿Es de esos de que no engordan? No estarás a dieta, ¿verdad querida? Porque a ti no te hace falta. Eso está claro. ¿Y saben igual que los otros? Bueno, no es que yo esté a dieta, pero bueno, aunque no lo parezca, me cuido lo mío.
-         Descuide. Tome, tome.

Le das el dichoso caramelito con la esperanza de que calle por un par de segundos. No sabes cómo lo hace, pero es capaz de seguir hablando, respirando y chupando (más bien, engullendo) el caramelo al unísono como si hubiera pasado doce años en el conservatorio de bombardino realizando ejercicios de respiración y resople hasta alcanzar el cénit como artista de instrumentos de viento. Simplemente no calla. Tu cerebro vuelve a aplicar el filtro para marujas y vuelve a encender el mecanismo de respuestas automáticas. Parpadeas por un instante y escuchas una tos y un resuello. Estás en un estado de semi-inconsciencia inducida por la retahíla sin fin de la abeja reina. Se ha convertido en un ruido de fondo como un grifo abierto en el eco de un baño o en golpeteo constante de un martillo hidráulico de unas obras en plena calle mayor. Doña Felisa te hace gestos con las manos igual que siempre, pero esta vez con mayor exageración que de costumbre. No puedes creerte que se haya quedado muda. Sorprendentemente los ojos se le están saliendo de sus órbitas y tiene la boca abierta en forma de O mayúscula mientras se echa la mano al collar de perlas falsas que le cuelgan del gaznate. La miras, te mira. Intenta toser pero el caramelo de menta con xilitol que le acabas de dar le obstruye las vías respiratorias. Sus 152 centímetros junto con sus 84 kilos rebotan graciosamente sobre el césped del jardín algo descuidado que rodea la vivienda unifamiliar. Al caer, uno de sus tacones rojos de aguja se desprende dejando un pie rollizo con un dedo gordo del pie agrietado y calloso a la vista. Te agachas sobre ella y acercas tu mano para tomarle el pulso. Es difícil encontrar la carótida bajo la doble papada. Miras tu reloj y…

-      ¡Mier... Caray! Las 8:28. Se me hace tarde Doña Felisa. Lo siento pero tengo que marcharme si no quiero perder el tren. Lo siento. Otro día seguiremos hablando, ¿le parece bien?
-         ¿Te marchas ya? ¡Qué pena querida! Bueno, espero verte mañana para terminar de comentarte lo que me contó Charo y así…
Mientes.
-         Me encantaría, pero me voy de viaje. ¡Cuídese Doña Felisa!

Aceleras el paso tanto como te lo permiten tus glamurosas parisinas rumbo a la estación. Intentas llegar antes que el tren de las ocho y media. El siguiente es a menos cinco y supondría llegar tarde. No sería una tragedia, pero te molesta. Al fin y al cabo, eres un ejemplo para algunos. Te concentras en tu objetivo: andén número tres. Notas cómo el calor de la carrera hace que transpires, echando a perder tu ducha refrescante. Rezas para que el desodorante haga honor a su definición y mantenga tu cuerpo libre de malos olores lo que queda de día. Tu paseo matinal se ha ido a tomar viento por la cotorra ballenera. Seguro que Doña Felisa ya va por su tercera galletita “de esas de arroz inflado, porque aunque no estoy a dieta, me cuido”. Llegas a la estación. Todo parece indicar que el tren aún no ha llegado. Por suerte, lleva retraso, según te comenta el jubilado del banco de madera. ¡Bendita cultura de la ineficiencia! 

-          Probablemente ha tenido una avería. Este trimestre ya van tres. Con este serían cuatro. - Comenta el miembro honorario de la asociación de la tercera edad. Se nota que sabe de qué habla. Tiene pinta de ser del mismo tipo de jubilado que se sienta en el parque a estudiar los hábitos de la gente que va a pasear y lo apunta todo en una libreta.  
-          Menos mal. Creía que lo había perdido ya.

No puedes evitar tirar de tópicos y te imaginas al maquinista dormido saltándose la señal de velocidad máxima. Un árbol caído en las vías a causa del fuerte temporal de viento de la noche anterior provoca el descarrilamiento de cuatro vagones y… No, no. Espera. En realidad, un mecánico frustrado y enfadado con la patronal porque le entregaron la carta de despido inminente a falta de dos horas para terminar su jornada laboral, logró entrar a la sala de máquinas y trampeó un par de sensores y aflojó otro par de ejes del vagón principal para que entrara en barrena a partir de cierta velocidad. Alcanzado ese número arbitrario en el cuentakilómetros, un alabeo de la estructura hace que los frenos de un costado se bloqueen en seco mientras los otros aceleran, con la incuestionable tragedia consecuente.  Mmm… Algo rebuscado quizás. Ahora que lo vuelves a mirar, ves en el señor del banco cierto brillo psicópata que te hace sospechar de que tal vez sea de esos que, con la libreta en la mano izquierda y el honor de un augurio incumplido en el puño derecho, ha pertrechado su particular venganza al transporte público. Con el kit de herramientas de cuando fue herrero industrial bajo su abrigo marrón de pana, ha salido de casa a las cinco de la mañana rumbo al quiosco de la esquina. Mas hoy no ha esperado al camión de reparto de prensa, como de costumbre. Ha seguido adelante hacia en paso a nivel que está doscientos metros más adelante. Hace dos años su nieto falleció arrollado por culpa de la mala señalización, un semáforo que hacía más de cinco meses que no funcionaba y el sistema de megafonía roto a causa del vandalismo del barrio. Para más desgracia, hacía más de seis años que el concejal de urbanismo había prometido iniciar las obras de soterramiento de las vías; una promesa que, a la vista de los acontecimientos, había incumplido. Fue una tragedia. Un menor muerto, la gente escandalizada, manifestaciones en contra del ayuntamiento y la junta general y en apoyo incondicional a la familia. Se les volvió a prometer que aquello no volvería a ocurrir. Hubo una investigación e incluso la vía estuvo cerrada durante tres semanas para unas supuestas “reformas de la seguridad” que nunca terminaron de llegar. La investigación, por supuesto, jamás obtuvo culpables y ninguna indemnización fue a parar a la familia. Al calmarse las aguas revueltas del populacho, el día a día volvió a lo que era. Veinte trenes diarios cruzando el barrio. Un barrio que tenía a un abuelo destrozado y un nieto en una tumba. Así que, ahora sí que sí, ves al abuelo dirigirse al paso a nivel con sus herramientas, utilizar la palanca junto con un par de tenazas y un soplete. No le lleva más de dos minutos retirar una viga de metros y medio del costado de la vía. Acto seguido, vuelve a recoger sus utensilios y vuelve tras sus pasos hacia el quiosco. Se lleva un ejemplar de prensa que está junto a la pila de revistas y semanarios. Entra al portal de su casa, guarda las tenazas, la palanca, el soplete… y sale a la estación, a esperar el primer tren del día que jamás ha de llegar… Oyes el descarrilamiento y la consecuente explosión cerca de ti. El primer tren de la mañana es el más atestado de todos. Decenas de víctimas inocentes y no tan inocentes. Cuerpos quemados. Cuerpos mutilados. Llantos, gritos de desesperación y desolación. Una nube de humo se alza en medio de la ciudad mientras a lo lejos se oyen las primeras sirenas de ambulancias y fuerzas del orden acercarse al lugar de los hechos. Desde la estación se alcanzan a ver algunas llamas a lo lejos y la gente mira y pregunta desconcertada. Miras al señor del banco, que observa la misma página de prensa que leía hace cinco minutos. Levanta la mirada y te mira. Hay un brillo extraño en sus ojos.

-          Parece que me he equivocado. Aquí viene tu tren. ¡Corre, que te cierran las puertas!

Durante un instante te quedas mirando al jubilado en su asiento de madera. Estás medio embobada. Se lo agradeces con un sordo “gracias”, con perfecta vocalización pero sin sonido alguno. Entras con un salto al vagón, justo antes de que se cierren las puertas a tus espaldas. Te acomodas en un asiento junto al ventanal y observas el paisaje mientras la aceleración y el traqueteo te mecen. Apoyas la sien sobre el cristal. Las vibraciones te masajean el cuero cabelludo, a la vez que hace que retumbe tu cavidad craneal. Miras el reloj. Son las 8:37. Llegarás a tiempo. Algo justa, quizás, pero a tiempo.

Frente a ti, un chaval con un acentuado problema de acné juvenil, enfundado en su chamarra estilo muñeco de neumáticos Michelin, gorra con las siglas “NY” color azul eléctrico y gafas naranjas a lo Bono de U2, escucha música reggaetonera con sus auriculares tamaño XXL a todo volumen mientras toquetea sin descanso su iPhone última generación y mastica con la boca abierta un chicle fresa ácida sin percatarse de la vertiginosa aceleración en la destrucción de neuronas que se está auto-provocando. Te mira tras los cristales anaranjados con una expresión que te hace dudar si pretende intimidarte, mostrarte su indiferencia estilo “soy un anti-sistema así que cuidado conmigo” o simplemente se trata de la mirada de un ser incapaz de ver más allá del reflejo sus ojos en las lentes, como cuando un gato se te cruza en la carretera de noche y se queda atontado mirando las luces largas del coche que lo ha de arrollar en un instante. Durante un segundo se queda con la boca abierta y el chicle cayéndole por el paladar, para acto seguido volver su mirada a su flamante iPhone y seguir rumiando cual vaca pastando. Miras a fuera. El cielo comienza a encapotarse. No recuerdas que hayan anunciado lluvia para hoy. De hecho, dirías que el aire está relativamente seco. Pero esas nubes cada vez son mayores y más oscuras. De pronto, salta un rayo de la nada que toca tierra a pocos kilómetros. Luego otro y otro más. El cielo se torna de un color anaranjado, tirando a rojizo. A lo lejos se vislumbra una estela llameante. No eres la única que se ha dado cuenta de que algo extraño está ocurriendo. La gente en el vagón comienza a levantarse de sus asientos y a mirar por la cristalera. El rumiante de la gorra azul tarda unos diez segundos más que el resto en reaccionar, pero cuando se percata de la danza celestial que se está dando lugar, abre la boca hasta tal punto que el dichoso chicle se le cae. Se baja las gafas, pues para ahora, todos, no sólo él, vemos el mundo en tonos anaranjados. También se quita los cascos. Las pocas neuronas vivas que le deben quedar le dan al botón de pausa a la música y haciendo gala de su total control del aparato, cambia a modo cámara y comienza a grabar el espectáculo que hay fuera. Se escucha un silbido agudo seguido de un estruendo ensordecedor, como de misil que ha caído muy cerca, a continuación el vagón se llena de una luz cegadora. Cerca, demasiado cerca, columnas de llamaradas alcanza la altura de los edificios colindantes. A pesar de que los ojos de los pasajeros del tren se nieguen a aceptar lo que ven, todo apunta a que estamos sufriendo una lluvia de meteoritos. Cascotes de hormigón salan por los aires. Observas las caras de asombro, perplejidad y terror entre la gente. Se oye un chirrido y el vagón sufre un brusco frenado de emergencia. Bolsos, mochilas y algún carrito de la compra salen despedidos hacia los asientos de adelante. Pocos de los que se viajaban de pie consiguen librarse de un topetazo contra una barra de seguridad o contra un prójimo. El rumiante humano sigue grabando con su teléfono ajeno a los acontecimientos de la cabina. El piercing con forma de calavera que le cuelga de la ceja izquierda tirita mientras sus ojos de sapo asustado siguen fijos en la pantalla de cinco pulgadas. Se escucha otro estruendo, esta vez más cerca que el último. Cascotes, piedras y diverso material de construcción irrumpen de golpe a través de la cristalera. La gente histérica se echa al suelo, se hacen ovillos y gritan de la impotencia, como homínidos enjaulados a punto de ser sacrificados. El rumiante sigue inmutable en su posición. Sin embargo, observas que la pantalla ha dejado de grabar. Un proyectil del tamaño de una canica lo ha destrozado, dejando poco más que un pedazo de vestigio tecnológico inútil en manos de un ser dudosamente más productivo que el mismo aparato. Ya puede ir olvidándose del video viral de YouTube, piensas. Su cabeza gira y te mira. El proyectil ha entrado por la cuenca de su ojo izquierdo y ha perforado su ya de por sí maltrecho cráneo de lado a lado, dejando en su lugar una cavidad hueca y rosada. Ves cómo un hilo de luz traspasa la cuenca y no puedes evitar sonreír al pensar que es posible que es la primera vez en mucho tiempo que su cerebro recibe algo de claridad y frescor.

El doble pitido de advertencia de las puertas abriéndose te vuelve a la realidad. Agarras tu bolso y sales disparada del andén. Te quedan dos calles. Son las 8:52 y tan sólo cuatro pasos de cebra y dos semáforos te separan del comienzo de tu jornada laboral. Pan comido. De camino al trabajo pasas por delante de dos bares, una tienda de electrodomésticos, una farmacia, un hospital privado, una cafetería, un tanatorio y una tienda de animales y una residencia de ancianos. Los del tanatorio deben de estar forrados, seguidos muy de cerca por la cafetería, piensas; tienen la mejor ubicación de la ciudad. Aligeras el paso al pasar frente al escaparate con coronas de flores, rosarios, posters de lápidas y multitud de “gadgets” con temática religiosa. Hoy la entrada de urgencias del hospital estaba más saturada que lo habitual. Deben de estar haciendo turnos dobles y triples en el interior del local. Nada más desfilas frente a la vidriera, la puerta ahumada se abre frente a ti y un señor con tez seria sale lanzado sujetando un maletín de cuero negro en dirección al hospital. Otro cliente, piensas, y te giras para verlo traspasar las puertas automáticas del hospital. Una mujer se choca con él haciendo aspavientos y gritando como una posesa. Tiene el brazo ensangrentado y le falta un zapato. Las medias agujereadas confieren a sus cortas piernas un aspecto un tanto peculiar. Pero la señora no parece estar por la labor de ocuparse de su aspecto en ese instante. Parece como si intentara huir de algo o de alguien. En la esquina del mismo edificio se escucha un ruido metálico, como si de un contenedor de basura hubiera sido empotrado en una de las entradas de urgencias. Se trata de una ambulancia que se ha estrellado contra el edificio llevándose por delante a varias almas que estaban en el lugar y momento equivocados. La puerta del conductor se abre y el chófer intenta reptar hacia fuera, mas una mano gris y purulenta, llena de llagas y sarpullidos lo vuelve a arrastrar hacia dentro de nuevo. Su grito es apagado cuando el sujeto que lo aprisiona se le lanza al cuello y lo asfixia hasta la extenuación. No hay duda, se trata de un brote vírico, alguna arma bacteriológica, o un tipo de infección a gran escala que convierte a sus portadores y sus víctimas en zombis: sujetos sin capacidad de raciocinio, carne muerta e infecta, hambrienta de sangre, sin otro fin que propagar el virus que elimina todo vestigio de humanidad en su portador, para convertirlo en una marioneta, una máquina propagadora de muerte, con un cerebro instintivo funcional sólo a nivel reptiliano. La gente comienza a salir despavorida por las salidas de emergencia, atropellándose unos a otros, con la mirada perdida, pisándose y empujándose en aras de buscar la salvación en el callejón. Pero es demasiado tarde. Un grupo de mordedores se apelotona a la salida del hospital, provocando un enorme embotellamiento por aquellos que intentan salir y los que se ven acorralados y quieren volver dentro del edificio. Aullidos inhumanos inundan la calle. Una jauría de no-muertos se afanan en despedazar el cuerpo de un pobre muchacho que no pudo correr más que ellos. Aquellos que han sido mordidos pero no descuartizados tardan poco en convertirse. Sus ojos adquieren un color lechoso, sin vida; su piel se torna gris; allí donde han sido mordidos las llagas supuran una especie de pus violeta; ya no sangran, pues sus corazones no laten más; es tu sangre la que buscan. 

Una cara arrugada te mira fijamente, con una peculiar expresión mitad desprecio, mitad asombro. Un golpe seco y punzante en la espinilla hace que reacciones con un salto hacia atrás. Acaba de zurrarte un octogenario con su bastón ortopédico. 

-     Disculpa bonita, pero tengo cita con el urólogo a las 10:30 y no puedo llegar tarde. – El anciano gesticula con su mano libre dándote a entender que le estás obstruyendo el paso.
-         ¿Qué? Ah, sí. Perdone usted. Pase, pase.
 
Miras hacia atrás. Ningún zombi a la vista. Tan sólo un pobre desgraciado con cara paliducha que entra por la puerta de emergencias renqueando mientras se agarra la rodilla. Avanzas por la acera siguiendo tu camino. Son las 8:55. No hay tiempo que perder. Al pasar por la verja que rodea la residencia de ancianos, con el rabillo del ojo te parece ver cómo una figura en la ventana del segundo piso abre las ventanas de par en par. Seguidamente, se acerca por detrás una segunda sobra que empuja a la primera, provocando que se precipite al patio delantero. El morbo de la escena te incita a pararte a observar los acontecimientos, pero el deber apremia. Debes seguir adelante. Haya sido un viejo demente o una enfermera frustrada la que haya salido volando por el alfeizar, seguro que para mañana ya han cubierto la vacante recién generada y todo vuelve a la normalidad.

Te quedan apenas cien metros para entrar al edificio. Los coches se agolpan en la entrada, en fila, cada conductor mirando a quien tiene delante con odio y al quien le pita el claxon por detrás con desdén. Todos quieren dejar el ganado en el matadero y largarse. Otras obligaciones solicitan su presencia en cualquier otra parte. El ayuntamiento ha puesto a una cuadrilla de obreros a agujerear la calle con la excusa de no sabes qué obra de reubicación y soterración de infraestructuras de alta tensión. Obviamente, los trabajadores no se podrán a faenar hasta bien mediada la mañana. Mientras tanto, la calle no es más que una prueba constante de slalom urbano. Te abres paso entre dos utilitarios que obstaculizan el acceso, entras por la puerta principal hacia el pasillo, te diriges hacia tu taquilla, te pones tu bata, te remangas los brazos y te abrochas dos de los seis botones que tiene. Te adentras por la puerta que tiene un girasol pintado por fuera. Es la tuya. Son las 8:58. Perfecto. Te sobran 2 minutos antes de que esos pobres animales entren. Miras por la ventana. Un energúmeno se ha puesto a gritar a una mujer que ha retrocedido con su monovolumen y ha golpeado el parachoques delantero del flamante BMW que conducía. El marido de la torpe conductora sale hecho una furia,  motosierra en mano, dispuesto a defender el honor de su esposa a desmembramiento limpio. El del BMW se refugia en su lujoso auto, no sin antes quitar el freno de mano y acelerar a fondo empujando el monovolumen, atropellando al marido y atrapando a la mujer en su interior, hacia una zanja recién cavada. El utilitario hunde el morro en la zanja causando perplejidad en los viandantes. El de la motosierra yace tendido bajo unas ruedas ostentosas con llantas de aluminio resplandeciente. La mujer queda inconsciente por el golpe en la cabeza que ha sufrido contra el volante. Triunfante, cual guerrero que se dirige a cobrarse su pieza, el conductor del auto de importación alemana sale de su carruaje para dirigirse a asestar el golpe mortal a la indefensa mujer. Pretende arrastrarla fuera del coche para obligarla a observar la agonía de su marido. Al asir la puerta del conductor del utilitario, 25.000 Voltios golpean el cuerpo del homicida. El monovolumen ha dado a parar contra el cableado de alta tensión, convirtiéndose en una jaula de Faraday: segura para quien se encuentra dentro, pero letal para quien la toque. El aire adquiere un olor dulce y agrio. Es el tufo a carne y piel abrasada la que se huele en el ambiente. Finalmente, el cadáver chamuscado cae al asfalto. Los ojos, nariz y boca del pobre desgraciado desprenden un fino hilo de humo negruzco. 

El timbre resuena con fuerza indicando el inicio de la jornada escolar. Son las 9:00 en punto. Una horda de chiquillos se apelotona en el pasillo. Uno a uno van entrando al aula. Los observas con sus pequeñas mochilas, sus zapatitos, sus cabezas repeinadas con agua de colonia, esas pequeñas cabecitas que los más ignorantes se empeñan en tachar de “inocentes”, con sus manitas rechonchas y sus tiritas de colores en las rodillas que lo curan todo… Te sorprendes a ti misma viendo un día más cómo elegiste la docencia como medio de vida.

-         ¡Buenos días tropa! ¿Qué tal estamos hoy?
-        ¡Buenos días señoooooo! – El rebaño contesta como un solo ser con múltiples ojos y bocas.
-     Bien, veamos. ¿Estamos todos? A ver… dos, cuatro, seis, ocho, once,… Me falta uno. ¿Alguien sabe dónde está Jorge? Bien. Bueno, luego llamaré a su mamá. Comencemos con la clase.

Observas por la ventana. Fuera, los padres liberados de sus pequeñas cargas diarias se dirigen a sus respectivos quehaceres rutinarios. Poco a poco el parking se descongestiona de vehículos unifamiliares. Sus vidas sin sobresaltos ni motivaciones te provocan cierta repulsa, pero es más bien indiferencia combinada con un desprecio absoluto hacia su existencia. Mientras te haces con clariones de colores y comienzas a pintarrajear en la pizarra, te preguntas qué habrá sido de Jorge, ese pequeño bastardo. Tal vez esté enfermo, incluso muy enfermo… Tal vez ha tenido un percance de camino a clase… Tal vez… Quién sabe.

Sonríes.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Monólogo, por Frank de la jungla




En realidad yo no quería hacerlo. Apenas tuve tiempo para reaccionar. Si pasó lo que pasó es porque nadie me dijo que no debía. No sé. Si al menos alguien me hubiera advertido de las posibles consecuencias... Tal vez no tendría que estar ahora dando estas explicaciones. Quizás tú puedas explicarme cómo ocurrió. La verdad, no sabría razonar muy bien si me preguntaran.
En fin, pero qué más da. Está hecho y ya está. Tú podías habértelo olido un poco ya desde el principio, además. No voy a ser yo ahora el malo. Tan culpable eres tú por no advertirlo a tiempo, como yo de haberlo hecho. Aunque, pensándolo bien, no sé para qué andamos mareándonos, si no hay vuelta. Lo mejor va a ser asumirlo y seguir adelante. Porque, menudo estropicio hemos montado, ¿verdad? Ya sé que ahora no es el mejor momento para bromear pero, joder, estoy seguro de que mañana nos estaremos riendo de lo que acaba de ocurrir. Bueno, al menos yo sí. Tú no sé, a saber, tu cara me dice que no estás para mucha fiesta. A mí me entra la risa nerviosa cuando estoy en una situación incómoda. Es un tipo de "defensa", según tengo entendido, cuando una circunstancia se te escapa de las manos y te ves inundado por una avalancha de pensamientos que te vienen sin freno alguno. En mi caso, es como si sintiera que una ola gigante me tragara y me ahogara. Necesito respirar de algún modo y así, sin más, me echo a reír. Es como una válvula de escape. En más de una ocasión he sentido que mi reacción está fuera de lugar y que probablemente estoy incomodando a quienes me rodean en ese momento (como cuando estábamos en la calle viendo cómo la ambulancia se llevaba a la pobre anciana y de pronto comencé a reírme hasta que me entró el hipo ¿recuerdas?). Simplemente no lo puedo evitar. Conscientemente sé que no debo, pero físicamente no me puedo contener.
En cuanto lo arreglemos, ya verás cómo todo esto se convierte en una anécdota graciosa para contar. Estoy seguro de ello.
¿Cómo ha ocurrido? A saber... Las reacciones son muy traicioneras a veces. Comienza por una broma, sigue con una respuesta, entra el comentario sarcástico, unas carcajadas... Supongo que el alcohol algo habrá tenido que ver, aunque no hemos bebido tanto como para que se justifique lo que hay aquí. Hemos bebido muchísimas veces y mucho más que hoy en nuestra larga historia sin que nada así  aconteciera. ¿El estrés quizás? A mí no me mires. Yo no soy lo bastante complejo como para agobiarme por una simple pelea. Sabes que por mucho que me enfades, no me dura la irritación más de 24 horas. En cuanto a ti, no sé lo que te pasa, pero llevas una temporada que saltas a la mínima. Siempre te digo que no es bueno que te lo guardes, que eso te corroe por dentro. Antes me contabas las cosas que te preocupaban pero ahora es como si ya no hubiera confianza. No te culpo. Al fin y al cabo cada uno ha encauzado su vida por caminos diferentes. Ya no nos vemos como antes. Desde lo tuyo con "ya sabes quién" todo está algo enrarecido, ¿no crees? Me refiero a que el ambiente ha cambiado. Es normal. Pero, joder, que no sea porque no estoy aquí para escucharte, ¿de acuerdo? No pretendo culparte. Tan culpable soy yo como tú, seamos sinceros. Así que estamos en paz.
Lo que comienza a preocuparme es qué decimos si alguien nos pillara ahora mismo. En este momento ando algo falto de imaginación y de excusas. Esa parte siempre se te ha dado mejor a ti que a mí. Delego la responsabilidad en tu imaginación. Los dos estaremos francamente jodidos si a algún incauto se le ocurre cruzar esa puerta por casualidad. No es desasosiego lo que me causa estar como estamos, pero me incomoda ponerme a elucubrar en las consecuencias que ello supondría. Mejor no pensar en tales hipótesis.
A lo que voy es... que ahora no es tiempo de andar pensando en el cómo ni en el por qué, ni siquiera en esa puerta que da a la calle, si no que ahora lo que toca es limpiar todo este estropicio. Y sinceramente, no tengo ni idea de por dónde empezar. Creo que por algún lado tengo un balde y un cepillo. Quizás en la cocina encuentre algún producto de limpieza que nadie eche en falta. Por suerte, hemos venido a liarla casi en el mejor sitio de la casa. Si llegamos a cargarnos un sólo jarrón de la colección que hay en la sala de estar, ¡saldríamos mal parados los dos! Aquí al menos el suelo es de baldosa y no hay objetos de valor que no se puedan reemplazar con un viaje al supermercado. Nadie echará en falta unos cuantos trapos o el mocho de la fregona. Me pregunto si el limpiador multiusos este "de marca" que tanto anuncian en la tele es tan bueno como lo pintan. Hoy creo que lo sabremos. Más le vale hacer honor a su eslogan y "no haya suciedad que se resista al poder de la limpieza de los agentes activos", sean lo que sean esos "agentes". Confiemos en que funcione, porque veo difícil que podamos pedir que nos devuelvan el dinero si no lo hacen. ¡Jejeje! ¿Qué? ¿No te ha hecho gracia? Pues no sé por qué no, a mí me ha parecido gracioso. Desde luego, tu cara me dice definitivamente que hoy no estás para chistes, así que prosigamos.
Tan sólo una cosa. Ya sé que lo que voy a solicitarte quizás te cueste un poco (bueno, NOS cueste) al principio, pero sabes que no te lo pediría si no lo necesitara. En fin, allá voy. Voy a necesitar que me prestes ese hacha que tienes clavada en la frente. Te queda muy bien, la verdad, pero lo cierto es que voy a necesitarla para, bueno, ya sabes... hacer de ti un conjunto de partes más... digamos, manejable.
Tú no te muevas de aquí, ¿vale? Voy a por unos guantes y unas botas al garaje. Ahora mismo vuelvo, amigo.